"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La nevada del cuco - Blanca Busquets

BLANCA BUSQUETS La nevada del cuco Traducción de Cruz Rodríguez Juiz Grijalbo Título Original: La nevada del cucut Traductor: Rodríguez Juiz, Cruz Autor: Busquets, Blanca ©2000, Grijalbo ISBN: 9788425347863 Generado con: QualityEbook v0.63 A mis queridas tías, Montserrat y Maria Dolors Oliu —Cada día al levantarse, Mila descubría un nuevo embellecimiento, no percibido el día anterior; y descubría todavía más: descubría que aquellos embellecimientos se reflejaban en ella y que ella también, al compás de la montaña, experimentaba una gran transmutación regresiva. VÍCTOR CATALÀ, Solitud Allí arriba ni te consumes ni te engañas; nadie te come ni te escupe en la frente. ¡Oh, si pudieseis ver las montañas! ¡No hay nada en el mundo como las montañas! J. M. DE SAGARRA, El mal caçador 1 El sábado me caso. Y, cuando me case, seré diferente y viviré en otra casa. Suerte que será en una de aquí, del pueblo, porque si me llega a pasar como a Pepa, no sé si lo resistiría. Ir a vivir a una casa de payés, lejos, y dejar a la familia para no volver a verla nunca más debe de ser duro, debe de ser, que Dios me perdone, una catástrofe. Tendrás una nueva familia, me dijo mi padre, y por una vez me miró con ternura, como si lamentara que me fuera. Era cuando yo aprovechaba para decirle, pero es que yo no quiero casarme, ya estoy bien como estoy. Entonces mi padre volvía a ser mi padre y, con voz atronadora, me decía, no sabes lo que dices, Tònia, no hay nada peor para una mujer que quedarse para vestir santos. Elevaba el tono y se dirigía a mi madre, explícaselo tú, mujer. Siempre la llama mujer, siempre. Y mi madre, solícita, respondía, claro que sí, y yo me acercaba a mi madre mientras mi padre regresaba al campo. Mi madre me lo explicaba sin mirarme a los ojos, es lo que dice tu padre, es un deshonor y después te secas como una pasa. Como una pasa, repetía yo sin poder contenerme. Sí, hija, decía ella, todo el mundo respeta a la mujer casada, a la que tiene marido e hijos. La soltera no vale para nada y acaba viviendo en casa de otros sin tener nada propio. La soltera no es una mujer de verdad. Mi madre lo soltaba todo de un tirón y continuaba sin mirarme a los ojos, parecía que lo supiera de memoria. Y yo le habría dicho, ni usted misma lo cree, pero callaba porque, claro, no podía decirlo. Eso sí, después lo escribía. Robert es un buen chico, me aclaraba al final. Y, sobre todo, trabajador. Entonces me miraba a los ojos y yo veía que eso sí lo creía. Además remataba, y cuando un hombre es trabajador, hija, lo tienes todo. Yo ya me iba cuando me decía para terminar, y piensa, Tònia, que te casas con el amo del hostal. Lo de la nueva familia del hostal es como una caja de sorpresas. Por ejemplo, tendré suegra. Hemos tenido suerte, Tònia, me dijo mi padre cuando consiguió cerrar el trato. Nos ha costado mucho pero hemos tenido suerte, puedes estar contenta. Y estoy contenta, claro que estoy contenta, porque todo será nuevo y diferente. Pero me asusta un poco desde lo de Pepa. No hagas caso, me dijo mi padre, porque Pepa se lo buscó, no podía escaparse de casa como si nada. Tú eres más obediente y te portarás bien y no te pasará nada. Obedecer y portarse bien, ese es el objetivo de cualquier mujer que sirva para casarse y que, además, tenga la suerte de casarse con un hostelero, como yo. A la noche siguiente del día de lo de Pepa, mi madre había venido y, en voz baja, me había dicho, no sufras, Tònia, la familia de Robert no es como la familia del marido de Pepa. En casa de Robert son buena gente. Y es una casa próspera y ya sabes que, en el pueblo, lo tienen todo. Eso sí que es verdad, en el pueblo, lo tienen todo, el hostal, la barbería y la tienda. Hasta parece ser que tendrán luz antes que los demás. Y por el asunto de la luz hay quien desconfía y hay quien los envidia, porque algunos dicen que a saber adónde han ido a buscarla, que lo oí el otro día al salir de misa. Busqué algún libro que hablara del tema entre los de la rectoría, pero no lo encontré. Como hace ya tiempo que el cura me enseñó dónde estaba la llave por si quería entrar cuando él no estuviera, me entretuve buscando un día que estaba sola. Pero nada, el misterio de la electricidad continuó siendo indescifrable para mí. Igual que la necesidad de escribir. La necesidad de escribir es como la necesidad de sonreír cuando otro nos sonríe. Hay que hacerlo, hay que sacarla, no puede quedarse dentro porque, si se queda dentro, la sonrisa se estropea, deviene mueca, y las letras, púas que se te clavan por todo el cuerpo y no te dejan vivir en paz. Hacía ya cierto tiempo que no sabía qué me pasaba, que me sentía mal, que me sentía como un jarro vacío que hay que llenar con algo porque, si no, se convierte en un pozo de polvo y un nido mortuorio de escarabajos y lagartijas. Durante muchos años conseguí aplacar esa extraña necesidad que no entendía pero que llevaba dentro con la lectura, desde que Maria me enseñó a leer, como también me enseñó a coser, a bordar, a tejer. Me pareció que el cura no me reñiría si le pedía que me dejara leer libros. Cuando iba a buscar a Hereu a clase, veía que allí en la rectoría tenían montones de libros detrás de los cristales de los armarios, unos libros tan bien colocados que parecían decir cómeme. Yo me los comía con los ojos, me los comía tanto que no me hizo falta decir nada porque fue el mismo cura quien me ofreció, llévate un libro, si quieres. Debía de notárseme en la mirada. Mi madre siempre me dice que no mire con tanto atrevimiento. Y yo me callo, pero por dentro pienso, me sale así, pero no lo digo porque esas cosas no pueden decirse ya que, en el mejor de los casos, me caería un buen bofetón. De todos modos, mi madre me lo dice de una manera que me parece por obligación. Ahora pienso que quizá siempre ha tenido miedo de que mi padre me hiciera daño. Pero se equivoca, porque mi padre no ve las miradas. Él solo escucha las palabras que se dicen y solo ve los gestos que se hacen. Por suerte, tampoco ve lo que escribo. No es que nadie me haya dicho que no pueda escribir, pero sé lo que pasaría si alguien lo supiera: no me harían daño, pero mi padre me vigilaría siempre y me encargaría tareas continuamente, muchas más de las que ya hago, para que no perdiera el tiempo estampando letras en un papel. Me diría que no sirve de nada, que no lleva a ninguna parte y que lo deje para los que escriben en los periódicos, que viven en Serd o en Barcelona, lejos, en otro mundo, en el mundo de la ciudad. Y yo me pregunto por qué no he nacido en la ciudad, por qué no he tenido esa suerte. Solo Roser sabe que escribo porque no pude escondérselo, como duerme en la cama de al lado es muy difícil ocultárselo. Qué haces, Tònia, me preguntó una noche cuando se despertó y me vio con un poco de luz, la pluma y el papel. Escribo, chist, le contesté. Ella, con el pelo tapándole los ojos, primero me preguntó, y qué escribes. Y le respondí, pues no sé, lo que ha pasado hoy. Después replicó, estás loca, hermana, como se entere padre te dará una buena tunda, tienes que dormir, que mañana salimos al campo. No se enterará porque tú no se lo dirás, ¿verdad que no, Roser?, ¿verdad que no? Roser me dio la espalda sin contestarme pero yo sabía que no diría nada porque es muy buena chica y muy buena hermana. Gracias, le dije con un hilo de voz. Y todavía me entretuve un rato escribiendo líneas y más líneas, porque por fuerza tenía que escribir lo que había pasado aquel día, cuando vi pintar a Miquel, cuando me di cuenta de que aquel cuadro me dejaba sin respiración sin saber muy bien por qué. Son cabras, le dije, cabras que saltan por los Cingles. Él me miró sorprendido y agradecido, sí, son cabras, y eres la única persona que lo ha adivinado. No puede ser, le contesté, es evidente. Pues todo el mundo dice que son manchas, repuso él con una sonrisa triste. Pero bueno, da igual. Pintar me distrae, ¿sabes? Lo necesito. Aquella noche, después del episodio del cuadro, necesité escribir. Suerte de lo del cura. Sin él no habría podido leer nunca. Es decir, si hubiese conseguido los libros por otro lado, en casa no me habrían dejado leerlos, si ya la primera vez que mi padre me vio leer de aquella manera se me encaró sin más porque, claro, él no sabe leer y no entiende lo que dicen los libros y cualquiera diría que le asusta ver tanta letra junta. Qué es eso que lees, me preguntó con la voz del miedo, que es la que suena atronadora. Era mi primer libro, el primero que me había dado el cura aquella primera vez que había ido a buscar a Hereu y había mirado los libros como si quisiera comérmelos todos. Me salió un hilillo de voz y, además, entrecortada, son vidas de santos, padre. Se ablandó un poco. Y de dónde lo has sacado. Me lo ha dado el cura. Mi padre se quedó de piedra y yo por dentro me relajé, porque me daba un miedo terrible que me pegara por culpa de un libro. Aquel día, a la hora de cenar, fue él quien me preguntó qué contaban las vidas de santos. Mi madre, que servía la escudella, interrumpió un momento su tarea, como siempre que mi padre nos preguntaba algo que no fuera de contestar sí o no o una frase breve, como siempre que hablábamos en la mesa. Me fijé en que Roser, sentada a mi lado, dejó de comer. Hereu todavía era demasiado pequeño para percatarse de las cosas y siguió mirando a su madre, embobado, porque solo quería tener el plato lleno de escudella para devorarla a toda prisa. Pues hablan de santos... santa Teresa... santa Genoveva... san Roque, también. San Roque es nuestro patrón y eso le gustó. Y qué hacían esos santos, me preguntó mi padre. Y por qué eran santos. Yo, roja hasta la raíz del pelo, contestaba como podía, hacían milagros y otros eran mártires y se portaban muy bien. Me salió de un tirón, no sabía qué más decir. Mi padre gruñó, se limpió los labios con la manga y no dijo nada más. Intenté leer cuando no tenía que trabajar, o sea, cuando me sentaba junto al fuego al anochecer y mi madre cantaba alguna canción para dormir a Hereu en su regazo. Después se lo llevaba a la cama así mismo, dormido, porque al niño le daba miedo quedarse solo en el piso de arriba, a oscuras y frío. Por mucho que la chimenea calentase la madera y llevara el calor por toda la casa, solo se estaba bien al lado del fuego. Y aquella era mi hora de leer, hasta que mi padre decía, a la cama, y entonces nos tocaba a Roser y a mí, y nos acostábamos sin rechistar. Yo a veces pensaba, que me deje acabar el capítulo, por favor, por favor. A veces tenía suerte y podía acabarlo y otras veces no, y entonces tenía que aguantar hasta el día siguiente para saber qué pasaba. En la habitación siempre ha habido luz, pero es solo para ponernos el camisón y acostarnos. Después, se acabó lo que se daba porque al día siguiente siempre toca trabajar y siempre hay que madrugar. Pero ahora hago trampas y la enciendo. Mis padres siguen en el piso de abajo, los oigo hablar por lo bajo o, mejor dicho, oigo a mi padre, y también oigo crepitar los troncos que arden en la chimenea y también el chasquido de los maderos de debajo de la cama. Toda la madera crepita. Qué oiré la semana que viene a esta hora. Dónde estaré. Es una pregunta que me planteo desde hace unos días y estoy poniéndome tan nerviosa que no sé si viviré en paz conmigo misma. Dicen que la primera noche que te acuestas casada se te acerca el marido y pasa algo gordo, algo que no he llegado a saber si es bueno o malo, pero no puedo preguntárselo a nadie y, por ciertos comentarios que he escuchado a las mujeres mayores, no tengo la sensación de que estén todas de acuerdo. También me preocupa mucho saber cómo salen los niños. El cura nos explicaba siempre que los enviaba Dios y los dejaba en la puerta de las casas donde querían una. Pero un día mi madre me contó que era todo mucho más complicado. Fue al día siguiente de cerrar el trato con Robert, me mandó al rincón y me dijo que tenía que estar preparada para todo, que sí que es verdad que los niños los manda Dios, pero de otro modo. Me pidió que no lo dijera nunca, que no se lo contara nunca a nadie, pero que los niños salían de la barriga de las madres. Que los sacaba Cinta. ¿Cinta, la bruja?, pregunté sin poder evitarlo. Sí, la bruja, contestó mi madre preocupada porque oyó un ruido y creyó que mi padre regresaba temprano a casa. Ella se encarga de ayudar a los niños a salir. La llaman y los saca. ¿No te acuerdas de cuando nació Hereu? Vino Cinta... me había engordado mucho, ¿no te acuerdas? No, dije yo, y notaba a mi madre impaciente. No me acordaba de que mi madre estuviera gorda, aunque es posible que después me pareciera más ligera, que durante un tiempo pareciera que no podía caminar y luego, cuando nació mi hermano, volviera a subir y bajar escaleras. También recordaba que mi madre había pasado unos días encamada, eso sí. Y que después se habían llevado a Hereu al ama y se había quedado allí un año. Por lo visto igual que cuando nací yo y que cuando nació Roser, aunque no me acuerdo ni de lo uno ni de lo otro. Eso me preocupaba y todavía me preocupa, la verdad. Porque si he de tener hijos tengo que saber cómo se hacen y qué debo hacer, sobre todo si Dios ha decidido aprovechar mi barriga para depositar en ella una criatura. De todos modos, con la mano en el corazón, ahora me preocupa mucho más saber cómo y dónde podré escribir. Si duermo en la misma habitación que alguien que no es Roser, no podré encender la luz. Tendré que pensar en algo. Pero no puedo pensar hasta que no esté en mi nuevo hogar y vea cómo van las cosas. Esta será nuestra habitación, me dijo con timidez Robert. Y me la enseñó y enseguida me fijé en que tenía un detalle bonito: desde la ventana se veía la niebla. Lo dije en voz alta y él me contestó que no se había dado cuenta. A su lado, la señora de la casa soltó de golpe, qué te parecen las sábanas. Las había bordado ella y no le había dicho nada. Entonces caí en la cuenta de mi error imperdonable, perdone, señora, todavía no las había visto. Eché un vistazo antes de decir, son muy bonitas y se nota que las ha hecho alguien que entiende, le quedo muy agradecida. Me pareció que se ablandaba, pasó de fruncir el ceño a lucir casi una sonrisa. De todos modos no dijo nada y, eso sí, se quedó plantada dentro de la habitación esperando a que acabara de verla para no dejarme a solas con Robert. Y yo pensaba en el ajuar, que tanto me había costado hacer, dos años largos cosiendo sábanas y cortinas toda la mañana. Y algunas eran tan bonitas que me parecía que irían bien para la primera noche en mi nueva casa, pero por lo visto mi futura suegra había hecho aquellas sábanas y parece que con tan buena voluntad que mejor dejarlo así. Además, estaba claro que aquella era su casa y que, por lo tanto, mandaba ella. Antes de salir de la habitación eché un último vistazo por la ventana y pensé, tú y yo vamos a ser muy amigas. Porque si una cosa me gusta, pero me gusta con toda mi alma, es el mar de niebla que cubre la Plana muchos días de invierno. Desde aquí cuesta más verlo porque tenemos una casa delante pero, a veces, cuando camino por la calle, me paro a propósito a contemplar toda esa densidad y a pensar que, por debajo, todo debe de estar oscurísimo mientras que aquí reina la claridad. Y, a veces, cuando es invierno y el sol se acuesta temprano, también consigo ver cómo se pone detrás de las montañas nevadas del Pirineo y cómo el Pedraforca se muestra impertérrito con la vanidad de quien se sabe eterno comparado con la vida de un humano cualquiera como, por ejemplo, yo. Al norte, el Grèvol y los Cingles ejercen de guardianes del mal tiempo, lo dejan pasar con cuentagotas. Son como un par de murallas que se hubieran puesto de acuerdo para protegernos de los fenómenos adversos. Miquel se había acercado a los Cingles el día antes de pintar aquellas cabras. Había venido con sus padres a conocer a la familia de mi madre, o sea, a nosotros. Así descubrí que teníamos primos por parte de madre, y yo que pensaba que no existían. Uy, viven muy lejos, nos explicó mi madre a mis hermanos y a mí cuando vio aparecer a su hermano con la mujer y el hijo. Yo sabía que mi madre era de Sant Joan del Riu, pero nada más, nunca hablaba de ello, nadie lo comentaba nunca. Por lo visto era la primera vez que los hermanos se veían desde que mi tío se había casado, porque mi tío se había ido a vivir a Barcelona y mi madre también hacía tiempo que se había casado y se había marchado de Sant Joan del Riu para siempre. Así que habían pasado, por lo menos, veintiuno o veintidós años. Mi madre se quedó de piedra, tan sorprendida que parecía incapaz de moverse, y el tío Miquel se le acercó y le dijo, achinando los ojos, estás mayor, hermana. A continuación mi madre levantó un poco los brazos y él se le acercó un poco más, parecía que no se atrevieran a abrazarse, pero al final se abrazaron. Miré a Roser y a Hereu, estaban igual de emocionados que yo, la escena lo valía y encima a mi madre se le escaparon unas lagrimitas mejilla abajo. ¿Cómo estáis, Miquel?, preguntó mi padre, siempre tan práctico e intentando superar la delicada situación, pasad y sentaos junto a la chimenea. Habían llegado en tartana hasta Saltamartí y después habían terminado de subir a pie, poco a poco. Cargados con dos fardos enormes. Venimos a quedarnos para las fiestas, si es que tenéis sitio, espetaron. Mi madre se apresuró a decir que sí entre tantas lágrimas que parecía que no se acabarían nunca. Después miró a mi padre para pedirle permiso. Mi padre sonrió, pues claro que podéis quedaros, prepárales la cama, mujer, y bienvenidos. Se quedaron durante las fiestas, y fueron las mejores que recuerdo. Como si en pleno verano hubiera pasado por el cielo una nube más esponjosa que las otras y hubiera soltado una lluvia de colores que luego, al marcharse, dejara un rastro entre dulce y amargo en el aire. Fue un momento triste y terrible, un momento en el que creí que todo se venía abajo. Pero, mientras duró la lluvia, fue como si la vida se hubiera presentado por unos días en forma de caramelo y nos hubiera permitido lamerla. Roser y yo tuvimos que enseñar la Carena al primo Miquel. Me parece que esa vez, la del verano pasado, fue la primera en mi vida que paseé por la Carena sin prisas ni intención de ir a alguna parte a hacer algo. Y fue la primera vez que paseé con un hombre. De niña mi madre siempre me arrastraba de aquí para allá porque teníamos que ir a un lado o a otro a hacer recados, o a Saltamartí con Maria, los años que fuimos. Y cuando el tío dijo, quizá las niñas podrían enseñarle el pueblo a Miquel, Roser y yo nos pusimos rojas como un tomate y esperamos una respuesta que anhelábamos positiva. Yo enseguida dije con la voz más educada que pude, ya he terminado el ajuar. Mi padre nos miró a los tres y acabó por ceder, está bien, id cuando no tengáis trabajo. Y nosotras solo respondimos, gracias, padre, porque no podía decirse nada más, pero en aquel momento, de haber podido, le habría abrazado. Por qué no se abraza a un padre es una cosa que nunca he entendido del todo. Es bonito que te abracen de vez en cuando, y a mí me abrazan Roser y mi madre, pero nunca mi padre. A mi padre no lo abraza nadie. Ser padre debe de ser muy triste. A Miquel se lo enseñamos todo, todo, de punta a punta, la larga butifarra que forma la calle del pueblo, llena de polvo y piedras, por donde pasan hombres, mujeres, vacas, cerdos y ovejas a todas horas. No paran de oírse cencerros, comentó Miquel con una sonrisa, y después dijo que, en Barcelona, iba a una granja a por leche y que allí tenían un par de vacas con cencerro. Pero, claro, no son tantos cencerros, esto es como Sant Joan del Riu. Nos llenó de orgullo que en la Carena hubiera tantos cencerros como en Sant Joan del Riu. Sant Joan del Riu de Serd, pensé, porque mi madre, cuando nos hablaba de su tierra, siempre decía que estaba al lado de Serd. A Miquel le enseñamos los secretos de la Carena, sobre todo el lavadero y la prisión. ¿Aquí encierran a la gente?, nos preguntó. Nunca hemos visto a nadie, contesté. Y pensaba decirle que eso de la prisión era más una leyenda que corría de boca en boca y que yo no la creía, pero de pronto Roser dijo muy seria, por lo visto no hace mucho encerraron a uno, y yo me olí que mentía porque Roser de vez en cuando cuenta mentiras, inventa cosas. Venga ya, dije negándolo instintivamente. Que sí, que sí, insistió ella moviendo con energía la cabeza arriba y abajo. Y entonces dijo algo sorprendente, dijo que había visto encerrado a Pere Major. Me eché a reír, venga ya, hermana, si Pere Major está muerto. Ya lo sé, repuso ella, pero fue antes de que lo mataran. Y cuándo lo viste, pregunté un poco molesta por lo que me parecían un montón de invenciones. Lo vi el día que se casó Pepa, contestó Roser, en un rincón de la iglesia, llorando. Miquel y yo la miramos fijamente un instante y entonces reaccioné, pero si fue él quien mató a Pepa, porque así había sido, lo habían descubierto en el bosque y le habían disparado, pum, y después lo habían atrapado y lo habían matado, aunque esto último ocurrió en Serd. Pero primero lo encerraron aquí, yo lo vi, hacia el anochecer, pasó como mínimo una noche encerrado y, al día siguiente, cuando salimos al campo, os dije que iba un momento al lavadero porque creía que me había olvidado una toalla pero no era verdad, fui a ver si seguía allí, y seguía allí porque en la puerta estaba el de casa Jep con la escopeta y cuando me vio me dijo, largo de aquí, niña. Me quedé de piedra al escuchar lo que contaba Roser, y por qué no me lo dijiste. Porque estaba padre y después estaba madre y después no me acordé porque además se lo llevaron al día siguiente para matarlo. Tendría un juicio, insinuó Miquel. Seguro, dije yo, que todavía seguía enfadada, sin saber muy bien qué era un juicio y si servía para algo. Mientras, miraba a Roser con cara de pocos amigos. Pero Tònia, si nunca podemos contarnos nada, exclamó exasperada mi hermana, solo ahora porque ha pasado esto de Miquel, no digas nada, ¿eh? Miquel, esto último se lo pidió a él en tono de súplica. Pues claro que no diré nada, respondió él, y se echó a reír, os preocupáis por cada cosa... Me sorprendió la forma de actuar de nuestro primo. Nos sorprendió durante todas las fiestas. Él era diferente y se comportaba de manera diferente, decía las cosas tal cual las pensaba y no como nosotras, que no decimos nunca nada si no que remos recibir una torta. Claro que Miquel es chico, sí, pero también se comporta de forma diferente a como se comportan los chicos de aquí, que también callan y solo se arrancan a hablar cuando empiezan a frecuentar a los hombres del hostal. Ay, si alguien se enterase de que escribo sobre todas estas cosas que se me pasan por la cabeza... sobre estas cosas que ya sé que una chica no debería preguntarse nunca pero que yo me pregunto constantemente desde hace un tiempo. Estas y otras muchas. Ahora escribiré lo que sin duda debe de ser un pecado muy grande: me gustaría ser hombre para poder hacer lo que ellos y jugar a las cartas y poder reír cuando alguien te mira fijamente, o porque muchas veces me apetecería reírme por cosas que veo que pasan y tengo que contenerme. Pero en las fiestas me reí yo y se rió Roser, porque enseguida nos dimos cuenta de que Miquel estaba de nuestra parte y no diría nada de nuestra conducta y además hacía unas cosas tan divertidas que no podíamos evitarlo. Por ejemplo, cuando vio el lavadero dijo, qué agua tan limpia y, como no había nadie por los alrededores, se descalzó sin pensarlo dos veces y se metió dentro, por mucho que intentamos impedírselo. Y entonces dijo, qué agua tan fría. Y hacía muecas raras. Roser y yo empezamos a reírnos primero un poco y luego ya más, y venga a reír, se me saltaban las lágrimas. Cuando salió del agua dijo, ay, como se entere mi madre. Lo decía porque su madre es tan de ciudad que no quiso dormir en casa porque no soportaba el olor a estiércol y se tapaba la nariz con un trapo todo el día y decía que se quería ir al hostal, y al final se fue al hostal con el tío, pero Miquel se quedó en casa. Es que mi madre no ha salido nunca del Eixample, decía Miquel mientras se secaba los pies al sol, unos pies largos y peludos que Roser y yo sabíamos que no debíamos mirar pero que no obstante mirábamos porque nos movía la curiosidad y no podíamos evitarlo. Qué es el Eixample, preguntaba yo. Una parte nueva de Barcelona, decía él, una parte llena de casas nuevas que levantaron hace unos años y que ahora quieren derribar. Por qué quieren derribarlas, preguntábamos, intrigadas. Pues porque no les gustan, yo qué sé. Parecía un poco molesto, a mí sí que me gustan, me parecen muy bonitas. Y lo decía mientras se ataba la cinta de las espardenyes y comentaba, me gusta, esto de las cintas, allí tengo que ir siempre con zapatos, así sientes los pies más libres. Roser y yo nos reímos otra vez y, pensándolo bien, a Miquel debíamos de parecerle un par de pánfilas. La madre de Miquel se ocupa de la escuela en la que su marido, y ahora también su hijo, enseña las letras y los números a los niños del barrio. Ella limpia las aulas y tiene fama de ser muy limpia, según nos dijo su hijo. Por eso no le gusta el estiércol, la excusó. De todo eso nos enteramos en verano, antes no sabíamos casi nada del tío Miquel. Sabíamos que el heredero de la casa de mi madre, el tío mayor, vivía en Sant Joan del Riu, pero del otro hermano nos habían contado muy poco. Recuerdo un día que mi madre se echó a llorar cuando éramos pequeñas porque mi padre le dijo, me he enterado de que Miquel se ha ido de la comarca. Y cuando mi padre vio las lágrimas anegando el rostro de su mujer, le dijo, no llores, mujer, ya volverá, no se tarda tanto desde Barcelona hasta aquí, ahora se llega bien. Tal vez mi madre lloraba porque pensaba que Barcelona estaba muy lejos. Pero la verdad es que para la Carena da igual Sant Joan del Riu que Barcelona: de todos modos no vamos nunca. De hecho, no hemos ido nunca. A veces viene gente. Cuando sube alguien de la Plana para pasar unos días o por algún encargo, todo el mundo lo comenta, se habla en todas las casas y al lado de todas las chimeneas. Pero cuando los arrieros pasan por casa Robert y se hospedan una noche o se paran a almorzar, nadie les hace caso. Los arrieros son de otra especie, todos huelen igual, a viento, porque son como el viento, llegan y se van y ya no los ves más. A Miquel todos lo miraban y yo notaba que las chicas de nuestra edad nos envidiaban. Sabían que era nuestro primo, pero nadie tenía la suerte de poder sacar de paseo por toda la Carena a un mozo de buen ver. Nos sentíamos orgullosas. Con él fuimos a bailar sardanas y a jugar a la piñata. Y una noche hasta pudimos asomarnos a la carpa del baile porque el tío insistió, puesto que él y la tía, ya totalmente recuperada de los mareos que le provocaba el estiércol, daban tales exhibiciones de baile que tenían a todo el pueblo boquiabierto. Todo eso estuvo muy bien, sí, pero no fue nada comparado con lo del cuadro. Por eso lo escribí, por eso lo necesité intensamente aquella misma noche. El día antes habíamos llevado a Miquel a pie por el Grèvol y los Cingles, a la casa de los Cingles desde donde se ven bien los acantilados cortantes de la montaña. Lo llevamos porque nos lo pidió y nos dijo, no subiríais conmigo, ¿verdad? Se refería a arriba del todo, estaba claro, pues es que no hemos subido nunca, ¿verdad, Roser? Roser negó con la cabeza, era verdad, ninguna de las dos había subido. Habíamos subido hasta el Grèvol, siempre subíamos para la romería, pero nunca a los Cingles. A los Cingles solo suben los de la casa de abajo. Y las cabras, añadió Roser, muy seria. Muy bien, muy bien, se limitó a decir Miquel mirándonos primero a una y luego a la otra. Y de vuelta, en voz baja, comentó, no sabéis la suerte que tenéis de vivir aquí, este paisaje es un privilegio. Yo no me había dado cuenta, a mí solo me gustaba que tuviéramos el mar de niebla sobre la Plana y nunca habría dicho que el de la Carena fuera un paisaje privilegiado pero, claro, también he de reconocer que no conozco otro y que todo lo que he visto ha sido desde aquí arriba. A la mañana siguiente al levantarme, el día después de hablar de los Cingles, me topé con Miquel en el patio. Me asustó porque no esperaba encontrarme a nadie, era muy temprano, mi padre estaba en el campo y acababa de salir el sol, todavía daba muy poca luz. Pues resultaba que había alguien, Miquel, pero un Miquel desconocido, recién salido de la cama, en camisón, entre las gallinas y el gallo que ya llevaba rato cantando. Ay, qué susto, dije, porque realmente me había asustado aquella silueta allí, sentada en un taburete, con una tabla lisa en las rodillas y un papel apoyado encima. Buenos días, saludó, un momento, solo un momento, y lo dijo como por educación, él, que era tan charlatán, parecía otro, como si no fuera Miquel. Me acerqué y vi que tenía un lápiz en la mano y, sobre el regazo, otros lápices de colores. Pintaba. Pintaba como un desesperado, muy deprisa. Tenía un dibujo casi acabado. ¿Qué haces?, le pregunté flojito. Él me respondió, enseguida te lo enseño, déjame acabar. Le dejé en paz y fui a donde iba, que eso no debería ponerlo por escrito, ya lo sé, pero ya solo es una más porque he dicho tantas cosas que no pueden decirse que, si alguien descubre alguna vez estas líneas, no me reñirán solo por decir que hago mis necesidades en las letrinas, sino por muchas otras cosas. Cuando salí, Miquel ya había terminado. Me miró y sonrió. Parecía que volvía a ser el Miquel de los días de las fiestas. Qué te parece, me preguntó, y me enseñó el dibujo. Y entonces le dije que eran los Cingles y las cabras porque se veía claramente, y entonces fue cuando me miró de aquel modo y me dijo que los demás en su dibujo solo veían manchas. Y entonces me confesó, necesito dibujar, pintar. Y entonces fue cuando entendí de repente qué me pasaba, me pasaba que necesitaba escribir. Pero todo eso ya lo dije aquel día. Ya lo tengo escrito en otro papel. Ahora lo importante es que el sábado me caso. El vestido de novia es el más bonito del mundo, me lo han hecho entre Roser y madre, y las dos tienen mucho arte en eso de la costura. Yo, en cambio, soy un poco torpe. Yo, de hecho, no sirvo para ninguna de las cosas para las que se supone que tiene que servir una mujer. 2 Hay sensaciones que no pueden describirse porque son solo sensaciones. Sí que puede saberse, sin embargo, si la sensación es buena o es mala, si deja un buen regusto o no. Lali se embobaba con el cuadro, le había dicho a sus padres que el pueblo que aparecía dibujado en el cuadro era muy bonito, que nevaba y que, nevado, también era muy bonito. Y como la niña no paraba de hablar del pueblo del cuadro, sus padres al final se plantaron delante a estudiarlo desde todas las perspectivas posibles. El padre decía, yo no veo nada, para mí es un cuadro abstracto. Para mí también, decía la madre entrecerrando los ojos para verlo mejor, es la cría, que tiene mucha imaginación. Le alborotaba un poco el pelo y la dejaba sola, una vez más, delante de aquella imagen. Aparte de su fascinación por aquel cuadro, Lali nació con un libro debajo del brazo. Y quien dice un libro dice muchos, uno detrás de otro, que devoraba a una velocidad sorprendente. Mientras sus padres iban como locos detrás de los mellizos que, de pequeños, no sabían estar quietos, Lali leía. Cuando abría una página, se le aparecía una nube de colores parpadeantes y la invitaba a entrar en un mundo mágico. El mundo estaba repleto de letras que la elevaban de inmediato a las alturas. Y en las alturas podía haber príncipes felices, princesas desgraciadas, dragones terribles, leones mansos, niños que se lanzaban a la aventura o habitantes misteriosos de una selva que no tenía nombre. En todos los casos, Lali dejaba de estar en la Tierra un buen rato. Ya no oía los gritos de los mellizos ni la voz de su madre llamándola a la hora de cenar y que acababa diciendo, Lali, caramba, me parece muy bien que leas, pero igual exageras. Sus padres se habían conocido en la facultad de filosofía y letras, pero su madre, Sílvia, había dejado de trabajar al tener a los mellizos. Con la niña todo podía compaginarse, pero cuando nacieron dos criaturas de golpe, la filosofía desapareció de su vida para dejar paso de buena o mala gana a la pragmática que incluía pañales, chupetes, carritos y biberones. A la madre de Lali ni se le había pasado por la cabeza que fuese a tener mellizos, se enteró cuando nacieron porque las ecografías de la época eran casi al tuntún y el médico le había dicho que no lo veía claro. Y cuando, después del parto, vio venir a la enfermera con dos criaturas, una en cada brazo, por poco se desmaya del susto. No se lo esperaba, ¿eh?, le dijo la mujer riendo y colocándole una a cada lado de la cama. Ella ni siquiera pudo responderle, aquello era superior a sus fuerzas y mucho más de lo que nunca habría imaginado, y rompió a llorar de la emoción y la angustia, que es una mezcla que da unas lágrimas más saladas que las otras. Y cuando entró Lali a conocer al que ella creía que sería un único hermano, la encontró así, con un niño y una niña, cada uno a un lado, y llorando. Es hereditario, dijo el médico, seguro que tienen mellizos en la familia, busquen, que seguro que encuentran. No hay, dijo Pere, no hay, al menos por mi parte no hay. Por mi parte tampoco, dijo Sílvia negando con la cabeza mientras seguía llorando porque desde que había parido no podía parar de llorar. Estarán escondidos pero seguro que hay, insistía el médico, investiguen, ya verán. La búsqueda de mellizos había resultado infructuosa, al menos que ellos supieran, tanto por parte de padre como de madre. Los abuelos, que eran los que se suponía que estarían al corriente, no sabían nada. Nada de nada. La llegada al mundo de los mellizos supuso un cambio de casa. En un piso tan pequeño era imposible vivir. El cambio no fue inmediato, sino que se produjo al cabo de un par de años, cuando Pere y Sílvia se dieron cuenta de que no podían vivir en aquella caja de zapatos. Mientras, la pequeña Lali callaba y observaba. Tras diez años de silencio, diez años durante los cuales sus padres la habían colmado de atenciones, cultura y sueños, la realidad se había impuesto a la ficción y aquellos dos niños habían dejado sordos a sus progenitores, que ya no la escuchaban ni se preocupaban si se ensimismaba en su mundo imaginario de letras y que ya no le decían, por qué no sales a jugar un poco, por qué no dejas el libro. Bueno, eso de dejar el libro siempre se lo había dicho su madre, su padre no. Su padre le daba un beso en la frente y le decía que leyera más, que en las letras estaban la cultura y el futuro. Y mientras sus padres se peleaban por si era correcta o exagerada su pasión por la lectura, llegaron los hermanitos y se acabaron las discusiones. Con el cambio de casa se mudaron más cerca de los abuelos. Lo que también supuso un cambio de colegio para Lali. A partir de aquel momento iría a la escuela de la abuela Eulàlia, donde esta ejercía de maestra desde hacía treinta años. Pero la abuela trabajaba con los más pequeños y a Lali ya le tocaba secundaria. Tenía doce años. Y así llegó aquel primer día... y el mal regusto. Lali se había notado temblorosa al entrar por primera vez en aquella escuela con la abuela, que se había avenido a acompañarla hasta la clase. Habían cruzado el patio rodeado de una verja alta, muy alta, con un árbol en medio que Lali reconoció, era un pino. Hasta vio alguna piña por el suelo. En la otra escuela había flores y césped. Allí, en cambio, no había nada de ese color salvo el pino de las piñas. Lali caminaba al lado de la abuela Eulàlia, que hablaba entusiasmada del sistema de aprendizaje de aquel sitio, ya lo verás, te gustará mucho, y a ti, que lees tanto y vienes de una familia tan intelectual, te irá la mar de bien. Y proseguía con su panegírico en voz baja asegurando, el nivel aquí es mucho más alto que en la otra, mira que hacía tiempo que les decía a tus padres que tenían que cambiarte de escuela, esta sí que es adecuada para ti. La abuela estaba tan entusiasmada que Lali sonrió para no decepcionarla, ella no entendía de niveles altos ni bajos, ella solo quería aprender lo que había que aprender en la escuela para salir de allí y convertirse un día en escritora. Hacía tiempo que pensaba que debía dedicarse a escribir. Se le había encendido la lucecita un día mirando el cuadro del pueblo, de aquel pueblo que solo ella veía. Le habían entrado ganas de describir lo que veía, ya que era diferente de lo que parecían ver los demás. Y cuando la profesora de la otra escuela les había encargado una redacción, Lali se había inventado la historia de una niña que salía de una de las puertas de la casa de la pintura y paseaba por todo el cuadro hasta llegar a la iglesia. Después, la profesora la felicitó, y ese fue el día en que a Lali se le encendió la lucecita. Volvió delante del cuadro y se dijo, seré escritora. Mientras recordaba todo esto aquel primer día, llegaron al aula. Le sudaban las manos. Y entonces la abuela Eulàlia se marchó y la abandonó allí. La clase, el patio, el comedor, el patio, la clase. Así transcurría el día en la escuela nueva. Antes, en la otra escuela, iba a comer a casa, su madre se las ingeniaba para dejarle la comida preparada. Pero ahora, con los mellizos, la consigna estaba clara, no había tiempo de nada y, por lo tanto, Lali tenía que quedarse a comer en el colegio. Así pues, pasaba muchas horas encerrada en aquel recinto. El primer día no pasó nada especial. Pero le quedó aquel regusto extraño, aquella sensación misteriosamente incómoda, de la escuela. Y al día siguiente conoció a Mercè. Mercè no iba nunca sola, siempre iba con un par de niñas que secundaban todos sus actos. Cuando la vieron en el banco con el libro, se le acercaron. Estás muy callada, le soltó Mercè. Lali tuvo otra vez la sensación aquella que no le gustaba nada, notó que se trataba de una provocación aunque ignoraba en qué sentido. Así que solamente contestó que sí y siguió leyendo. Mercè insistió, por qué no hablas. Lali pensó la respuesta, pues porque estoy leyendo. Entonces aquella niña sonrió y Lali vio que llevaba aparatos de los que afeaban a las niñas pero que, según le había explicado su madre, servían para ser mucho más guapa el resto de la vida. Y cuestan un riñón, había añadido Sílvia, tienes que tener los dientes muy mal para que merezca la pena ponértelos. Suerte que tú los tienes bien. Aquel día, cuando su madre dijo eso, Lali se miró en el espejo y sonrió, sí, tenía los dientes bien ordenados y blancos. Además, tenía una cara agraciada, con las facciones rectas, el pelo negro que a todo el mundo le parecía muy bonito y que venía de la abuela andaluza, la de su madre, y los ojos del mismo color. Y su cuerpo crecía largo y delgado, aunque estaba cambiando un poco, adoptando formas extrañas, pero Lali se daba cuenta de que eso le pasaba más o menos a todas las niñas de su edad. Así que leyendo, ¿eh? Y qué lees. Lali les dijo lo que querían saber, el título del libro, y volvió a fingir concentración. Pero aquello era solo el principio. Habla, vamos, habla, di algo. Lali calló. Tienes que hablar, niña, que si no no sabremos qué voz tienes. Una de las consortes de Mercè le dio un golpe por sorpresa al libro y Lali perdió la página, el punto. ¡Qué haces!, exclamó Lali. Así, habla, habla, que queremos escucharte, exclamó Mercè con una sonrisa de hierro. Y entonces una de las otras niñas la pellizcó en un brazo. Lali se quejó, pero no tuvo tiempo de nada más porque la otra niña la pellizcó en el otro brazo y Mercè en la pierna, y comenzó una lluvia de pellizcos de nunca acabar mientras le decían, habla, habla, habla, y se reían. Lali no sabía qué hacer, los pellizcos no dolían demasiado pero la obligaban a saltar y a no parar quieta. Estaban en un rincón del patio, donde había un banco un poco más escondido que los otros, un banco que había elegido precisamente por eso, para que no la molestaran. Al cabo de un rato, no pudo más y se echó a llorar. Mira, llora, dijo una de las niñas, asustada. Vámonos, ordenó Mercè. Y se fueron las tres mientras Lali continuaba llorando porque no conseguía detener las lágrimas de ninguna manera. En aquel momento mandaron formar filas. Lali se quedó a secarse las lágrimas. Cuando la profesora vio las marcas, le preguntó qué había pasado. Nada, que me encontraba mal, pero ya estoy mejor, contestó Lali. Algo le impedía delatar a Mercè y sus amigas, algo quizá relacionado con el miedo a represalias o con el orgullo de sus padres, que estaban convencidos de que sería la mejor de aquella escuela de prestigio, y también algo relacionado con lo que tanto le decía y le repetía su madre, no se acusa a nadie y no se culpa a nadie porque uno siempre tiene gran parte de culpa de lo que le ocurre. Debió de ser todo un poco lo que le impidió hablar. Fuera lo que fuese, Lali echó tierra sobre el episodio, al fin y al cabo, cuántas cosas hay que empiezan con mal pie y después se arreglan solas, al final todo se arregla, siempre, los males no duran eternamente, eso no pasa nunca, hay que tirar para adelante y hay que superar muchas cosas, la juventud otorga la capacidad de sobrevivir y sobreponerse. Los hechos se asimilan y, después, se olvidan. Pero Lali no tuvo tiempo de olvidarlos, ni un poquito. Al día siguiente tocaba partido de baloncesto. Lo cual implicaba, claro está, cambiarse de ropa, ponerse el uniforme para jugar. Y después, quitárselo para ducharse. Y cuando salió de la ducha, Lali no encontró las bragas, no las encontraba por ninguna parte y, claro, no podía vestirse. Y mientras las otras niñas se arreglaban y salían para clase, ella buscaba las bragas. Hasta que de pronto, cuando empezaba a desesperarse, la vio a ella, a Mercè. De hecho, atisbó los hierros de lejos, desde la otra punta del vestuario, y oyó una de las risillas típicas de las amigas. Y entonces vio que tenían en las manos su ropa interior. Ven a buscarlas, decía una, con una voz que resonaba por todo el recinto. Lali, sin saber muy bien qué hacer, probaba a quejarse, devolvédmelas, y cuando se acercaba, ellas corrían hasta la otra punta y luego la llamaban como si fuera un perrito o un gatito, ven aquí, gatita, minina, y Lali, desconcertada, intentaba mantener la calma y no perder el control. Pero resultaba que lo perdía y, sin poder evitarlo, se echaba a llorar. Llora, gritó una de las niñas con alegría como si fuera lo que estaban esperando. Y Mercè volvió a dictar la orden, vámonos. Y se fueron las tres después de tirarle las bragas, que le cayeron en la cara. Lali se apresuró a vestirse y echó a correr pero no sirvió de nada y llegó tarde a clase, otra vez intentando secarse las lágrimas. Llegas tarde, le dijo la profesora con mala cara, ve a buscar una nota al despacho del director. Cogería muchas notas de aquellas. Y cada vez, para ir a recogerla, tenía que pasar por el lado del pino del patio. Aquel pino sí que tenía fuerza, no como ella. A veces había piñas en el suelo, a veces, borrajo. A veces estaba el jardinero arreglándolo, que a saber qué le arreglaba a un solo pino, se preguntaba Lali, aquel hombre no hacía falta. Muchas veces escribiría en las notas del director, he llegado tarde porque no encontraba una prenda de ropa. Y el director la vería entrar también muchas veces a buscar las notas hasta que al cabo de un tiempo le dijo, no puede ser que seas tan despistada. Y la riñó y habló con sus padres. Y sus padres la riñeron y le dijeron que no podía comportarse así en la escuela de la abuela. Y Lali calló. Callar, callar, silencio, silencio. Era la premisa secreta, el juramento interior que se había hecho para conseguir lo que estaba segura de que conseguiría, es decir, que todo fuera mejor al día siguiente. Cada día pensaba que al día siguiente iría mejor. Cada día creyó en un nuevo comienzo, diferente, brillante. Por la noche soñaba con él y se veía convertida en el centro de atención, todo el mundo la escuchaba solo a ella y luego incluso aplaudían. Pero, de buena mañana, el sueño acababa. Y, día tras día, nada cambiaba. Y había más. El silencio conlleva sus peligros y uno de ellos es que la impunidad se expande como una mancha de aceite. Ya no hacía falta ir al rincón del patio a incordiar a Lali, bastaba con esperar a los minutos entre clase y clase porque todos sabían que Lali callaba. Callaba los empujones y los libros que le tiraban al suelo, callaba cuando le arrugaban o le garabateaban los trabajos que debía entregar, cuando se reían de su peinado o su vestido o sus zapatos, callaba cuando le quitaban el libro, su preciado libro, y se lo tiraban por la ventana para que tuviera que ir a buscarlo y se lo encontrara sucio y roto en el fango, y callaba cuando le cantaban la canción de la Lali-la-negra por el color negro de su pelo y sus ojos, una canción que se habían inventado a partir de una melodía conocida. Callaba siempre. Entre el resto de la clase se imponía el silencio, el silencio de la aceptación, que es hijo del silencio del miedo. Cómo va la vida, Lali, le preguntaba la abuela cuando se encontraban por los pasillos. Muy bien, muy bien, respondía ella con una sonrisa de oreja a oreja. La abuela Eulàlia pertenecía a otro departamento y, por suerte, ya estaba mayor y le faltaba poco para jubilarse, y Lali no creía que se enterase de nada de lo que ocurría, como esperaba que no se enterase ningún profesor. Pero un alud es una pequeña bola de nieve que envuelve quizá una piedrita, que rueda y va creciendo y acaba desprendiéndose montaña abajo, acumulando cada vez más nieve y devorando cuanto se encuentra por el camino. Si la piedrita eran Mercè y sus amigas, la nieve desbocada que llegó hasta los pies de la montaña era el entorno de Lali. Mercè la había convertido en una indeseable y nadie se acerca a una indeseable. Las almas caritativas no hacen daño a los indeseables, es cierto, pero, si pueden evitarlo, no los tratan. No hay necesidad. A Lali le costaba concentrarse, se había acabado atender a los contenidos que debía memorizar de cara a los exámenes, ya no pensaba en esas cosas, en todo el día solo pensaba en intentar caer simpática o ser simplemente una más. Una más y ya está. El alud, pues, devoró también la academia y sus resultados. Y, consecuentemente, la familia y la casa. Lali vio el disgusto reflejado en la cara de sus padres, aunque la primera entrega de notas había sido solo una prueba con la comprensión como telón de fondo, saldrás adelante, le habían asegurado con una sonrisa, acabas de empezar. Y su madre se había vuelto con los mellizos, que la volvían loca, y su padre a sus clases de historia de la universidad. Y Lali había pensado que sí, que saldría adelante. Pero no salió adelante en nada. El alud, después de devorar la clase entera, comenzó a comerse a los profesores. La Lalila-negra de los compañeros, para los licenciados era Lali-laque-no-hace-nada. Y la Lali-que-no-hace-nada empezó a tener problemas de verdad, de los que todos valoran, pero estos no son hijos del silencio sino que se escriben sobre un papel y van directamente a los padres y se propagan a los cuatro vientos. Qué te pasa, le preguntaba su padre con voz atronadora, ya me dirás qué te pasa, Lali, tú siempre habías estudiado y mira ahora. Está creciendo, decía Sílvia poniendo los ojos en blanco, tendrá la cabeza llena de chicos y cosas de adolescente. Y de chicas, pensaba Lali, sobre todo de chicas. Pero no abría la boca, no, porque no podía hacerlo sin explotar, sin soltarlo todo, y entonces qué pasaría, lo sabría todo el mundo, en la escuela la odiarían todavía más por haberse chivado y sus padres la reñirían por no haber sabido ganarse a cuatro niñas en una escuela nueva. El tiempo oscureció, los días eran desapacibles. Lali intentó prestar atención a lo que decían los profesores y se dio cuenta de que no entendía nada. Pero no podía levantar la mano y preguntar en clase, eso jamás, qué vergüenza, qué horror, qué dirían Mercè y las otras. Por la noche Lali ya no soñaba con éxitos propios, sino con monstruos que se la llevaban a la fuerza a cuevas llenas de hierros como los dientes de Mercè. De día, cuando miraba el pino del patio, lo envidiaba porque era capaz de retener las piñas cuando le interesaba y dejarlas caer cuando ya no las quería para nada y porque lo observaba todo desde las alturas. Entonces empezó a no comer. La encargada del comedor los obligaba a sentarse de cuatro en cuatro, pero cuando Lali se sentaba con alguien, con quien fuera, ese alguien se levantaba y se cambiaba de mesa. La encargada no lo veía, claro, hay cosas que se hacen con gran habilidad cuando nadie te mira. Y al cabo de un mes Lali dejó de comer. Bueno, no era que no comiese nada porque tenía mucha hambre y se traía de casa pan con queso o pan con chocolate o pan con jamón o pan con lo que hubiera, pero se lo llevaba al colegio y se lo metía en el bolsillo de la bata a la hora de la comida. Quedarse dentro del edificio estaba prohibido, pero ella permanecía en absoluto silencio. Se encerraba en el váter y esperaba a que se vaciara el edificio. Después, durante una hora, era la reina del lavabo, salía afuera, se paseaba y, si oía que entraba alguien por alguna emergencia, volvía a esconderse en el váter y se pasaba allí toda la hora. A veces no podía salir, a veces las visitas al servicio eran continuas y tenía que quedarse recluida, quieta y en silencio, dentro de aquel pequeño reducto todo el rato, pero le daba igual, había aprendido a instalarse allí y allí comía lo que traía de casa. Siempre le hacía sufrir que Mercè notara su falta, pero no pasó nunca, quizá pensaran que al mediodía la tenían en algún lugar especial. El caso es que ni ella ni nadie dijo nunca nada. Nunca, en tres años, nadie la echó de menos en el comedor, los profesores tampoco, ni la encargada. Fue uno de esos días cuando apareció por primera vez. Fue en el lavabo de la escuela. Lali había llorado como todos los días. Había llegado a un punto en el que las lágrimas le parecían una especie de peaje diario que tenía que pasar. Cuando ya había llorado pensaba, bien, por hoy ya está superado. Aquel día había llorado hacía unos minutos porque le habían puesto la zancadilla al salir de clase y se había caído, cuan larga era, en mitad del pasillo. Las autoras de la travesura habían escapado corriendo entre risas. Habían salido las últimas y la habían esperado detrás de la puerta. Lali, reprimiendo las lágrimas y frotándose el codo dolorido por la caída, se levantó y se dirigió a su refugio habitual. Aquel día, afortunadamente, nadie quiso ir al lavabo, no se oía una mosca ni se veía un alma. Fuera hacía frío, ya casi era Navidad, todos habían salido con abrigo. Lali, también con abrigo, se miró en el espejo y las lágrimas incitaron a más lágrimas. Y con el rostro empapado, hipando sin parar, fue cuando habló por primera vez con la del otro lado. Solamente le dijo, tocándola con la punta de los dedos: —Ayúdame. La otra no contestó. Cuando se escondía en el lavabo, Lali se llevaba libros consigo, siempre. Así pasaba la hora de comer, mientras comía de pie en un rincón del váter el trozo de pan con lo que fuera. Pero aquel día, además de llevarse un libro, se llevó lápiz y papel. Miró al espejo y dijo simplemente: —Necesito escribir. Le brillaban los ojos. Tenía un váter preferido, era el último a la izquierda porque quedaba un poco más escondido que los otros. Cuando se lo encontraba ocupado, se metía en otro y luego, cuando se vaciaba, entraba. Y aquella minihabitación, aquel lugar más que profano, aquel sitio indigno, fue el único testigo de las primeras letras de Lali dedicadas a nada, a la escritura misma, a la literatura por la literatura. Fueron doce páginas escritas en una libreta que, durante quince días, se convirtieron en su objetivo principal, doce páginas bajadas del cielo que le acariciaban los sentidos. Fue como encontrar un bálsamo para una enfermedad incurable. Fuera, el pino se quitaba piñas de encima. 3 He encontrado un escondrijo para estos papeles y por eso escribo. Es un agujero en un árbol. Los guardaré envueltos en un trozo de tela y atados con cordón. De ese modo, la mano que sale de la niebla y se queda con todo lo que no puede defenderse no se llevará mis letras. Vino el médico y me dijo que no debía hacer esfuerzos y que tenía que salir los días que no hiciera mal tiempo. Delante de Robert dijo, trabaja demasiado para haber pasado lo que ha pasado y por eso ha enfermado. El médico no decía nada más y yo, envuelta en la otra niebla, la de la fiebre, le veía cara de quien anuncia la muerte a alguien media hora antes de que le llegue y yo me decía que todo había acabado pero que me parecía bien que todo hubiese acabado porque ya hacía tiempo que tenía muerta el alma. Después, al cabo de no sé cuánto tiempo, oía a Robert decir, te he hecho trabajar demasiado, y se echaba a llorar. Y antes de volver a caer en aquel sueño ardiente, sé que pensaba, no es eso lo que me ha hecho enfermar. Pero Robert es como mi padre y no ve más allá de las palabras y los gestos evidentes. Robert no ha descubierto que las personas tienen ojos. El banco de piedra está caliente y mis manos, frías. He encontrado otro sitio detrás del hostal donde nunca hay nadie, solo algún huésped paseando, pero muy de vez en cuando porque nuestros huéspedes ya pasean bastante Cataluña arriba y Cataluña abajo y solo se detienen aquí a pasar la noche, a cenar y dormir para levantarse al alba y continuar caminando o galopando. El camino entre Serd y Carol es largo, te cuentan, menos mal que hay hostales como el suyo. El nuestro les va bien porque está a medio camino. Algunos llegan a caballo y lo dejan en el establo con el nuestro, solo que nuestro caballo es para trabajar el campo y el suyo para atravesar montañas. A mí me gustaría tener un caballo con alas para poder salir a ver mundo. Pero si me marchase de aquí, qué me dirían en los otros sitios, adónde va una mujer sola. Dicen que en la ciudad hay mujeres solas muy respetadas y mujeres que tienen muchas criadas. Aquí, sola, solo está Cinta. Y no tiene criadas. También ella vino a verme cuando yo estaba solo a medias, cuando no sabía muy bien de qué mundo formaba parte, y me puse a gritar como una tonta que se marchara, que se fuera, de eso me acuerdo, chillaba que todo lo ocurrido era culpa suya, que me la quitasen de delante, pero ella, sin hacerme pizca de caso, me acercó un vaso a los labios y, como yo escupía lo que me daba, me metió un embudo en la boca y Robert la ayudó, y así me tragué a la fuerza un líquido que sabía a flores y pensé, ahora sí que estoy muerta. Y volví a sumergirme en mi mar inconsciente. Pero no, no estaba muerta. Para mi sorpresa, lo siguiente que pasó fue que abrí los ojos porque vi que Robert me acercaba un vaso a los labios y, esa vez, los abrí sin niebla, y Robert me sonrió. La suya era una sonrisa de tranquilidad, te ha bajado la fiebre, dijo. Y a continuación, ten, bebe. Bebí y sabía a flores. La bruja me había curado. Cuando volvió el médico olió lo que había estado tomando y dijo que creía más en los milagros que en las flores pero, como es evidente que no mata, será mejor que continúe tomándolo por si acaso, concluyó. A mí me pareció que se sentía un poco avergonzado porque lo había superado una bruja como Cinta, pero es que la noche que te morías él no estaba, me explicó Robert, y vete tú a saber si me habría dado tiempo de bajar a Saltamartí a buscarlo, así que me arriesgué con Cinta. Mi marido ponía cara de orgullo y satisfacción por su gran idea. Y entonces le dediqué una sonrisa, al fin y al cabo, qué puede hacerse con los ingenuos que no saben nada del auténtico sufrimiento que se esconde tras unas palabras educadas y amables. Él me dijo, venga, que pronto te pondrás bien y todo volverá a ser como antes. Lo decía para animarme, pero me eché a llorar. Tuve que escribir en las habitaciones de los huéspedes para que nadie me viera. Lo hacía por la mañana, cuando las limpiaba. Los días que escribía, tardaba más, y luego me guardaba los papeles debajo de las faldas y el lápiz también, escondido debajo de las medias. Después, dejaba los papeles bajo la ropa que sabía que Robert no tocaba nunca. Empecé a hacerlo a la semana de casarme. Escribí de todo, de la señora de la casa, de Robert, de mi trabajo, de aquella terrible primera noche. Quién me iba a decir que estar casada fuese así. La señora de la casa me dijo que me tocaba ocuparme de la limpieza, de toda la limpieza, y también de ir al lavadero con la colada. Me dijo que ella se ocuparía de todo lo demás, que era atender a los huéspedes, vender en la tienda y también afeitar cuando Robert no daba abasto. Cuando tocaba pelar, por la noche, lo hacíamos entre las dos. Robert, de buena mañana, salía al campo. Todavía va, todavía hacen todos su trabajo. Yo soy la única que ha dejado de trabajar y por eso nos ayuda Tineta, porque faltan manos. Porque yo no sabía que me habían elegido por mi fuerza. No lo supe hasta que me lo dijo Robert la primera noche en la cama. Es decir, no, él me dijo que no pensara que solo me habían elegido por eso. Me dijo en voz baja al oído, mi madre y yo nos habíamos fijado en ti desde hace tiempo porque eres fuerte y vales para el hostal pero además a mí me gustabas, ¿sabes?, a mí siempre me has gustado mucho. Y entonces se me subió encima y por poco me ahoga. Robert y su madre son los únicos que me llaman Antònia. Y el cura, claro, que cuando vino a darme la extremaunción, cuando parecía que me iba de este mundo, no hacía nada más que decir cosas en voz baja y no paraba de repetir mi nombre, y todos pensaban que no lo oía, pero yo sí que lo oía, lo oía todo punto por punto, y estaba contenta porque me iba. Es curioso, no paraba de perder la conciencia y, pese a todo, en aquellos momentos estaba muy despierta, aquellas palabras en forma de murmullo suave me entraban no por los oídos, sino por el pensamiento, y el pensamiento estaba la mar de despierto, lo asimilaba todo y deducía exactamente lo que estaba sucediendo. Cuando vi que quien recitaba era el cura, habría querido pedirle que me trajera un libro, pero la lengua no me obedecía, no me salían las palabras, no podía pronunciar ni una. Solo me salió gritar cuando vi a Cinta. Con el cura solo podía escuchar, procesar, deducir. Estaba muerta. Pero se ve que cuesta mucho desaparecer del mapa. Y a mí no me lo permitieron. Y ahora empiezo a estar a punto para todo otra vez, si hasta han hablado con Tineta y le han avisado de que pronto no la necesitarán. Se ha echado a llorar porque en su casa viven en la miseria y necesitan que trabaje, y entonces ha venido a verme y me ha pedido por favor que la deje quedarse, como si yo pudiera hacer algo, y yo no sabía cómo decirle que no puedo hacer nada al respecto, no puedo opinar, solo hago lo que me ordenan, aunque mi madre, cuando vino a verme en cuanto pude recibir visitas y me oyó llamar señora a la señora de la casa, me dijo, la señora de esta casa eres tú. Pero yo no soy la señora, lo sé de sobra desde la primera noche en que Robert me ahogó y me hizo mucho daño. Qué haces, me quejaba yo, e intentaba zafarme, pero él me agarró con fuerza, y tiene mucha fuerza, y me retuvo y me quitó las medias y me levantó el camisón y me hizo aquello. Me dolió tanto que chillé, pero él me tapó la boca con una mano y pareció que incluso se enfadaba, ¿qué chillas?, te oirá la Carena entera, qué exagerada, calla, mujer. Entonces me llamó mujer, como mi padre a mi madre, y al instante pensé que quizá mi madre sufría o había sufrido lo mismo que yo, aquella calamidad tan incomprensible como impresionante, y quizá había llorado de dolor e impotencia como yo la primera vez y quizá había pensado, como pensé yo cuando finalmente Robert se durmió, que nunca más volvería a ser Tònia. Al día siguiente, baldada y llorosa, me levantaron muy temprano, justo cuando despuntaba el día, pues había que em pezar a limpiar porque, si no, no dábamos abasto. La señora, mientras, preparaba los desayunos de los huéspedes y el aguardiente para los hombres que se pasaban a tomarlo antes de salir para el campo a trabajar. Y Robert, trabajador como era, también se iba con ellos. Yo necesitaba dormir, quería cerrar los ojos y descansar un rato, pero ya sabía que hasta la noche no podría. Y, por la noche, Robert volvió a hacerme lo mismo. Aquella segunda vez ya no lloré, sino que me aferré a las sábanas y le dejé hacer para que acabara deprisa. Y luego, dormir poco otra vez y levantarse al alba para limpiar y no parar en todo el día y no poder sentarme ni un momento, solo para cenar, pero solo un poco porque los huéspedes también tenían hambre y la señora les cocinaba la cena pero yo tenía que limpiar continuamente lo que ensuciaban. Y después, más de lo mismo, otra noche y otra y otra más. Todas iguales, solo descansaba la primera noche que sangraba y después vuelta a lo mismo, él decía que le daba igual, que ya se limpiaría, pero que tenía ganas. Y yo acababa sucísima. Y después un día y otro y otro más. Y así la rueda se hizo infinita, tanto, que un día me di cuenta de que no me había parado ni un instante a mirar por aquella ventana que me había atraído tanto el día que vi mi habitación por primera vez. Y ahora no termino de saber con seguridad si estoy viva o muerta. En conjunto tengo la sensación de estar en una especie de purgatorio, de estar dentro de la niebla, aunque no físicamente. Y cuándo podremos, ya sabe, preguntó Robert al médico el último día que vino, o sea, ayer. Todavía no, respondió taxativo el médico para alivio mío, tenemos que dejar que se recupere del todo, no hace ni quince días estaba muriéndose. Robert contestó, claro, un poco desconcertado porque sé que lo está deseando. Y cuándo podrá trabajar. Muy pronto, ya hablaremos cuando vuelva. Suerte lo del médico. Y suerte que Robert es buena persona, me dijo la señora para que quedase claro cuando estuvimos a solas las dos, porque otros muchos no habrían hecho caso al médico, les da igual lo que diga, ¿sabes? Ella lo decía en un tono inconcreto, no entendí si estaba deseando que me curase o que me muriera. Después me dije que cualquiera de las dos opciones debía de parecerle bien mientras no fuera la carga que era en ese momento. La cama ya me la hago yo, dije en cuanto pude levantarme, y arreglaré la habitación, le dije a Tineta. Eran mis cosas y no quería que las tocara nadie más. Tineta intentó replicar, según me ha dicho la señora. Pero la corté, te digo que me la haré yo. Solo Tineta me hace caso. Los otros solo obedecen al médico y al cura. Y mejor que continúe así, mejor que no cambien al cura ni al médico. El cura fue trayéndome libros que yo ya había leído pero que volvía a leer con gran placer porque cada libro era como un amigo que me permitía visitarlo de nuevo. Robert y la señora me miraban extrañados cuando leía, pero no se atrevían a decir nada puesto que los libros me los había traído el cura, y un día Robert me hizo las mismas preguntas que me hacía mi padre, eso de y qué lees y qué vidas de santos son esas. Tuve que volver a explicar todo aquello de santa Teresa y santa Genoveva pero más despacio porque estaba muy al principio de haberme alejado de las puertas de la muerte y me cansaba al hablar, todavía me ahogaba un poco. A todo el mundo le sorprendía que leyera y yo aprovechaba, como continúo aprovechándolo ahora que me han dispensado de trabajar porque, cuando vuelva a comenzar, ya sé que el leer se acabó. Un día vi que Tineta había dejado de trabajar y me observaba boquiabierta mientras yo estaba sentada en el taburete de la entrada con uno de aquellos libros en las manos, sabe usted leer, qué suerte, me dijo. ¿Tú no sabes?, le pregunté. No, qué va, nadie me ha enseñado, no fui a la escuela, mi madre decía que no tenía tiempo. Yo tampoco fui, le confesé, pero Maria la costurera me enseñó. Yo no fui a costura, repuso ella bajando la cabeza, tenía que ir al campo, mi padre estaba malo y alguien tenía que trabajar porque, si no, no comíamos. Enseguida me acordé de ver a Tineta muy pequeña regresando del campo al anochecer igual que los hombres, a veces acompañada de su padre cojo y otras veces sola. Y yo que me lamentaba, pensé, siempre hay alguien que está peor. Mi vida ha sido un lujo al lado de la de Tineta, de la corta vida de dieciséis años de Tineta. Oye, le dije de pronto, entusiasmada, si quieres te enseño a leer y a coser. De acuerdo, saltó ella al momento. Pero entonces me di cuenta de que me había precipitado, bueno, si me dejan, añadí, porque aquí nunca nos sobra el tiempo, ya lo sabes. Pero, si me quedo, algo más de tiempo tendrá, repuso ella con una mirada que parecía querer abarcar el infinito. La miré bien, no sé cómo conseguir que te quedes. La desilusión emborronó al instante la mirada de la chica y la oscureció. Lo siento, murmuré mientras la veía marcharse cabizbaja y me imaginaba su casa miserable y a su madre y sus tres hermanos pequeños, que a menudo tenían que bajar a Saltamartí a pedir para comer algo. Yo nunca les había prestado demasiada atención porque el mundo está lleno de pobres. Pero de pronto resultaba que en aquel mar de pobreza que parecía tan alejado de mi realidad como la niebla de la Plana había una persona que me miraba como si no tuviera a nadie más en el mundo. Y yo, sin poder hacer nada. Dejé de sangrar y me extrañó. Tenía náuseas todo el día y, mientras trabajaba, tenía que parar para no vomitar dentro de casa o en la habitación de invitados, que habría sido aún peor. Así unos meses, después paré de vomitar y, cuando empezaba a pensar que ya me encontraba bien, comenzó a movérseme continuamente la barriga, como si las tripas no pudieran parar, una cosa muy rara, y yo pensaba que estaba enferma hasta que la señora me dijo, ¿no estarás, no, chica? Y lo dejó así. Cómo dice, le pregunté, intrigada. La señora me llevó a un rincón y, seca como ella sola, me preguntó si sangraba. Hace tiempo que no, varios meses. Me miró la barriga, de cuatro o cinco, dijo, mira cuánto has engordado. Sí, dije, y entonces me acordé de mi madre y de lo que me decía y de repente até cabos. ¿Significa que Dios me envía una criatura?, pregunté con timidez. Sí, confirmó ella con lo que me pareció una de las pocas sonrisas que le he visto desde que vivo aquí. Pero todavía te faltan algunos meses, le pediremos al médico que cuando pueda pase a visitarte. Dicho y hecho, vino el médico y me visitó y me puso una especie de trompeta en la barriga y se entretuvo escuchando algo del otro lado, de dentro. También me metió los dedos muy hondo por donde Robert me mete lo otro. Muy bien, dijo, satisfecho, parece que está vivo y que todo marcha bien, avisen a la comadrona para dentro de cuatro meses. Fueron cuatro meses y medio. Y no fue uno, sino que fueron dos. Salieron uno detrás del otro después de mucho sufrimiento y, cuando vi a los pequeños a mi lado, rompí a llorar. Estaba exhausta pero me pareció que había alcanzado la felicidad eterna. Era la primera vez que tenía algo mío y no solo una cosa, sino dos. Un niño y una niña. Se llamarán Robert y Josefina, dijo Robert muy orgulloso, porque a uno le ponía su nombre y a la otra el de su madre. Avisaremos al cura para que los bautice. Dónde están los niños, pregunté. Solo los había acariciado una vez y Cinta se los había llevado. Ya te los traeremos, ahora estás débil, descansa. Descansé intranquila. No oía a los niños y, cuando abrí los ojos, lo primero que hice fue preguntar por ellos. Están con el ama, dijo Robert. Con qué ama, pregunté alterada, nadie me había dicho nada. Estás muy débil, no puedes dar el pecho, mujer, ¿no ves que tienes que recuperarte? Pero yo quiero verlos, Robert. Y los verás, mujer, no te preocupes. Robert era un padre feliz y en cambio, a mí, se me había caído el mundo encima. El asunto ese del ama no me gustaba demasiado, es verdad que todos nos hemos criado con un ama y yo de pequeña quería mucho a la mía, pero últimamente había visto a algunas madres del pueblo que amamantaban ellas mismas a sus bebés y a mí también me hubiese gustado hacerlo. No estoy débil, intenté replicar otra vez, me encuentro bien, puedo amamantarlos. Están en el campo y están bien, dijo Robert, haciendo oídos sordos a mis reivindicaciones. Se vistió y se marchó a trabajar. Y me quedé sola y con la sensación de que me habían arrancado un trozo de mí para dárselo a otra persona. Siguió una época larguísima de vivir con el corazón encogido. No sé qué me pasó, tuve fiebre y me dolían mucho los pechos. Quería ir a ver a mis hijos fuera como fuera y dondequiera que estuvieran, pero tuve que esperar unos días por culpa de la fiebre y porque el médico dijo que mejor cuando parase de sangrar. Pero si parece que no vaya a parar nunca, me quejé. Parará, no sufra, repuso él al verme la cara de susto, pero tiene que recuperarse un poco, el camino es largo y no está en condiciones de soportarlo. Y usted, dijo volviéndose hacia Robert, nada de acostarse hasta que haya dejado de perder sangre. Fue una advertencia que, por suerte, Robert se tomó al pie de la letra porque no sé qué habría hecho si, encima de aquella pena en el corazón, hubiese tenido a Robert buscándome cada noche. Un día de esos volví a pensar que habría querido nacer hombre. Pero si fuera hombre no querría a mis hijos como los quería. Ni me habría curado tan rápido como me curé para verlos. Venga, Antònia, vístete que nos vamos, me dijo un día Robert después de que pasara el médico y pareciera satisfecho con mi estado. Se me abrió el mundo, ay, gracias, estaba tan emocionada que hasta lloré un poquito y me sentía tan agradecida que incluso le di un beso a mi marido y él se alegró muchísimo. Solo dijo, caramba, pero sonreía y se notaba que le había gustado de verdad, quizá porque aquel no era un beso como los nocturnos, como los que él me daba, me refiero a que era distinto, era un beso de agradecimiento. A Robert le pasaba como a mi padre, nadie le daba besos. Quizá tuviera ganas de besos. Fuimos a ver a los niños. Tardamos un día entero en llegar a la casa del ama. Y yo, que acababa de levantarme de la cama, no notaba el cansancio. Lo noté de regreso. De regreso lo noté todo porque lo que vi me llenó de espanto. De regreso estaba toda yo para el arrastre. Toda esta gente que me rodea, tanto Robert como la señora, como Tineta o mi madre o Roser, que me visita a menudo, no sabe nada, no sabe que al día siguiente salí de allí con el corazón en un puño sin saber por qué, si había visto a los bebés bien, aunque lloraran, pero ¿acaso no lloran los bebés?, si es ley de vida que lo hagan, siempre se quejan de algo y siempre tienen hambre y sueño. Robert me agarró el dedo con su manita blanca cuando se lo acerqué, y aquella manita caliente se me clavó en el corazón. Entonces le di el dedo a Josefina y también me lo agarró. Lo apretaban fuerte y pensé que tenían mucha fuerza, la fuerza de la vida. Los cogí uno a uno, los acuné y conseguí que dejaran de llorar cantándoles una canción. Después, los dos me sonrieron. Se nota que es la madre, dijo el ama, a mí nunca me sonríen. No sé si lo decía con celos o a modo de reconocimiento. Se acercaba de vez en cuando y decía, les toca, y les ofrecía el pecho. No estaban solos, había otro niño de otra mujer del pueblo, un poco más crecidito, y el suyo, el del ama. El suyo dormía con ella en el lado sur de la casa donde, el día que fuimos, entraba el sol a raudales y bañaba toda la habitación. En cambio, la habitación donde estaban encerradas las otras tres criaturas daba al Grèvol y no tenía luz. Necesitan dormir, decía ella por toda explicación. Era la habitación de encima de los establos. Así los animales transmiten el calor que necesitan, me aclaró el ama por si no lo tenía claro. Están la mar de bien, dijo con aire de entendida y como vanagloriándose. Y yo hablé con Robert y le pregunté por qué no nos los llevábamos. Qué cosas dices, Antònia, replicó él un tanto molesto, los críos tienen que estar con el ama, tú no tienes leche y, además, bastante tienes con la casa, ¿no ves que si te los llevases no tendrías ni un momento para amamantarlos? No me atreví a replicar, lo que decía era cierto, tan cierto como que se me había acabado lo de quedarme en cama. Tenía que empezar a trabajar al día siguiente. Me marché alimentando un resentimiento cada vez más profundo hacia el ama de mis hijos y también hacia Cinta, que se los había entregado. Me fui dejando para siempre un buen trozo de mí misma en aquella casa sucia y abandonada en plena montaña, al lado de mis pequeños. Todavía sigue allí, a pesar de que a partir de aquel momento empecé a desentenderme porque sabía cómo acabaría, no sé por qué, pero sabía cómo acabaría aquello y quería estar preparada para cuando sucediera. Sucedió una mañana de verano. Vino a decírmelo un mozo que tenían en aquella casa, que iba de un lado para otro, del campo a la Carena y de la Carena al campo. Cuando apareció, cabizbajo y con la gorra en la mano, dejé lo que estaba haciendo en el comedor y esperé a que hablara, pero no hablaba. Al final, con un hilo de voz, pregunté, ¿los dos? Y me rectificó, los tres. Se refería a aquel otro niño que no era mío. Dolor de barriga, me aclaró. Me había quedado sorda. Aquel día, después de pasar varios minutos quieta como un palo clavado en la tierra, lo solté todo, ante los ojos del mozo y de la señora, que no me dijo nada ni entonces ni después, salí de casa y me fui a la parte de atrás, más o menos donde estoy ahora, hacia el río y hacia el bosque. Tenía los oídos tapados. No podía llorar, tenía todas las lágrimas retenidas en algún punto entre la nariz y el cuello y me ahogaban pero no salían. Me acerqué al torrente y al oír el rumor del agua cristalina me pareció una risa infantil. Eso sí que lo oí, y me llenó el cerebro. Me descalcé y crucé el riachuelo. Después, enfilé montaña arriba por el otro lado. Creo que no lo había hecho nunca, solo cuando era pequeña y me escapaba un rato con Roser cuando nuestro padre nos mandaba a recoger troncos y ramas para encender el fuego, porque teóricamente tendríamos que habernos quedado abajo. Y, para ir a las casas de payés de arriba o a Pratdebò, pasábamos por el camino, no por allí. Aquel día subí directamente por en medio del bosque. Arriba brillaba el sol, pero yo no quería verlo. No sé qué quería. Quizá lo más fácil o lo mejor para mí habría sido morirme, pero estaba claro que Dios no me lo permitía. Al final, vi un tronco de árbol algo gordo, silencioso, estático. Me abracé a él con fuerza, como cuando mis bebés me habían agarrado el dedo. Hacía un día tranquilo y caluroso como las almas de mis pequeños y la del angelito que los acompañaba. Así, conseguí llorar. La vida a partir de aquel día devino una rutina sobrehumana. Barría y me imaginaba las manitas y las sonrisas de mis hijos y me maldecía por haber ido a verlos porque, si no hubiera ido a verlos, habría sido más sencillo olvidarlos. Pero ahora cargaba con un peso que me impedía moverme, incluso hablar. Por suerte no tenía que atender a nadie. Pero es que no podía ni escribir. Tampoco comía porque tenía el estómago como arrugado por dentro y fui adelgazando. Veía manitas por todos lados. Robert, en cambio, después de un par de días apagado, volvió a ser el de antes e incluso más, porque comencé a notar que cuando se me acercaba por la noche cada vez apestaba más a alcohol. No era nada extraño en el pueblo, pero en el caso de Robert sí porque no le había visto beber nada salvo el vino de la cena. Primero pensé que le había afectado la muerte de nuestros hijos, pero después me di cuenta de que lo que le había afectado de verdad era ver que yo ya no hablaba. Vamos, Antònia, no es para tanto, sabes que muy pocos sobreviven, me dijo un día que me vio cabizbaja mientras pelaba el maíz. Y, a mi lado, la señora callaba, callaba. Y yo con gusto les habría dicho a todos que aquellas muertes eran culpa de Cinta y del ama y que quería a mis hijos vivos. Y mis lágrimas silenciosas cayeron sobre el maíz y lo salaron. La casa seguía igual, el hostal era el mismo y la barbería y la tienda también, pero yo cambié. Me arrastraba, me daba cuenta de que no podía más pero continuaba maquinalmente. Pasé de ver manitas a no ver nada, solo el trabajo. Por la noche ni siquiera veía a Robert porque no atendía a lo que me hacía, me daba igual, que hiciera lo que quisiera. Él se quedaba contento y luego se ponía a roncar de aquella manera, pero eso tampoco me importaba. Y yo, que los primeros días empapaba las sábanas de lágrimas, pasé a dejarlas secas, sequísimas. Fue más o menos entonces cuando empecé a toser. Y entonces la señora encontró los papeles. Menos mal que solo encontró los que había escrito desde que vivía en el hostal. Los otros, los de antes de casarme, estaban en otro cajón y no los vio. Al día siguiente los saqué a toda prisa y los guardé dentro de una de mis botas de campo. Seguro que allí no miraría nadie. Ahora ya están en el tronco de árbol donde también esconderé estos. No sé qué buscaba la vieja en mis cajones, pero encontró el testimonio de todo lo que había pasado en esta casa, todo lo que he intentado reescribir ahora con más o menos detalle, más deprisa de como lo escribí la primera vez, todo lo que había escrito hasta que murieron mis hijos. La muy bruja esperó a la noche, a que estuviéramos los tres delante de la chimenea para decir qué es esto, y sacarlo a la luz. Me quedé petrificada y solo se me ocurrió contestar cosas mías. Tras unos breves instantes de estupefacción, Robert saltó, cómo que cosas tuyas, tú no tienes cosas tuyas. Me sentí revivir, a pesar de que para entonces ya tosía mucho y tenía que interrumpirme cada vez que decía algo, me gusta escribir, me limité a decir. Lo dije con altivez, con orgullo, no podía evitarlo, porque yo sabía leer y escribir y ellos no, y era lo único que yo tenía y ellos no. Robert hizo un curioso esfuerzo de contención, está muy bien, qué pone. Nada, pensamientos y cosas que se me ocurren, contesté para salir del paso. Pero él insistió, qué, venga, lee. Me puso los papeles delante de las narices. Tenía la primera línea delante, donde ponía, esta noche Robert me ha agujereado. Como mínimo las cuatro primeras páginas estaban dedicadas a la noche de bodas. No me encuentro bien, dije, volviendo a toser. Te he dicho que leas, insistió él con voz atronadora. Me vi perdida, a saber qué pasaría con aquellos papeles si me negaba a leerlos porque seguro que se los daban a otro para que los leyera y a saber qué pasaría si accedía a ello. Claro que podía inventar, pero seguro que lo notaban y entonces habría sido aún peor. Había otra solución menos grave que las dos anteriores aunque un poco más drástica y se me ocurrió al momento: me levanté y, sin dar tiempo a ninguno de los dos a detenerme, arrojé los papeles al fuego. Robert y su madre intentaron rescatarlos pero no hubo nada que hacer, el fuego en aquel momento ardía con viveza y se tragó en un instante todas mis letras. Entonces Robert se levantó y me dio un bofetón. Nunca lo había hecho y no ha vuelto a hacerlo, pero aquel bofetón se me ha quedado pegado a la mejilla para siempre. Me fui a la cama sin decir nada y, aquella noche, Robert no se me acercó. Al día siguiente cambié los otros papeles de sitio. Y, al cabo de tres días, cuando casi ya no sabía ni quién era y cuando ya tosía tanto que tenía que pararme cada dos pasos, caí redonda al suelo de tanta fiebre que tenía. Ahora los días son bastante largos y el sol brilla cada vez con más fuerza. A veces, por la noche, miro al cielo y me imagino que las almas de mis bebés se han convertido cada una en una de esas estrellas que acompañan a la luna. Se me ha ocurrido una idea para que Tineta se quede a trabajar en casa. Tengo que hablar con el médico. 4 Lali cae de pronto en la cuenta de que está harta de manejar dinero y que no le llegue para vivir bien. El pueblo del cuadro, exclamó al verlo. ¿Qué cuadro?, le preguntó Pere completamente desconcertado. Es este, seguro que es este, a Lali la dominaba una excitación extraña, tanto oír hablar de la Carena y nunca la había visitado porque su padre iba allí solo, decía que por negocios. Y ahora resultaba que aquel era el pueblo del cuadro. Lali se frotó los ojos. Escucha, Lali, dijo su padre, ya está bien con el pueblo del cuadro, si continúas así la gente te tomará por loca, ya eres mayor para imaginarte un pueblo entre un montón de manchas. Lali callaba. Entraban en la Carena, conducía su padre, y Lali lo miraba todo con ojos como platos. El cuadro salió de aquí, ¿no?, pues entonces ya está, seguro que pintó el pueblo, ¿no te parece? Si tú lo dices, será eso, dijo Pere. Lali se daba cuenta de que Pere lo decía para que se callara, que no le hacían caso, no solo su padre, sino nadie, ninguno de los que la rodeaban. Pues claro que es la Carena, insistió ella en voz baja. Entraban en el pueblo de buena mañana, el sol se elevaba poco a poco en el firmamento. La primera vez había sido cuando Lali tenía catorce años. Llévate el problema por un día, pedía, nerviosísima, Sílvia. Se notaba que, entre el trabajo y la casa, no podía más. Y Lali se había escondido en su cuarto a derramar lágrimas como de costumbre, parecía que no supiese hacer otra cosa más que llorar. El problema era ella, estaba claro. Qué mundo más estúpido, Mila, le había dicho aquel día a su amiga imaginaria. Tendría unos catorce años cuando bautizó a la otra, a la del espejo, con el nombre de Mila. La profesora de literatura les había plantado delante de las narices la novela Solitud de Víctor Català. Literatura era la única asignatura en la que Lali sacaba buenas notas porque no le costaba nada, porque cuando toda la clase refunfuñaba ante una lectura obligatoria, ella ya la había devorado. Y Solitud más que ninguna. Al leerla, y pese a la montaña, que Lali conocía muy poco, se había encontrado cara a cara con su alma. Por eso le puso Mila a aquella a quien se dirigía cuando hablaba sola. Mila, como la protagonista de Solitud. Pues Lali tenía catorce años cuando vio la Carena por primera vez, cuando había reconocido la iglesia del cuadro, la casa, la calle del pueblo, todo, cuando había abierto la boca y había exclamado que aquel era el pueblo del cuadro, que la Carena era lo que había pintado el pintor misterioso del recibidor. Porque el cuadro estaba firmado, pero hasta aquel momento a Lali no le había preocupado en absoluto de quién era la firma. Tampoco estaba claro, solo se veía un nombre que comenzaba por eme, los pintores tienen tendencia a firmar de forma ininteligible, parece que lo hagan a propósito. De dónde sacaste el cuadro, preguntó Lali. También era la primera vez que preguntaba de dónde había salido aquella pintura, de cría no piensas en eso, solo piensas en lo que ves y te impacta, no en de dónde sale ni de dónde viene, y la vida está llena de cuadros, de paredes con dibujos más o menos afortunados. De cría no te preguntas quién ha pintado esto o lo otro. Es una herencia, ya te lo dije, decía Pere. Sí, pero herencia de quién. Mira que eres pesada, contestaba Pere dando un golpe al volante; es una herencia de mi tío, que murió sin hijos y mi madre se convirtió en la heredera y por eso tenemos los apartamentos y también la casa del pueblo, que mi madre también heredó de unos primos míos que murieron sin hijos. Un gran imperio, hija mía, concluía irónicamente Pere, pero no sé quién es el pintor, no lo sé, nadie lo sabe. Ah. Así que por eso el cuadro era de la Carena, seguro que era la Carena, estaba clarísimo y nadie lo veía. Porque no lo veía nadie. Por qué solo lo veo yo, se preguntaba a veces Lali mirando el cuadro. Eso te pasa porque casi no has visto pueblos de montaña, le respondió más adelante Sílvia, y no sabes que todos se parecen porque todos tienen un campanario y montañas. Y como ya hace tiempo que se te ha metido en la cabeza lo del pueblo, te ha parecido la Carena. Su madre se lo decía dándole con el índice en la cabeza. Y Lali ya no insistía, veía que era la Carena y que nadie lo creía, pero le daba lo mismo, no pensaba discutirlo más. Ahora Lali se peina y se seca el sudor de la frente mientras piensa en ello. El cuadro del recibidor de casa de sus padres continúa encandilándola igual que cuando tenía catorce años. Y todo el mundo sigue viendo en él solo manchas. Solo ella ve la Carena entera. Su padre se la había llevado de mala gana, de eso también se acuerda, su madre había insistido, decía que no podía más, que ella se quedaba con los mellizos y su padre se la llevaba a ella, aunque Lali no entendía por qué no la dejaban quedarse si no molestaba, si no decía nada, si se encerraba en la habitación. Pero su madre hacía tiempo que la miraba mal, como si Lali fuera la culpable de todo en este mundo, tenía que ser eso, que no soportaba su presencia, en aquel momento Lali había pensado que su madre la odiaba por alguna razón desconocida. Y entonces, aquel domingo, había entrado en el mundo del pueblo del cuadro. Lali se acuerda claramente de aquel día. Y también de la primera impresión de ver la masía de los apartamentos, era la más grande de todo el pueblo y seguro que era la casa que el pintor había pintado con gente que entraba y salía. Lali no podía creer lo que veía pero, sobre todo, no podía creer que nadie viera que aquella era la casa del cuadro. Recordaba también las sensaciones de cuando había bajado del coche y le habían presentado a la persona que se haría cargo del negocio, una mujer llamada Laura, de la edad de sus padres, rubia y un poco gorda. Laura había saludado a su padre dándole dos besos pero sin aspavientos, sin entretenerse, Lali notó a Pere extraño pero no sabía por qué. Cómo van las cosas, le había preguntado Pere a la mujer. Pues mira, como siempre, le había contestado ella con un suspiro, peleando por lo que toque, esta vez por si allí pueden pastar las ovejas o no. Señalaba con el pulgar un trozo de jardín bordeado de estacas, yo las pongo en su sitio y él me las mueve para aquí, así nos pasamos la vida, pero bueno, ya me avisaste de lo que tendría que hacer. Sí, sí, decía Pere, desganado, claro, y se ponían a hablar de clientes y liquidaciones y, mientras, Lali levantaba la cabeza y las veía, veía las dos montañas planas que se alzaban sobre la línea de cresta, una más abrupta que la otra. Subiremos, ¿no?, le preguntó aquel día a su padre. Pere respondió con impaciencia, pero qué dices, Lali, qué cosas se te ocurren. Como ni su padre ni Laura le hacían caso y a su padre parecía molestarle verla allí, Lali se había ido a dar una vuelta sola. Ve a ver la otra casa, la que también es nuestra, es aquella de allí abajo, en el primer piso están los caseros. Lali se había acercado hasta allí y había entrado a mirar la casa, era una casa de pueblo y parecía que solo tenía un piso ocupado, en la planta baja no había nada y era muy grande. Dio una vuelta y se volvió a los apartamentos. Había gente por la calle y parecía que todos se conocían. A ella también la saludaban y Lali devolvía el saludo. Se había sentido observada y cuestionada, debían de preguntarse de dónde había salido aquella mocosa. De eso hacía como poco quince años. La Carena era un pueblo pequeño, no tenía ni ayuntamiento porque formaba parte del municipio de Saltamartí, y la gente era amable y saludaba y te daban ganas de quedarte a vivir allí. Pero cuando se lo había comentado a su padre en el coche, de vuelta hacia Barcelona, él la había mirado y le había dicho, no sabes lo que dices, Lali, no debían de saber de quién eres hija. Aquí todo el mundo nos odia. Lali cobra un menú y sonríe al cliente, que se va charlando con otro cliente. En las caras de toda esa gente se ven reflejados la prisa y el trabajo, el sírveme deprisa que me vuelvo a trabajar a ver si así consigo salir antes. ¿Qué quieres decir con eso?, había preguntado la Lali de catorce años con el corazón en un puño, escandalizada. Pues nada, decía su padre enfilando la carretera de bajada, que hace muchos años ocurrió una historia turbia con alguien de la familia, no sé muy bien de qué iba, pero desde entonces fuimos diferentes, ¿sabes?, en los pueblos pasan estas cosas, se dividen en dos y no acabas de saber por qué, al cabo de un tiempo ya nadie recuerda las razones de la división, pero la división se mantiene. En nuestro caso somos nosotros solos contra el resto del pueblo. Su padre lo decía un poco en broma y un poco con resignación. Por eso tu abuela no volvió nunca más y por eso yo solo subo por negocios. Puse a una persona a cargo pero ya ves, siempre está peleando con los demás, menos mal que es una persona fuerte. Y después suspiró para acabar sentenciando, aquí no se puede vivir. No se puede vivir en ningún lado, pensaba Lali, horrorizada. La sensación de falta de descanso cada vez se intensificaba más. Encerrada en la habitación todo el tiempo que podía, mantenía largas conversaciones con la Mila imaginaria, charlas eternas, que no se acababan nunca. Primero escribía un poco y después se contaba cosas inventadas y se reía, le parecía que la vida era un poco mejor, le parecía que el mundo sonreía, al menos sonreía. Estás loca, Lali, te llevaré al médico, había decidido su madre un día que había entrado en la habitación por sorpresa y Lali estaba tan absorta contándole a su amiga imaginaria una historia de las suyas, que no había visto a su madre y no había callado a tiempo. Perdona, se había excusado al darse cuenta de la presencia de Sílvia. Perdona, perdona, siempre pedía perdón, adondequiera que fuera molestaba y ya solo le faltaba que su madre le dijera que estaba como un cencerro. Probablemente estaba loca, se dice ahora. Mientras cierra la caja se frota la cicatriz, es el primer día que vuelve al trabajo después del accidente y el día que se dice que tiene que cambiar algo, que tiene que dar un paso adelante. Alza la mirada y ve que Octavi la mira desde lejos y sonríe. Y qué quieres que le cuente al médico, no lo entiendo, había preguntado la Lali de catorce años a su madre. Pues quiero que le cuentes lo que te pasa, ya que a mí no me lo dices, había replicado Sílvia, porque esto es insostenible, no se puede aguantar. Qué se le cuenta a un médico. Lali no sabía qué decirle, no podía hablarle de la existencia de Mila porque, si lo hacía, la encerrarían en un psiquiátrico, que Lali había escuchado muchas historias terribles sobre esos sitios donde recluyen a la clase de personas que imaginan a otras personas que no existen. Lali era muy consciente de que Mila no existía, pero no podía parar de hablarle como si fuera alguien de verdad. ¿Qué pasa, no tienes amigas en la escuela?, le había preguntado el médico. Pues claro que tengo amigas, había soltado de inmediato Lali. El médico había cambiado de tema. Esa persona con la que hablas en la habitación quién es. La pregunta la había sorprendido. No es nadie, doctor, es como si fuera yo, por eso hablo con alguien que no tiene nombre, ya me entiende. Era la única manera que se le ocurría de explicarlo y después se había echado a reír porque no sabía qué hacer, porque se había instalado un silencio incomodísimo y porque el médico le hacía gracia. Y el médico se había enfadado. Me parece que les toma el pelo, había oído Lali que le decía después a su madre. Tras el diagnóstico del médico, en casa se había impuesto el silencio, un silencio muy peligroso que había durado días. Lali se había cuidado mucho durante un tiempo de no levantar la voz cuando hablaba estando sola, parecía que sus padres estaban a la expectativa y no quería meter la pata. Se mostraban distantes con ella. De pronto, parecía que todos en casa iban con pies de plomo. Y Lali, cuando pasaba por delante del cuadro, cerraba los ojos. Esa situación duró una semana. Después de la semana, Lali no aguantó más y volvió a hablar en voz alta, cada vez más fuerte, hasta que su madre la pilló otra vez. Abrió la puerta de repente y la encontró contándole a Mila que no le gustaba nada el bacalao con samfaina. Qué dices del bacalao, le había dicho su madre, anda, calla un poco que no lo soporto, no lo soporto. Se le acercó con decisión y le soltó una bofetada. La primera desde que era pequeña, y Lali no supo qué decir ni cómo reaccionar. Mila se había deshecho de repente y Lali tardó muchos días en reconstruirla. Octavi vuelve a sonreír. En su sonrisa esconde el pasado inmediato, una vida que se acaba porque está empezando una vida nueva. Y hay que ir liquidando las vidas. Cómo se te ocurre estudiar hostelería, le había preguntado a Lali su padre, horrorizado. Pues mira, me gusta, había contestado ella encogiéndose de hombros. Su madre había hecho un gesto como dejándola por inútil, ya no estaba tan cansada, los mellizos habían crecido, iban al colegio y ella había vuelto a la universidad, a sus clases de filosofía, todo el día hablaba de Platón y de Sócrates y Lali había terminado por leerlos a escondidas porque no quería que sus padres supieran que leía sus libros, la suya era una batalla del intelecto contra la pragmática, la pragmática de la hostelería. Su padre había insistido, pero Lali, después de repetir dos cursos, de volver a cambiar de escuela y de hacer todo lo posible para que puedas tener estudios superiores, llegas a las puertas de la universidad, puedes elegir la carrera que quieras y eliges hostelería. Sí, contestó ella sin parpadear. Ya no lloraba, ya no tenía ganas, las lágrimas se le habían secado hacía años; por lo visto, cuando derramas muchas, se acaban. Pero si tú eres muy inteligente. Aquel había sido el último comentario de su padre, sabía que golpeaba en hierro frío, Lali se mantenía en sus trece porque ya hacía tiempo que lo tenía muy meditado. En la escuela nueva, en bachillerato, había empezado a sacar notas excelentes y eso había arrancado una sonrisa perpetua a sus padres. Hasta su madre se olvidó de la supuesta locura de Lali, de aquella bofetada que Lali, en cambio, recordará toda la vida. Ya era hora de que te pusieras a estudiar en serio, le dijo. También fue el año en que Sílvia volvió al trabajo, todo parecía bien encarrilado y Lali realmente empezó a plantearse si estaría bien estudiar algo relacionado con las letras, como sus padres. Pero tanta letra junta no le permitiría escribir porque tendría que concentrarse en estudiar y eso la horrorizaba. Cuando pensaba que podría pasarse horas y horas dedicada a los exámenes sin poder atender a la pluma, se echaba atrás inmediatamente. Hasta que encontró la solución. ¿Tú qué harías, Mila?, le preguntó un día que nadie escuchaba, un día que estaba sola, mientras contemplaba el cuadro del pintor cuyo nombre empezaba por eme. Pues yo estudiaría hostelería y así me quedaría cabeza para continuar escribiendo. Pues muy bien, Mila, eso haremos. Dicho y hecho, lo decidió y se lo comunicó a sus padres. Y volvió la oscuridad a casa. Octavi era profesor de la asignatura de servicio de mesas. Él le enseñó a llevar los platos, le enseñó todas las técnicas para servir mesas. Era un profesor excelente. Lali tenía veintiún años cuando le conoció. Octavi tenía los ojos claros y dulces y le sonrió como nadie le había sonreído jamás. Cómo es que, habiendo aprobado la selectividad y con notas altas, has venido a estudiar hostelería, le preguntó un día que salieron a cenar. Pues porque me gusta, respondió Lali. La respuesta correcta habría sido, porque así hago algo que me deja la cabeza libre para pensar y para escribir. Pero claro, no podía darle la respuesta correcta. Aquel día de la cena se dejó besar por Octavi, era muy atractivo y un par de chicas de clase iban detrás de él, pero él se fijó en Lali y las otras dos se quedaron con un palmo de narices. Lali sonríe al recordarlo y se dice que Octavi continúa siendo atractivo, tan atractivo como antes, y que las clientas no le quitan ojo mientras les sirve la comida. Un buen día, Lali anunció que se iba de casa para vivir con Octavi. Tanto su padre como su madre se quedaron mudos de asombro cuando lo anunció, pero todavía más cuando les pidió permiso para llevarse el cuadro, por favor. Lo había pedido cuando todavía no habían reaccionado a la noticia de que se marchaba de casa. Pau y Marta, los mellizos, preguntaron, ¿qué quiere decir eso de que te vas de casa?, ¿ya no vivirás aquí, en tu cuarto? Lali no había esperado a encontrarse a solas con sus padres, lo había dicho el mismo día que Octavi se lo había propuesto y resultó que en aquel momento estaban los mellizos, que tampoco habían esperado a escuchar la reacción de sus padres. Lali concluyó diciendo, Octavi quiere montar un restaurante y me ha propuesto hacerlo con él, ya tenemos local y empezaremos enseguida. Lali, Lali, terminó por decir su madre con lágrimas en los ojos, como siempre, pensaba Lali, tengo una madre que llora siempre, que parece que no sepa hacer otra cosa más que llorar. Pere solo dijo, haz lo que quieras. Entonces, Lali respondió a los mellizos, sí, quiere decir que ya no viviré aquí, en mi habitación. Y Pau contestó, qué bien, tendremos sitio para los juguetes. Al final, nada de juguetes. Su antigua habitación había servido para guardar más libros. Los suyos no. Los suyos se los había llevado a pesar de la mala cara de Octavi, pero adónde vas con todo eso, tendrás que regalarlos porque no van a caber todos. Ah, no, había replicado ella, son mi vida. También eran su vida los papeles que se amontonaban en una caja grande a la hora del traslado. ¿Y eso qué es?, preguntó Octavi. Lo que escribo. Ah, respondió él con una sonrisa comprensiva. Octavi ya sabía que Lali escribía, por mí puedes escribir tanto como quieras todo el tiempo que quieras, me gusta que escribas. Le gusta que escriba porque así no hago otras cosas, no salgo con nadie, por ejemplo, se dice ahora Lali. Claro que cuándo iba a salir. Y con quién. Todas las chicas hablan de sus amigas y ella no tiene ni amigas ni amigos. Y, cuando no se tienen amistades, no se sale. Lo había intentado con algún chico de hostelería antes de conocer a Octavi, pero enseguida empezaban a hacerle preguntas íntimas que a ella no le apetecía contestar. Y, si alguna vez había contestado, había tenido que acabar por explicar que escribía y entonces querían saber qué escribía y querían leerlo. Y ella se negaba y pensaba que se enfadarían por la negativa, pero no se enfadaban porque tanta pregunta y todo lo demás era solo para llegar a la pregunta final de cuándo nos acostamos. Si es que preguntaban y no iban directos al grano, claro. Octavi al menos no había pedido nada y ella le había permitido seguir adelante. No, no puedes llevarte el cuadro, le había dicho Pere. En aquel momento Lali se había llevado una gran desilusión. Ahora piensa que tal vez el piso donde vive, encima de la cafetería, no es el lugar idóneo para el pintor eme. Iremos cambiando, le había dicho Octavi. Comenzamos con cafés y menús y después lo sofisticaremos y planearemos la clase de restaurante que montamos, si te parece bien. De acuerdo, dijo Lali, ilusionada. Y así habían quedado y así se habían quedado porque pronto descubrieron que no tenían dinero, que iban justos, que no podían ahorrar. Y la vida se convirtió en un círculo vicioso que no se acababa nunca. Tenían un cocinero y un friegaplatos. El resto lo hacían entre los dos. Estaban en un barrio de oficinas, pero había muchos bares y el suyo era pequeño, quizá demasiado. Quizá nos hemos equivocado, decía Octavi cuando llevaban tres meses intentando ganar alguna perra extra. Puede ser, admitía Lali, y pensaba que ya no se trataba de una equivocación más en la vida. No era solo el bar, también era la casa. Tocaba limpiar arriba y abajo, tocaba hacerlo todo, tocaba no parar. De noche intentaba leer y no podía, se dormía. También quería escribir pero no tenía tiempo. No tenía tiempo de nada. Solo de estar en el bar y servir menús para cobrarlos después. Después comían ellos. Después preparaban las cenas. Y, por la noche, más clientes. Y después, a dormir para tenerlo todo a punto al día siguiente antes de mediodía, pero madrugaba porque antes de bajar tenía que limpiar la casa. Lo único agradable eran los clientes porque, poco a poco, iba conociéndolos a todos, a los que siempre iban a almorzar. Cruzaban cuatro palabras y muchos acababan contándole sus cosas, normalmente historias de oficina, anécdotas de la fotocopiadora que la distraían un rato. Además, Lali no soportaba que se quedaran solos en una mesa. Si veía que no tenían a nadie, se acercaba y les daba conversación. Por qué lo haces, le había preguntado un día Octavi. No lo sé, había contestado ella encogiéndose de hombros, pero no puedo evitarlo. No soporto verlos comer solos, parecen abandonados. El domingo cerraban. A veces salían, pero normalmente pasaban el domingo en casa descansando, y era el día que Lali aprovechaba para leer y escribir cuatro líneas por la tarde. También era el día que, de vez en cuando, iban a comer a casa de sus padres. Allí ya no le esperaban gritos, ahora la recibían con sonrisas, era la hija pródiga, la que se había marchado y, cuando volvía, todo eran carantoñas y confidencias, los mellizos habían pasado a convertirse en la parte negativa de la historia, se arañan todo el día, decía Sílvia, y mira que ya están creciditos, pero todavía se pelean constantemente, siempre. Suspiraba y terminaba diciendo, al menos tú te quedabas tranquilita en tu cuarto. Lali se hacía cruces cuando su madre decía eso, o sea que ella se quedaba tranquilita en la habitación, vaya, después de todo el asunto del médico, después de la bofetada que le había dejado una marca en la mejilla para siempre, después de tantas cosas, ahora resultaba que había sido buena hija. El día que su madre se lo dijo, Lali la miró con atención y vio que había envejecido. Ella, Lali, con las prisas del bar no se había dado cuenta de que a Sílvia le salían arrugas alrededor de los ojos, cada día unas cuantas más, y parecía cansada, muy cansada. Y entonces, pasado un tiempo, llegó la confesión, un domingo en que estaban a solas. Las cosas no van bien, hija, me refiero entre tu padre y yo. Nada bien. Lali se quedó helada, y qué pasa, qué haréis, ¿seguro que es mejor que os separéis? Era la primera vez que le planteaba una pregunta tan directa a su madre. También era la primera vez que su madre la trataba como a una persona adulta. Y entonces, esa madre que la trataba de igual a igual, se tapó la cara con las manos y dijo, todo es tan complicado, Lali, los mellizos son muy pequeños, solo tienen catorce años, y querríamos esperar un poco más. Pero ya hace mucho que esperamos. Está con aquella y yo no lo soporto, Lali. La miró a los ojos y Lali los vio apagados. Quién es «aquella», mamá. Aquella, repitió Sílvia, la de la Carena, la de los apartamentos, yo ya sabía que había algo, nunca nos dejaba subir y yo no entendía por qué, la puso a organizar el negocio con todo el morro, porque no me dirás que no hay que tener morro para hacer algo así. Su madre se iba calentando, estaba realmente indignada. Suerte que estaban solas, y Lali empezaba a atar cabos y a entender por qué su padre no había vuelto a llevarla nunca más a la Carena, solo una vez, aquella vez en que su madre se lo había exigido. Yo creía que no nos dejaba ir porque todo el pueblo nos odiaba. Sílvia levantó la cabeza, es verdad que hay cierto resentimiento, pero estamos en el umbral del siglo XXI y la gente tiene cultura. Y cuando Sílvia dijo, la gente tiene cultura, Lali se sintió directamente acusada por su carencia de estudios, al menos de los estudios que a su madre le habría gustado que cursase. Me refiero, continuaba su madre, a que no pasa nada por ir allí y quedarse un tiempo, nadie te come, solo te miran un poco raro, no es para tanto. Además, aquella, la llamaba aquella y se llamaba Laura, aquella es del otro bando, o sea que todo arreglado, parece que en los apartamentos reina cierta calma, son una especie de terreno neutral entre las dos facciones del pueblo. Y ellos, Romeo y Julieta, Montescos y Capuletos, pensó Lali, pero calló para no ofender a su madre. Bastante sorprendida estaba con aquella historia que desmontaba en un visto y no visto su familia perfecta. Estaba muy sorprendida, sí, y todavía más al darse cuenta de que no sentía nada, de que no le parecía ninguna catástrofe, lo lamentaba por su madre, sí, porque se la veía cansada de todo, pero no le importaba que sus padres fueran cada uno por su lado. ¿Y por eso estabas siempre de mal humor?, preguntó Lali con una pizca de rencor. Sílvia levantó la mirada después de meditarlo un momento, ay, Lali, no me había dado cuenta, pero sí, puede ser. Es que pasé una época terrible, ¿sabes?, pensaba que nadie me quería, me sentía abandonada. Tú vivías en tu mundo y encima nos tomabas el pelo. Yo no os tomaba el pelo, saltó Lali, simplemente hablaba sola porque era así. Y todavía hablo sola, le hubiese gustado añadir, porque era cierto, todavía hablaba con Mila, como continúa hablando ahora. Ahora ya da igual, Lali, perdóname si me excedí y si te tocó pagar cuando no debías. Ahora ya está, ahora ya nos hemos puesto de acuerdo. Tu padre se queda allí arriba muchos más días a la semana con la excusa de los negocios y pronto se instalará del todo. Va y viene de la universidad, ya lo sabes. Eso, ya lo sabes. Pues no, Lali no sabía nada. Nada de nada. No se había fijado en que su padre se iba más a menudo porque Lali tenía siempre la cabeza en el bar, siempre. Vaya, no sé si decirte que lo siento, terminó por murmurar. No lo sientas, repuso su madre, hay cosas que se acaban. Y también se acaba el mal tiempo, el mal tiempo siempre se acaba. Pero esto, mira que se ha alargado, ay, Señor. Decía ay, Señor, como lo diría una abuela. Y Lali intentaba cambiar de tema, no le gustaba un pelo ver a su madre en aquel estado. Y luego volvía a pasar por el recibidor, por delante del cuadro, y preguntaba ¿crees que papá me lo cederá si se lo pido, ahora que ya no va a vivir aquí? Sílvia se quedó mirándola, pero qué dices, Lali, te cuento lo que pasa, te cuento cómo me siento y tú me sales con que si puedes quedarte con un cuadro. Ya veo que continúas como siempre. Como siempre, sí. Era cierto, continuaba con Mila, continuaba sola con ella pese a haber encontrado a un hombre, pese a haber encontrado un trabajo, pese a haber huido de una casa donde dos mellizos iban a lo suyo y se tiraban de los pelos, una mujer intentaba sobrevivir y un hombre se escapaba por la tangente y se iba con otra. Y lamentaba que su madre lo pasara mal, pero una cosa no tenía nada que ver con la otra, el cuadro era el cuadro y Lali continuaba quedándose fascinada cada vez que lo miraba. Pero cuando su madre le dijo aquello, que continuaba igual, no supo reaccionar. Le pasaba siempre, no sabía reaccionar. Seguro que seguía convencida de que su hija le tomaba el pelo, pero Lali no tenía ni idea de cómo cambiarle esa percepción. Dibujó una media sonrisa y se despidió sin más. Su madre le dio un beso en la mejilla que fue como un pellizco. Saltaba a la vista que estaba enfadada. Entonces todo pasó muy lentamente. La vida tiene esas cosas, a veces evoluciona demasiado rápido y otras veces tan despacio que se arrastra. Y, en este caso, todo pasó arrastrándose. Lali miró a lo lejos y no vio adónde iba a parar la vida, no lo tenía nada claro. Octavi solo era el hombre que por la noche hacía el amor con ella y de día dirigía el restaurante de menús, un lugar donde no podías ni inventar un plato por falta de tiempo, donde todos entraban con la lengua fuera y salían, después de pagar, también con la lengua fuera, donde las noches eran solitarias, donde no se podía leer ni escribir. O das los libros o los tiro, le dijo Octavi un día, cuando ya tenían el pasillo inundado. Lali cogió los libros y los guardó en el cuarto de planchar, el cuarto de la ropa, los apiló, le habría dolido desprenderse de uno solo de ellos, no lo habría soportado, pero no quería pelearse con Octavi, no quería pelearse con nadie. Y cuando los domingos se sentaba a escribir, no escribía sobre la casa, sino que hablaba de fuera, de una vida feliz, pero empezaba a pensar que la vida feliz no existía, y tanto lo pensó que un día ya no pudo escribir más. Se había quedado seca, vacía, yerma. La vida le dolía en la piel. Tenía la impresión de no poder acercarse a la pared porque, si la rozaba, le dolería aún más. Por qué he nacido, se preguntó un día. Y no se sacó la pregunta de la cabeza hasta que se acostó. Y, al día siguiente, se despertó cuando todavía no había salido el sol y aún tenía la pregunta en la cabeza. Y así pasó todo el día, y otro y otro más. Y, de pronto, se encontró en un callejón sin salida porque la vida se había cerrado delante de ella, como si Lali estuviera dentro de un tubo y alguien hubiese sellado el otro lado de forma que ya no volviera a entrar la luz, de forma que no pudiera salir. Además, le pasaba que, después de tantos años, volvía a soñar con los hierros de la Mercè del colegio, que se convertían en estructuras gigantes como grúas que se la querían llevar quién sabe dónde. Y Lali intentaba mantener los pies en el suelo y no podía. Y sudaba y sudaba y se despertaba chillando, y Octavi le decía mientras la abrazaba, ya está, Lali, ya está, ha sido una pesadilla, nada más. Ya está. Pero no era una pesadilla, no. Era toda una vida. Después de las pesadillas ya no dormía y volvía a preguntarse por qué había nacido. Y miraba al techo de la habitación durante horas mientras Octavi dormía y ella derramaba lágrimas que humedecían la almohada. La pregunta la obsesionaba y le quitaba fuerzas para enfrentarse al día. Cuando llegaba el momento, no se veía con ánimos para levantarse y hacer todo lo que tenía que hacer. Sentía que no podía levantarse, de ninguna manera. No podía hacer nada. Hasta que se dividió en dos personas. Una de las dos era fría y calculadora. La otra, un trapo sucio de aquellos que, como ya no sirven para nada, acaban por tirarse. Aquella división no tenía nada que ver con ella y con Mila, a saber dónde estaba Mila, parecía que se hubiera ido de vacaciones sin permiso. En cambio, las dos Lalis que la habían sustituido, le abrieron una fisura tan dolorosa que no podía caminar sin notar aquel tajo inmenso que la dejaba sin respiración todo el día y toda la noche. Y un día no hace mucho, hará cosa de un mes, la Lali calculadora cogió el cuchillo del jamón y se cortó la muñeca. Lo hizo casi maquinalmente, sin pensar, sin sentir, simplemente lo hizo. La Lali-trapo-sucio no se opuso porque no tenía fuerzas para ello. Para entonces ya ni siquiera se planteaba la pregunta sobre el porqué de su existencia que tanto la había obsesionado. Había llegado un momento en que solo le preocupaba que los clientes no se quedaran solos a la mesa. Sin pensar nada, se llevó el cuchillo al lavabo y, también sin pensar nada, se pasó la hoja afilada por la parte interna del antebrazo, presionando. Y le dolió tanto que se desmayó y no pudo cortarse la otra. Y, con el ruido que hizo al caer, alertó a Octavi, que acudió corriendo, tiró la puerta abajo y la llevó al hospital. Ahora todos creen que fue un accidente. Solo Octavi sabe que no lo fue. Y por eso ahora le sonríe de lejos con miedo. Y Lali se frota la muñeca y piensa que, con el corte del cuchillo, después de un mes de descanso, el primero en muchos años, vio que había algo más en el mundo aparte de los menús y los clientes. Y así fue como también abrió un corte transversal en su vida. Coge una porción de chocolate negro de debajo del mostrador y se la come. Siempre le ha gustado el chocolate, pero ahora le parece que está más rico, sobre todo cuanto más negro. Y nada más comérselo siente que tiene fuerzas suficientes para hablar con Octavi. Él acaba de despedir a los últimos clientes del día. Lali le dice: —Octavi, me voy. Él finge que no la entiende. —¿Adónde vas? ¿A comprar? —Me voy a la Carena. A vivir. Lali da media vuelta y se va a preparar la maleta mientras oye a Octavi exclamar a sus espaldas. Sí que se va a la Carena, sí. Al pueblo del cuadro. Ya hace un par de años que sus padres están separados y Pere, que se ha jubilado antes de tiempo, se ha quedado a vivir allí arriba. Le pedirá permiso para montar un restaurante en la planta baja de la otra casa. Y, además, estudiará. Mientras se quita el delantal dice, a ti, Mila, ¿qué te gustaría que estudiara, historia o filosofía? Y Mila, que ya hace varios días que volvió de vacaciones, contesta, mejor historia. Muy bien, pues si tú lo dices, historia. . 5 No sé cómo me atreví a ir a ver al médico, pero el caso es que lo hice. Había llegado el momento en que sentía que no tenía nada más que perder y cuando vi a Tineta con aquellas súplicas, me dio por pensar que tanto el médico como el cura me miraban de un modo distinto de Robert y la abuela. Me miraban sin pared, sin aquella pared que se alzaba entre mi marido y yo o entre mi suegra y yo. Y por eso hablé con él, y ya sé que no es una buena excusa porque nada excusa mi atrevimiento, pero el caso es que me atreví a decirle, señor doctor, necesito ayuda para ocuparme del trabajo, ¿verdad? Él estaba cerrando el maletín repleto de aparatos que había utilizado para visitarme y acabar diciéndome que ya estaba bien y que podía hacer vida normal. Mis palabras lo dejaron pasmado, qué quiere decir, no la entiendo. Fui tan clara como pude, quiero decir que quizá necesitaría que Tineta se quedara a ayudarme porque, vaya usted a saber, podría recaer. El médico no decía nada y al final lo solté, al fin y al cabo la pobre muchacha necesita trabajar porque en su casa viven en la miseria, ya los conoce. Entonces me entendió, sonrió levemente y llamó a Robert y nos dijo a los dos, puede llevar vida normal pero está delicada, no puede excederse, tal vez le convendría que le echaran una mano. Vi la sombra que veló por unos momentos la mirada de Robert, seguro que había dado por concluido el gasto de Tineta y ahora resultaba que tenía que continuar con la chica en casa. Le dio las gracias al doctor y luego vino a decirme que debíamos continuar con Tineta, nada más. Y cuando se fue, sonreí y vi el sol por primera vez desde que me casé. Y mira que a veces cuesta ver el sol a pesar de tenerlo siempre encima, a pesar de notar que nos calienta el cuerpo y nos aclara el pelo con sus rayos dorados. Mi suegra me dijo, ahora que estás casada tendrías que llevar pañuelo, no queda decente que vayas así, con el pelo al aire. Me lo dijo cuando ella todavía era la señora de la casa y yo me apresuré a recogerme el pelo largo y oscuro y a tapármelo con un pañuelo de mi madre como, de hecho, había visto que hacían todas las mujeres del pueblo. Y, cuando nos juntábamos en el lavadero, golpeando sábanas, parecíamos todas tendederos de tanta ropa como llevábamos encima hasta que un día dije basta y me quité el pañuelo porque era verano y tenía mucho calor. Qué haces, chica, se escandalizó una más joven que yo. Aquí solo hay mujeres, no va a vernos nadie. Ella no dijo nada pero vi que al cabo de unos minutos también se quitaba el pañuelo. Le dirigí una sonrisa cómplice. Entonces, las otras mujeres que estaban lavando, después de mirar a un lado y a otro, también se quitaron el pañuelo. No había mujeres mayores, que no nos lo habrían permitido. Éramos cuatro jóvenes con cuatro pañuelos que daban calor y estoy segura de que ellas, igual que yo, se sintieron libres por un rato. Eso fue antes de quedarme embarazada por primera vez y antes de estar tan cansada. Antes de que el mundo se desmoronara. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ahora escribo con la mano derecha mientras, con la izquierda, cojo como es debido a mi bebé, Robert, Robert segundo, porque del primero solo quedan las manitas que, junto con las de Josefina, siguen apareciéndoseme en todas partes, aunque cada vez menos a menudo. A Robert segundo lo agarro con fuerza y él me chupa la teta, me hace un poco de daño, siempre me duele un poco, pero me da igual, parece que le gusta lo que hay dentro porque se queda tan satisfecho que duerme durante horas y, a veces, tengo que despertarlo porque todavía es demasiado pequeño para dormir toda la noche de un tirón. Cuando supe que volvía a estar preñada, hablé otra vez con el doctor y le dije que no mandaría a mi hijo con el ama. Se lo dije en tono afirmativo, pero supo entender que estaba suplicándole que le dijera a la familia que tenía que criarlo yo. Pues claro, dijo el doctor, los niños tienen que criarlos las madres, eso de las amas es un disparate. Lo decía como si me pidiera perdón por no haberlo impedido la otra vez. Avisaba a Robert y se lo decía mientras Robert se sonrojaba un poco por la parte que le tocaba, que había sido mucha porque él me había arrancado a las criaturas sin dejarme tiempo ni de mirarlas, con ayuda de Cinta, hasta el punto que ahora no puedo asegurar que Robert segundo se parezca a Robert primero o a Josefina, no sé si se parecen porque solo los vi un momento al nacer y unas horas pasados dos meses. Ah, y otra cosa, dijo el médico antes de irse, mirando a Robert, cuando se ponga de parto está bien que avisen a Cinta, pero ya que solo hay veinte minutos de camino hasta Saltamartí, manden también a la chica a que me avise, nunca se sabe lo que puede pasar. Se refería a Tineta, y yo sonreí para mis adentros, qué espabilado, el médico, y, en cualquier caso, estaba de mi parte. Aún lo está, que trabaje, dijo en cuanto pude levantarme de la cama, pero no tanto, y que amamante tranquila. Si hace sol, al sol. Tras estas últimas palabras, me pareció que me guiñaba el ojo al marcharse. Y me quedé pasmada porque nunca había visto a un médico que guiñara el ojo a un paciente. Si Robert lo hubiese visto se habría enfadado muchísimo. Me siento en mi banco, Robert Segundo chupa y yo escribo. Mi árbol agujereado está repleto de papeles y algún día tendré que guardarlos en otro sitio, pero dónde. No lo sé, pero ya lo sabré, el tiempo está cambiando y se nota incluso en casa. Hace dos días que mandamos a Tineta al campo, a ver al viudo de Pepa, Ciri, con un encargo que había pedido y que nosotros, o mejor dicho, la abuela mandó subir de Saltamartí. La abuela es la abuela desde que nació el primer niño, y yo he ido acostumbrándome poco a poco a llamarla así, que mira que cuesta, no sé por qué tenemos que cambiar el nombre de la gente pero, claro, cuando son abuelas hay que llamarlas abuelas y así la llamará Robert Segundo cuando empiece a crecer, igual que llamaba yo a la mía. Pues Tineta le explicó ayer a la abuela cómo había ido todo y fue a encerrar al burro con la misma cara de satisfacción que cuando se lo había llevado, porque Tineta nunca había hecho un trayecto largo en burro, antes de trabajar en casa siempre lo había hecho todo a pie. Yo me retiré a mi habitación con el niño, ayer estaba nublado y no pude amamantarlo fuera, pero de todos modos escribí porque ahora también escribo en mi habitación y nadie me molesta. Y entonces vino Tineta y por poco se me corta la leche con lo que me contó. Tengo que contárselo, señora, porque no lo he contado nunca y ayer cuando volví a ver a Ciri pensé que tenía que hacerlo. Ciri no se llama Ciri porque su nombre de verdad es Ciril pero como es blanco como la cera todo el mundo le llama Ciri desde siempre. El qué, Tineta, pregunté. Pues que no fue Pere Major quien la mató, sino Ciri, su marido. Qué dices, de dónde has sacado esa idea. Recordé de golpe todo lo que nos había contado Roser un día al primo Miquel y a mí y que yo solo había creído a medias. ¿De dónde has sacado semejante idea? Pues es que yo lo vi, contestó subiendo y bajando la cabeza muy rápido. Fue entonces cuando se me cortó la leche y Robert Segundo chupaba y no obtenía nada de mi pecho, así que rompió a llorar pero, claro, es que Tineta me había soltado una barbaridad, me quedé de piedra y mi pecho también, ya me lo decía el médico, el pecho hay que darlo con tranquilidad y sin preocupaciones. Lo vimos mi hermano y yo, dijo Tineta, pero los dos juramos por nuestro difunto padre que no diríamos nunca nada. Pero sabe qué, me enteré de que lo habían matado cuando ya estaba muerto. Aquí Tineta se arrancó a llorar y entonces vi claro que cargaba con un peso tan grande en el alma que no podía quitárselo de encima. Decía cosas ininteligibles y hacía gestos incomprensibles. Por si fuese poco, el niño se echó a llorar todavía más fuerte porque se daba cuenta de que nadie le hacía caso. De pronto, a mi alrededor reinaba la confusión y yo no sabía cómo arreglarlo. Volví a engancharme al pecho a Robert Segundo. Ten, Tineta, suénate y cálmate. Sal fuera diez minutos a que te dé el aire mientras acabo con Robert Segundo y después vuelves. Le ofrecí el pañuelo que llevaba en el bolsillo y se marchó sonándose. Yo, mientras, intenté concentrarme en el niño, que se había callado porque se ve que me había vuelto la leche. Después, cuando lo tuve lleno y calmado, lo dejé en la cuna junto a mi cama y salí a buscar a la chica. A ver si me lo explicas mejor. Entonces habló, llorando un poco de vez en cuando, pero lo soltó todo de cabo a rabo, Pere Major solo le daba besos y abrazos a Pepa y se veía que a ella le gustaba porque se los devolvía. Estaban en medio del bosque, en el camino de Pratdebò, y mi hermano y yo recogíamos leña y fruta y nos quedamos escondidos en un rincón y yo pensaba, qué raro, si me parece que Pepa se había casado con Ciri. Porque por entonces, señora, era una cría, ¿sabe?, y no entendía que Pepa besara a otro que no era su marido. Sí, ya te entiendo, continúa, la apremié. Pues resulta que Pere Major se fue y entonces apareció Ciri, no hacía ni dos minutos que se habían separado y Pepa todavía estaba abrochándose la blusa, porque se la había desabrochado toda. Tineta me mostraba mediante gestos lo que quería decir, Pepa gritó al ver a su marido y Ciri la llamó mala pécora antes de dispararle con la escopeta que llevaba. Y Pepa no pudo decir nada porque ya estaba muerta. Entonces Tineta se calló. Había dejado de llorar y ya solo retorcía con las dos manos el pañuelo que le había prestado. Y qué más, qué decías de que tú te habías enterado después, qué decías, que no te he entendido. Pues que cogieron a Pere Major porque le encontraron la escopeta y porque dijeron que lo habían visto salir del bosque. Y yo le dije a mi hermano que teníamos que contárselo a alguien, pero mi hermano me riñó, calla, anda, que si hablamos Ciri vendrá a matarnos. Y después entró en quintas y se marchó. Y yo me quedé sin saber nada más hasta que al cabo de mucho tiempo me dijeron que habían matado a Pere Major en Serd. Y desde entonces que tengo una cosa aquí, ¿sabe? Se señalaba el pecho y volvían a llenársele los ojos de lágrimas. El relato de Tineta me había nublado el pensamiento. Ya me he confesado, dijo por toda excusa. Y qué te ha dicho el señor rector, quise saber. Pues nada, que ahora ya no puede hacerse nada y que si vuelve a pasar una cosa de esas que vaya enseguida a verle que me aconsejará lo que debo hacer. Sí, claro. Tineta se marchó y yo empecé a darle vueltas a la idea de que el auténtico asesino de Pepa, posiblemente su propio marido, seguía vivo y libre de toda sospecha. Todavía sigo dándole vueltas y más que le daré después de lo que me ha dicho hoy Roser. Mientras, Robert Segundo me agarra el dedo y, como ya está satisfecho, sonríe. Lo he dejado en la cuna aquí fuera para que le dé un poco el aire. Ese aire que nos conviene un poco a todos, sobre todo cuando tenemos la cabeza como yo la tengo ahora, con la imagen de Ciri y Pere Major, que está clarísimo que quería a Pepa por lo que me han contado entre Roser y Tineta. Ahora me gustaría ir a ver a Ciri y preguntarle si de verdad mató a su mujer. A mí no me extrañaría, pero más de uno iba a llevarse una buena sorpresa. Pepa era muy maja y, en costura, siempre me prestaba su lápiz para aprender a escribir cuando yo me lo olvidaba. Y subíamos y bajábamos a diario de Saltamartí las dos con las otras chicas que también iban a costura y, durante un tiempo, también con Roser. Pepa y yo siempre soñábamos con casarnos con un heredero fuerte y valiente. Que fuera trabajador, eso lo decía madre, pero a nosotras, antes de los quince años, solo nos preocupaba que fuera fuerte y valiente. Nos imaginábamos una especie de caballero san Jorge, y yo también me imaginaba algún caballero como los que ahora veo de cerca y que pasan por el hostal y se quedan una noche antes de continuar su camino. Dicen que harán una carretera que vendrá de Saltamartí por el otro lado. Quizá entonces los arrieros ya no pasen por aquí, a saber. Qué será del hostal si eso ocurre, porque está claro que un hostal sirve para que uno pueda detenerse a medio camino, para que tenga un sitio donde dormir. Y si ahora van más deprisa de Saltamartí a Carol, con tartanas e incluso con coches que dicen que ya circulan por las carreteras, quizá no necesiten quedarse a dormir. Y quizá entonces nos muramos de hambre. Hoy he ido yo al lavadero en lugar de Tineta y Roser me ha dicho que el primo Miquel vendrá unos días, que había mandado una carta y que decía que, como tenía vacaciones, quería venir a pintar. Ha preguntado por ti, me ha dicho Roser apartándose el pelo de la cara porque hoy también nos hemos quitado todas el pañuelo. Decía que le gustaría verte, si no habías ido a casarte muy lejos de casa. He notado que me subían los colores a la cara, debe de creer que me he ido al campo, he dicho medio en broma para disimular, y he vuelto a acordarme de Tineta, que ayer me hizo prometer que no soltaría prenda de todo el asunto de Ciri y Pere Major, pero como tenía a Roser al lado le he preguntado, oye, Roser, tú qué sabes de Pere Major. Mi hermana ha dado un respingo, yo no sé nada de Pere Major, pero sabes lo que ha pasado, ¿no? Yo no sabía a qué se refería y he negado con la cabeza. Y entonces Roser lo ha soltado, pues que estoy prometida, Tònia, y ¿sabes con quién?, con Ciri. Con Ciri. Se me ha caído la sábana que estaba lavando y ha resbalado hasta el agua. Entonces he sido yo la que se ha quedado como la cera, no puede ser, Roser, no puedes casarte con Ciri, pero si madre siempre decía que no trataba bien a Pepa. No ha sido madre quien ha accedido, sino padre, se ve que a Ciri le gusto, me espera y me vigila, me lo encuentro en todas partes, ¿sabes? La mirada de Roser parecía angustiada y triste, a mí no me gusta, me da miedo, Tònia, mira lo que le pasó a Pepa. Se ha puesto a frotar con énfasis una mancha de la camisa, con mucho énfasis, como si le fuera la vida en ello, como si así pudiera espantar los malos espíritus que la acechaban con aquella idea. Mientras me arremangaba para tratar de recuperar la sábana he intentado tranquilizarla, pero, hermana, la muerte de Pepa no tuvo nada que ver con cómo la trataba Ciri. No hablo de su muerte, Tònia, ha saltado Roser. Hablo de su vida. No hablaba de la muerte, efectivamente, hablaba de la vida, de las maneras de vivir, que son muchas, y una mujer casada no sabe nunca cuál le tocará, es como una partida de cartas, no puedes elegir las que te reparten, o como cuando te sortean para ir a ser soldado. Robert Segundo duerme como un ángel en su camita y yo, con la ventana abierta, huelo el aroma del verano, que es siempre de tomillo. Hace ya tiempo que no hay niebla, pero ahora los que suben de la Plana cuentan que allá abajo hace un calor que no se puede aguantar. La vida en la Plana, con tanto calor en verano y tanta niebla en invierno, por fuerza tiene que ser de otra clase, no puede ser que sea la misma vida que la nuestra ni puede ser que ellos sean iguales que nosotros. Robert Segundo representa la vida y Robert Primero, como Josefina o Pepa, representa la muerte. Pepa estaba muerta en vida. Muerte y vida. Cuántas combinaciones pueden hacerse con esas dos palabras. Tònia, ha insistido Roser mirándome directamente a los ojos. Qué quieres, he dicho bajito, y me ha parecido que se me helaba la sangre en las venas y volvía a cortárseme la leche ahora que tenía que alimentar a mi hijo, porque parecía que Roser tenía que decirme algo gordo. Pero las otras mujeres se han callado y sabía que lo hacían para poder escuchar mejor nuestra conversación. Después te lo cuento, ha terminado por decir Roser, sintiéndose el centro de atención. Después ha sido cuando hemos salido del lavadero. Las dos teníamos prisa, pero ha podido decirme algo, poco, un día me encontré a Pepa cerca de su casa, Tònia, antes de todo aquello, antes de que la mataran, y sabes qué, se arrastraba, no se aguantaba en pie. ¿Estaba enferma?, he preguntado instintivamente, pensando en la enfermedad que por poco me lleva de este mundo. No, estaba cubierta de moratones y golpes. Se los había hecho Ciri porque por lo visto había descubierto que Pepa hacía algo que no debía. Roser no ha podido contarme más y me ha dejado con un interrogante en la cabeza. Lo que Pepa no debía hacer tal vez se refiriese a entenderse con Pere Major. Ayer Tineta me contó todo aquello de la muerte de nuestra amiga y hoy Roser me dice esto. Parece que se han puesto todos de acuerdo o quizá es que el verano siempre hace brotar de la tierra todo lo que se plantó un día de primavera, a saber quién se acuerda de cuándo. Un día que fui al cementerio vi que en el borde del nicho de Pepa habían crecido unas flores de color lila. Quizá ha sido ella quien las ha hecho brotar, pensé, porque quizá le gustaran esas precisamente. Solo habían salido flores en la tumba de Pepa. Robert me había traído unas flores el primer día que me levanté después de la enfermedad. Margaritas que había recogido en la era. Había apañado un ramo muy feo. Buscaba reconciliarse conmigo porque sabía que lo culpaba de la muerte de los niños. No lo consiguió porque yo no podía hacer más que odiarlo, en lugar de flores veía manitas al final de cada tallo. Y, por dentro, tenía un agujero que me ocupaba todo el cuerpo, una llaga en carne viva que me escocía intensamente todo el rato, como si alguien intentara curarla rociándola con vinagre en vivo. Después, poco a poco, el tiempo consiguió que la herida fuera cicatrizando. He empezado a darme cuenta de que el tiempo es lo único que lo consigue todo. Y el tiempo consiguió incluso que me dejaran escribir porque, un día, estando en este banco escribiendo, Robert apareció de pronto. Primero pensé, estoy perdida. Pero después, para mi sorpresa, me dijo, te dejo que escribas, ya volveré luego. Aquel gesto me cautivó. Era evidente que había cambiado algo. Pero habían sido necesarias dos muertes para que pasara. Un día, intentando consolarme, la abuela me había dicho, pero si son solo dos criaturas, si yo perdí a cinco. La miré con estupor, era cuando yo todavía estaba cayendo hacía el fondo de un pozo de oscuridad, cuando todavía no había enfermado. Cierto es que tengo entendido que todas las mujeres pierden a muchas criaturas, que muy pocos niños pasan del año, yo misma tuve hermanos que murieron, pero una cosa es saberlo de otras personas y otra, encontrarse en la situación. O quizá es que yo soy diferente. Si el cura escuchara lo que estoy diciendo ahora mismo, me diría que estas palabras que acabo de escribir son obra y arte del demonio. O quizá no, quizá el cura me entendería. Ten, te he traído libros, me decía, y cuando venga otro día, me devuelves estos y te traeré más. Me sonreía y me dejaba los libros junto a la cama, y para mí eran el tesoro más preciado. Ni la abuela ni Robert se atrevían a tocarlos y yo los devoraba deprisa. El cura me traía libros nuevos, este acaba de salir, me dijo, y no es religioso. Lo dijo en voz baja como si fuese un gran secreto o un gran pecado, un pecado de cura, que dicen que son los peores. Drames rurals, leí en la portada, y después vi que lo firmaba Víctor Català y después, cuando ya lo había leído, me quedé patitiesa y pensé mucho en Pepa, pero también en algunas cosas que me pasaban a mí, y pensé que aquel hombre, aquel escritor, entendía mucho de las cosas que ocurrían dentro del alma de una mujer. Claro que aquí, en la Carena, muertes violentas solo hemos tenido la de Pepa y en aquel libro, en cambio, todos acababan asesinados. El cura también me dejó unas revistas nuevas, contienen historias que me gustan, son muy bonitas y ejemplares, me dijo. Me dejó de piedra, el cura sabía que había leído todos los libros que tenía en su pequeña biblioteca y había buscado otras cosas que pudieran interesarme. Esto no es nada, me dijo, porque me han dicho que me traerán otros libros que no son de iglesia, ya sabes, porque han clausurado una biblioteca del obispado y están repartiéndolos. Seguramente serán clásicos, ya te los traeré o ya vendrás a buscarlos cuando te recuperes, me dijo. No me atreví a preguntarle qué eran clásicos, pero me apresuré a responder que sí, cómo no iba a decirle que sí. Robert estaba presente y yo veía que no sabía qué hacer, el cura era la más alta institución del pueblo y había venido para que yo comulgase, sí, pero también a traerme libros, y me parece que eso no entraba en los cálculos de mi marido. Robert me miraba de una manera nueva. A ver, Tineta, la m y la a hacen ma. Ma repetía ella y, cuando me disponía a decirle, y la m y la e hacen me, ella ya me preguntaba, sí, pero cómo se escribe madre. No quieras correr tanto, le decía yo, la d la estudiaremos otro día. Tineta siempre quiere correr con esto de las letras. Es espabilada y aprendió enseguida todos los sonidos y la manera de juntarlos en sílabas. Dedicamos solo diez minutos al día porque ni ella ni yo podemos perder más tiempo, pero ahora ya sabe unir las consonantes con las vocales y ha empezado a leer muy poco a poco, lo está consiguiendo. Viene a mi habitación o al banco cuando estoy acabando de darle la teta a Robert Segundo y se sienta con un libro que también le ha prestado el cura especialmente para que aprenda a leer, un libro con la letra grande y muchos dibujos. Y cada día lee más rápido. Roser ha vuelto hace un rato con la excusa de traernos huevos porque a ellos les sobraban y nosotros aquí no tenemos gallinas. Se las ha apañado para venir a verme cuando estaba sola arreglando las habitaciones de los huéspedes, voy a saludar a mi hermana, ha dicho, y ha venido a ayudarme a hacer las camas mientras me acababa de explicar lo de antes. Y a mí lo que me extraña es que ahora Robert Segundo chupe y encuentre leche en mis pechos, es decir, me extraña que no se me haya cortado la leche del todo y para siempre después de lo que me ha contado mi hermana porque realmente es para cortarle la leche a cualquiera y también el pensamiento, las ideas y todo lo demás. Estaba recogiendo fresas al borde del camino del Grèvol, ha dicho Roser mientras sacudía conmigo las sábanas de la cama y hacía que me acordara de cuando trajinábamos juntas por casa, la otra casa, mi casa de antes, y hasta habría soltado una lagrimita de no haber sido porque lo que contaba Roser era tan absorbente, sorprendente y terrible que no podía concentrarme en pensamientos nostálgicos. ¿Te acuerdas de que madre nos mandaba a recoger fresas en junio hasta que no quedaba ni una y de que primero mandaba con nosotras a Hereu pero él no distinguía el color rojo y no pescaba ni una y nos reíamos de él? ¿Y te acuerdas de una vez que estabas enferma y tuviste que pasarte dos días tapada con mantas hasta las cejas tragando vinagre y con mucha fiebre, tanta que incluso decías disparates?, te acuerdas, ¿verdad, Tònia? Me miraba pidiéndome que me estrujara la memoria, y yo la estrujaba y volvía a sonreír pensando en Hereu buscando fresas, no veía ni una, solo cuando estaban dentro del cesto, entonces sí que las veía, pero decía que eran verdes. Pues aquel día fui yo con Hereu porque tú no podías. Hereu solo fue a acompañarme, pero como todavía era pequeño y no veía las fresas, le mandé que se sentara cerca del camino y me adentré en el bosque y encontré un montón de fresas. Y, mientras llenaba el cesto, oí un ruido de ramas que se movían y me acerqué poco a poco y entonces vi a Pepa. Caminaba torcida, iba completamente despeinada y con la blusa rasgada. Corrí hacia ella y le pregunté qué le pasaba. Cuando me vio se asustó y me pidió que me fuera, y miraba atrás como si la persiguieran. Tenía un ojo terrible y los brazos ensangrentados y debía de tener golpes por todo el cuerpo porque no podía caminar bien. Y entonces me pidió otra vez que me marchara, muy nerviosa, que me fuera enseguida, y no paraba de mirar atrás, y me asusté, Tònia, me asusté mucho. Ahora Roser ya no sacudía las sábanas ni hacía las camas ni nada, sino que lloraba tapándose la cara con las manos, ay, Tònia, hace mucho que lo llevo dentro. Le he rodeado los hombros con el brazo, pero, mujer, ¿cómo no me lo habías dicho? Roser ha bajado la vista, es que tuve miedo de todo, Tònia, porque lo último que me pidió Pepa cuando ya me iba fue que, por favor, no se lo contara a nadie, que sería todavía peor. Y habían pasado unos días y me encontraba mejor y pensé que más valía callarse, ay, no sé, Tònia, perdóname, tendría que habértelo contado, ya lo sé, pero creí a Pepa y no quería que pasara nada, y tú también te habrías preocupado y no había necesidad. Entonces fue cuando supimos que había intentado fugarse y que el cura había tenido que llevarla de vuelta a casa y pensé que quizá todo se había arreglado y que sería mejor seguir callada. Y al día siguiente, pam, ya lo sabes, Pere Major la mató. Pobre Pepa. He estado a punto de decirle, no la mató Pere Major, pero he prometido a Tineta que no lo haría y por eso me he callado. Mi hermana me ha mirado de un modo que no olvidaré jamás cuando me ha dicho, hasta ahora he callado tal y como me pidió Pepa, pero ahora tengo que casarme con Ciri y tengo miedo, Tònia. 6 Lali acaba de quedarse de piedra. Quiere llamar a su padre o a Laura pero no sabe dónde están y además, si los llama, se perderá lo que están diciendo en la televisión. Pero la verdad es que se ha quedado tan sorprendida que no sabe cómo reaccionar. El nombre, el nombre, cómo se llama, Jordi qué, ay, no quiere olvidarlo. Se acaba el reportaje y Lali corre a buscar un papel y un lápiz. Jordi Rigual, eso es, sí. Jordi Rigual. Después, se sienta delante del cuadro. No acaba de creerlo, no puede ser, no puede ser, no puede ser. Es el mismo tipo de pintura, que el presentador ha tildado de abstracta y no lo es, al menos para Lali, está clarísimo que son dibujos de cosas, de paisajes, los que han enseñado eran de paisajes y, sobre todo, de paisajes de mar con pueblos blancos y barcas de pescadores, pero venga a insistir con que eran abstractos, qué manía. Su padre se asoma. —No te imaginas lo que acabo de ver —se apresura a decir Lali—. Un cuadro como el nuestro, de eso que vosotros llamáis manchas... Muy parecido. He pensado que podría tratarse del mismo pintor, pero no lo es porque el de la tele está vivo y, claro, el de la herencia no. Pere no le presta demasiada atención: —Qué curioso. ¿Has visto mis gafas? Nadie me hace caso nunca, piensa Lali, suerte que al menos dejaron que me llevara el cuadro. No hizo falta ni que lo pidiera. Cuando anunció a su madre que se iba a vivir a la Carena, que su padre le dejaba montar un restaurante, su madre le dijo que lo cogiera. Lleváoslo, es de tu padre, y parece que tú no puedes vivir sin él. Se refería al cuadro, no a su padre, y se lo dijo con una sonrisa, un poco en broma, ahora entre sus progenitores y ella todo se dice un poco en broma y todavía más con Pau y Marta, que ya no se pelean porque cada uno va a lo suyo aunque continúan viviendo con su madre. Cómo han cambiado las cosas, cómo se abre el cielo cuando cae una buena tormenta y después se vuelve azul, azulísimo, limpio y fresco. Entonces puede comenzarse de nuevo. Incluso su madre ha vuelto a empezar porque según le ha comentado Marta otro compañero de trabajo, otro catedrático, frecuenta la casa. Y, cuando Marta se lo contaba por teléfono, las dos se reían por lo bajo. A Pau no le hace ni pizca de gracia, le dijo su hermana, dice que mamá está muy mayor para pretendientes, pero ya sabes cómo son los hombres. Nunca es demasiado tarde para tener pretendientes. Pero Lali prefiere alejarse un poco. La separación de Octavi fue traumática, él la amenazó con dejarla sin la mitad del local que le correspondía. Y Lali tuvo que acabar en manos de abogados. En el notario tuvieron lugar algunas escenas desagradables con unos y otros y Octavi la miraba como si fuera la bruja mala. Como siempre, como todos. Todos los roles, por malos que sean, terminan deviniendo costumbre. Uno se acostumbra a asumir el papel que le toca en la vida. Y a Lali estaba claro que le había tocado el de mala. Y precisamente ella habría querido vivir sin herir a nadie, pero por lo visto eso es una quimera, parece que a cada paso que das aplastas como mínimo una hormiga. Lo último que le había dicho Octavi había sido, te arrepentirás. Y cuando se lo dijo ya no sonreía como al principio de conocerse, ya no la tenía por la mujer más bonita del mundo como le había dicho al verla por primera vez, sino por una desgraciada, que es lo que le espetó al final. Lali sonrió cuando se lo dijo. No es que no le hubiera afectado el insulto, pero se había convertido en una gran experta en fingir indiferencia. Y mira que se había sentado a explicárselo bien el día que le había dicho que se marchaba. Se habían pasado toda la noche hablando. Y Octavi le decía, si así vas a ser feliz, vete, yo solo quiero tu felicidad. Y, cuando Lali sonreía porque le parecía que Octavi lo había entendido, él le decía, pero nadie te hará feliz porque tu sitio está a mi lado, tú y yo estamos predestinados, eres mi musa. Después añadió que lo de donar los libros era broma, que podía quedárselos, que ya buscarían dónde meterlos. Entonces Lali le decía, pero es que no soy feliz, Octavi, tengo que buscar otras cosas, ver mundo. No le decía es que no soy feliz contigo porque no quería hacerle daño, pero intentaba explicarle que necesitaba escapar. Y entonces él decía aquello de, si así vas a ser feliz, vete, y cuando Lali contestaba, muy bien, entonces él se echaba atrás y le decía que solo sería feliz a su lado y que era su musa. Un círculo vicioso que se complicaba cada vez más y Lali comenzaba a hartarse, estaba muy cansada y no tenía ganas de nada. Y al final lo dijo, basta, Octavi, no quiero vivir contigo, no te quiero. Lali no termina de saber qué es querer, pero la frase fue efectiva y Octavi se calló. Y ella pudo marcharse. Regresó a su ex casa un par de veces con los mellizos, que la ayudaron a llevarse todo lo que le pertenecía y, sobre todo, los libros, que pesaban mucho. —Ah, mira, las gafas... Su padre las levanta, victorioso. Lali lo mira, no parece que haya envejecido por el aspecto físico, pero sí por detalles como ese, porque las gafas han pasado a ser el centro de su mundo. Y, quien dice las gafas, dice cualquier otra cosa que antes para él habría tenido una importancia relativa, como por ejemplo el rinconcito del patio que se ha organizado con Laura, con dos sillas de esas para tumbarse donde pasan las tardes de verano charlando, leyendo. Al lado de Laura se le ve feliz, y eso es lo que importa, piensa Lali. —Espera un momento... ¿Te dice algo Jordi Rigual? Su padre la mira y piensa antes de contestar: —¿Quién es? Tenemos ese apellido perdido en algún punto del árbol genealógico... ¿Quién es? Lali apenas consigue reaccionar: —El pintor, papá, el pintor de la tele... Pere calla un momento y también Lali. Se miran intensamente, los dos, y Lali termina por decir: —Pinta el mismo tipo de cuadros. Exactamente iguales. Y se llama Rigual... Mucha casualidad, ¿no? —Pues sí, eso sí —admite Pere, frunciendo el ceño—. Si no me equivoco y el apellido es realmente de la familia... porque no sé exactamente de quién era, solo me suena. Lali se levanta de la butaca desde la que, hasta ese momento, veía la televisión. —Creo que han dicho que hay una exposición en Barcelona... Lo buscaré. —Sí, búscalo: tendría gracia que tuviéramos un pariente artista... Y que resultase ser el pintor de las manchas... Perdón, el pintor de la Carena nevada. Su padre le ha guiñado un ojo antes de salir. Lali ni siquiera se ha dado cuenta de que bromeaba porque, de pronto, está excitadísima. Siente un cosquilleo extraño en el pecho, como si su vida dependiera de ese pintor. Se levanta y se va directa a buscarlo en internet. Tiene el ordenador arriba, con todos los libros. Como Pere y Lali tenían muchos libros, decidieron limpiar el desván y montar estanterías para tener los libros ordenados. El espacio era muy bonito, pero oscuro, como quemado. Se ve que hubo un incendio, me lo explicó una vez mi madre, le dijo Pere mientras lo estudiaban para decidir qué hacer. Y por lo visto mi abuela, que se murió cuando yo era pequeño, casi se quema intentando salvar unos papeles que a saber qué tonterías contenían, parece ser que los había escrito ella. Y también un cuadro, el cuadro, vaya, ese que te gusta tanto, el de las manchas. Mi abuela murió poco después de aquel incendio. Lali empieza a tener la sensación de estar en medio de un círculo que tiene intención de cerrarse, aunque no sabe en qué sentido. Y cómo es que no me lo habías contado, lo del incendio, le recriminó a su padre aquel día. Porque tu madre y yo decidimos no alimentar más tu imaginación desbocada con el tema del cuadro. Era cuando hablabas sola, te reías a solas y hacías cosas muy raras. Solo faltaba la cara que ponías cuando mirabas el cuadro, si hasta parecía que salieras de este mundo. Ahora también la pones, pero ya eres mayor, ya te espabilarás. Pero entonces solo faltaba que te contásemos que se había salvado de un incendio por casualidad. Vivías en las nubes, hija. No estudiabas ni hacías nada. Su padre suspiraba y continuaba hablando, mi abuela fue la que sacó adelante el hostal que había aquí, que por lo visto fue de los más importantes de la comarca. Se llamaba Antònia, por eso la casa se llama así, casa Tònia. Lo tenía todo muy bien organizado y ganó mucho dinero. Lo que también molestó mucho al resto del pueblo. Eso y la historia turbia, se dice Lali sentándose delante del ordenador y encendiéndolo. Pero la historia turbia ha quedado así, no hubo forma de que su padre recordara lo que había pasado, aseguraba que nunca se lo habían contado. Y ahora la abuela ha muerto, qué lástima, a saber lo que podría haber descubierto, piensa Lali mientras escribe tres w y google en la barra del navegador. Quizá todavía pueda descubrirlo, se dice mientras teclea el nombre de Jordi Rigual asociado a la palabra pintor. Mientras el ordenador busca, Lali olfatea. Le encanta olfatear allí arriba. Ha desaparecido el olor a quemado y ya no se ve la piedra negra porque delante están las estanterías con los libros. Tiene un apartado con los libros de sus estudios. Si todo sale bien, dentro de un par de años habrá terminado. —Cuántas cosas se hacen con el ordenador, Mila —dice en voz alta. Mila vive en esa biblioteca, rodeada de libros. Su amiga imaginaria de siempre se ha hecho hueco allí arriba. Cuando Lali sube, habla con ella. Le comenta todo lo que hace, le habla de libros, estudios, escritura. De todo. Porque mira que pasa ratos allí arriba... En verano tiene menos tiempo porque siempre aparece gente a comer y a cenar en el restaurante. Pero el invierno es largo y los cursos comienzan en septiembre. Este ya es el tercer año que estudia en la universidad virtual y Lali piensa que, en dos años más, podrá licenciarse en historia. Eso sí, en verano madruga para escribir un rato. El verano pasado escribió un cuento y lo presentó a un concurso. Para su sorpresa, obtuvo el primer premio. Ahora ya ha escrito un par más. Ha presentado los dos a concursos, pero todavía no sabe nada. Todas sus historias hablan de la vida en los pueblos. No es cierto que la vida aquí sea fácil, le dijo un día Pere. Laura y yo nos conocimos en una reunión de vecinos para decidir qué se hacía en la calle, en la que pasa por delante de casa. Por entonces llevaba los apartamentos una mujer mayor que ya tenía ganas de retirarse, así que yo buscaba a alguien que se ocupara del trabajo y subí a la Carena para la reunión y también para eso. La reunión fue una especie de batalla de todos contra nosotros. Yo, que no asistía nunca a ninguna de las reuniones porque no vivía aquí, me encontré asediado por todos lados, no sabía cómo defenderme. Entonces Laura se levantó y me defendió. Querían hacerme pagar a mí lo que había que repartir entre muchos. Claro, cuando Laura se levantó, todos se sorprendieron porque no era el papel que le tocaba, ya que pertenecía al otro bando. Su padre sonrió, fue una defensa como la que hizo Marco Antonio de César, ya muerto, ante sus asesinos. Aquel día comenzó todo, hace muchísimos años. Dicho lo cual, su padre se sonrojó. Pues claro que se sonrojó, piensa ahora Lali, porque hablaba de hacía tantos años que los mellizos aún no habían nacido. Laura era hija del que solía marcar las tendencias en la Carena. Y la tendencia, en aquellos momentos, era hacer pagar las calles a los de casa Tònia. Los de la familia de Laura, de casa Romeguera, además de la casa donde vivían y la tienda donde hacían el pan, tenían una casa antigua en medio del bosque y muchas tierras. Habían reconvertido el conjunto en una casa de turismo rural de lujo con toda clase de atractivos para huéspedes que acudían a pasar los fines de semana. Todo el mundo la llamaba el hotel. Después de aquella reunión, Pere fue a darle las gracias a Laura. Ella le contestó que de nada y se miraron y pasó algo y fueron a tomar un café al bar del pueblo. Y allí los miraron todavía más, se enteraron de todo, explicaba Pere a su hija. ¿Seguro que no estás buscándote complicaciones?, le preguntó Pere a Laura. No me preocupa, repuso ella, mi padre cree que todo el mundo tiene que hacerle caso, yo también porque soy su hija. Pues yo no le hago caso, yo digo lo que pienso y hago lo que quiero y ya está. Pere le contó que vivía en Barcelona, que estaba casado y a punto de tener el segundo hijo, porque todavía no sabían que eran dos. Y también le contó que era catedrático en la universidad. Y después hablaron de los apartamentos. Tu tío Robert Segundo te hizo un buen regalo al morirse, ¿eh?, se ve que le dijo Laura. Sí, respondió Pere, pero ahora tengo el problema de que la mujer que los lleva está mayor, lo quiere dejar y los atiende cada vez peor. No sé si vender los apartamentos o buscar a otro que los revitalice. Si sabes de alguien, avísame. Fue la excusa para pasarle el teléfono, solo el teléfono fijo porque en aquel momento los móviles eran ciencia ficción e internet todavía más. Laura le explicó que administraba las fincas de su padre. Es una merienda de negros, le dijo poniendo los ojos en blanco. Pere pensó, lástima, esta chica me iría bien para los apartamentos, pero no dijo nada porque le pareció excesivo. Se despidieron dejándose una huella imborrable. No habían pasado ni diez días cuando Laura telefoneó para decir, mi padre me ha despedido, si quieres, soy toda tuya. Se refería al trabajo, claro, decía Pere con una sonrisa maliciosa, pero a mí me dio la impresión de que quería decir algo más. Y subí y hablamos de negocios. Laura lo reformó y lo arregló todo. Otro día nos tomamos un café y esa vez ya vi que, definitivamente, no podría huir de aquella mirada profunda. Esas cosas a veces se notan, ¿verdad, Lali? Y Lali contestó que sí pero pensó, también te equivocas y resulta que la mirada solo era impactante, pero no profunda, y es que estaba pensando en las técnicas de seducción de Octavi. No obstante era evidente que, con la mirada de Laura, Pere no se había equivocado. Por lo visto se enrollaron ya la segunda vez que Pere subió, cuando Laura ya gestionaba los apartamentos. No pude más, confesó Pere, aquella mujer era superior a mis fuerzas. Y después no sabía qué hacer con tu madre, no sé, no me atraía, no sé si es porque ya había conocido a Laura o qué, pero no me atraía nada. Imagínate, y con los críos recién nacidos y tú, que eras una niña problemática y tantas otras cosas, era imposible desentenderse, solo podía subir muy de vez en cuando y con suerte, porque en una ocasión tu madre me obligó a subir contigo. Sí, dijo Lali, fue la única vez que vi la Carena de pequeña. Después ya fue cuando estabais a punto de separaros y ya no disimulabas. Hablaban de todo esto un anochecer delante de la chimenea. Imagina cuánto tiempo perdido, prácticamente toda una vida. Laura sonreía y abrazaba al padre de Lali por detrás, pero ha valido la pena, decía, míranos ahora. Y, además, Lali está con nosotros, Lali, que ha reconvertido en restaurante la casa aquella con la que no sabíamos qué hacer. Qué más queremos. Qué diferente es Laura de mi madre, pensaba Lali. Laura es rubia; Sílvia, morena. Laura es tranquila, Sílvia siempre anda atolondrada. Claro que Laura había tenido siempre una vida mucho más tranquila que su madre y no debe de ser agradable que te abandonen por otra. Bueno, quizá la vida de Laura no había sido tan tranquila, pero dentro de casa sí, porque le había tocado la parte amable del padre de Lali, aunque fuera al cabo de un montón de años y en momentos esporádicos. Mientras, Laura se peleaba con su propio padre porque las estacas eran suyas. Es el colmo, decía Laura moviendo la cabeza de un lado a otro, mirad lo que hace, va poniendo estacas para reducir el terreno porque el de al lado es suyo. Lo hace para ver si no nos damos cuenta y se queda así. Cuando trabajaba para él quería que lo hiciera yo y como yo le decía que ni hablar, salíamos a discusión diaria. El padre de Laura era muy mayor pero, en verano, continuaba clavando estacas. Además las clavaba de noche, a escondidas, y alguna vez lo habían visto desde la ventana o desde la era misma. Como está sordo no nos oye, decía Laura con tristeza, arrastra los pies y camina encorvado, pero continúa clavando estacas, es la obsesión de su vida. Y tu madre qué le dice, preguntó Lali. Mi madre no se mete, está hasta el moño, de eso y también de que mi padre no quiera ni verme. Pero ella y yo sí que nos vemos y tenemos una relación normal de madre e hija. Vete a saber hasta cuándo durará. Duró hasta que el padre de Laura murió. Se fue a la tumba sin haberse reconciliado con su hija, sin haber querido hablarle, siempre la llamaba traidora porque se había ido con el amor del otro bando, del bando de los ricos, eso también lo decía siempre. Le preocupaba poco que fuera un hombre casado, lo más importante, decía, era que fuese rico. Y por qué me llaman rico si yo no tengo tanto dinero, se quejaba Pere. Pues porque hubo un tiempo en que en tu casa fueron ricos y os ganasteis el mote, explicaba Laura con resignación, por nada más, en estos momentos mi padre y mis hermanos tienen mucho más dinero que tú, piensa que tienen el hotel. Lali escuchaba esas conversaciones con curiosidad. A ella le afectaba relativamente la división de la Carena, ella era de otra generación, de la generación que finge tener superadas todas las historias de los antepasados, de la generación que habla de cómo va el trabajo y cómo van los estudios. Además, como Lali compra al por mayor, tiene el espíritu tendero del pueblo a su disposición, a todo el mundo le interesa quedar bien con ella, incluso a los de casa Romeguera, que son los de la familia de Laura y los que tienen la tienda y venden el pan. Lali normalmente compra fuera de la Carena pero, claro, hay cosas como el pan que las compra directamente aquí, se lo guardan y se lo cortan, cuántos redondos te llevarás hoy, nena, la llaman nena aunque pasa bastante de los treinta y eso le hace gracia, pero Fina, la tendera, que es sobrina de Laura, no se corta un pelo, la inunda de sonrisas y halagos. Pensará que no tienes la culpa de ser rica, le decía después Laura con cierta ironía. Y tampoco tienes culpa de la historia turbia. Cuál es la historia turbia, esa es la cuestión. Nadie la conoce. Parece que ocurrió durante la guerra civil y que separó para siempre a las dos familias más poderosas del pueblo. El tío de su padre, Robert Segundo, no quería hablar del tema, según decía Laura, y era el único que estaba al corriente. A la abuela Eulàlia no quisieron contárselo cuando pasó porque era demasiado pequeña, Pere siempre cuenta que la habían mandado a estudiar fuera muy pronto y durante la guerra habían muerto tantos que todo se quedó en una historia turbia más. La guerra lo cortó todo, lo dividió todo. Y todos callaban. Y se llevaron a una tía para matarla, decía también, pero se llevaban a tantos que no se sabía qué había pasado en realidad. Seguramente, decía Laura, se trataba como siempre de un pique entre bandos opuestos durante la guerra. La guerra, mejor olvidarla. Es lo que dicen los mayores. Lali pulsa el botón del Google y encuentra lo que busca, Jordi Rigual, pintor. Hay varias entradas, elige una que parece contener novedades. Una biografía y la noticia de la exposición. Tiene quince días para ir a verla, en una sala de Barcelona. Se apunta dónde y también anota los días y las horas en que estará el pintor porque de eso se trata. Después, ojea la biografía: la fotografía muestra a un hombre vulgar, de cabello oscuro y mirada fija en la cámara. Y la media sonrisa que ponen los que no saben qué hacer cuando los fotografían. Pero, se dice Lali, si ha pintado esos cuadros no debe de ser un hombre vulgar, no, Mila. 7 A veces me quedo horas y horas contemplando este cuadro y no me doy cuenta de que pasa el tiempo y tienen que venir a despertarme. Es la Carena. Y nieva, dije inmediatamente cuando me lo enseñó la primera vez. Pues claro que es la Carena, dijo él con una sonrisa, retirándose los pelos que le caían sobre los ojos. Es para ti, si lo quieres. Se me saltaron las lágrimas sin quererlo, era más de lo que podía esperar, oh, gracias, me salió del alma. Estábamos en la era y Miquel estaba dándole los últimos retoques. Después pasó lo del borde del camino del Grèvol, donde mi hermana había visto a Pepa arrastrándose y donde a mí me había recorrido un escalofrío que se intensificó aún más cuando pensé que estábamos muy cerca de casa de Roser. Desde que se había casado no habíamos vuelto a verla. Hacía ya más de tres meses. Enviaban al chico a comprar y, de vez en cuando, Ciri se pasaba por las partidas de cartas del hostal. Cuando le preguntabas por Roser, se limitaba a gruñir. Mi madre sufría en silencio por Roser y yo también. Las mujeres siempre sufrimos en silencio y los hombres dicen las cosas en voz alta, pero esta vez pensé que no podíamos continuar así y que las mujeres teníamos que hacer algo. Como Robert no quería acompañarme porque decía que no quería enfrentarse a Ciri y a mí ya me iba bien porque desde que bebe tanto no vale para nada, Miquel se ofreció a ir conmigo porque también estaba preocupado. Mi primo no va a casa de mis padres, de sus tíos, porque dice que, pudiendo permitírselo, prefiere la vida del hostal. Y así es como vino a casa. Y así es como una noche, mientras cenábamos, se ofreció a acompañarme y como yo, en cuanto lo oí, miré instintivamente a Robert y a la abuela, que todavía vivía pero ya estaba sorda y no oyó nada. Y Robert se hizo el desganado, ve con tu primo a donde quieras, mujer, que yo tengo trabajo y allá tiene que acompañarte un hombre, ya sabes cómo es Ciri. Ya sabes cómo es Ciri, no se equivocaba Robert. Todos sabíamos cómo era Ciri y, más que nadie, mi madre, que suplicó a padre que no dejara que Roser se casara con él, se lo suplicó tanto que se llevó un par de tortas, según me explicó ella misma en un momento de propensión a las confidencias que habitualmente no tenía lugar. Pero aquella boda había desestabilizado a mi madre y nadie entendía por qué mi padre continuaba insistiendo. Todo el pueblo lo comentaba, todos se habían compadecido de Ciri cuando creían que otro había matado a Pepa, pero ahora que Roser tenía que casarse con él todos se compadecían de ella porque una cosa son las bofetadas que de vez en cuando recibe una mujer por una pelea o un día malhumorado de su marido y otra muy distinta eso de dejar a las mujeres tan malheridas por una paliza, que no era solo Pepa, sino también la abuela de casa Ciri, ya difunta, que lo sabía todo el mundo. Y hasta los animales andaban de capa caída. Nos lo ha pagado muy bien y nos hacía falta, confesó al final mi padre a mi madre, como si fuera al revés, como si a Ciri le tocase pagar la dote porque decía que allí, solo con el mozo en una casa de payés donde nadie quería vivir, necesitaba una mujer; y además, había prometido no tocarle un pelo a Roser, no hacerle nada, solo darle un bofetón de vez en cuando, como hacían todos, eso es lo que había prometido Ciri y es lo que mi padre había creído. Dile algo, Tònia, me había pedido llorando mi madre, dile algo a ver si consigues que ref lexione. Me lo decía como si yo fuera quién sabe quién, y yo no era nadie o no debería serlo, aunque desde hace un tiempo el hostal de Robert ya no se llama el hostal de Robert sino el hostal de Tònia. Hasta la abuela lo llama así, hasta ella me llama ahora señora. Y ser la señora del hostal comporta cierta categoría, algo de lo que me he dado cuenta desde que lo soy, toda la Carena me mira de una manera diferente y saben que allí soy yo la que manda y siempre le dicen a Robert o a Tineta, díselo a Tònia, ¿eh?, porque si los encargos no pasan por mí es como si no llegaran a donde tienen que llegar. Pues yo, la señora del hostal de Tònia, fui a ver a mi padre un día con Robert Segundo en brazos porque todavía era muy pequeño. Era por la tarde. Mi madre y Roser, cuando me vieron, desaparecieron inmediatamente y se llevaron con ellas al niño y a Hereu. En el comedor solo quedó mi padre. Me armé de valor y le pregunté si estaba seguro de querer casar a Roser con Ciri. Yo estaba metiéndome en un terreno que no era el mío y lo sabía de sobra. No te metas, Tònia, me advirtió mi padre. Por qué no deja que elija Roser, se me ocurrió decirle. Se echó a reír, una mujer decidiendo su matrimonio, vamos, Tònia, adónde iremos a parar, ¿no ves que elegiría al primer desgraciado que pasara por aquí? Tú habrías elegido a un desastre. Y, en cambio, mira qué bien casada estás, ahora tienes categoría y eres la señora del hostal. Roser también tendrá categoría porque será la señora de una casa con posibles. Con posibles quería decir con dinero. Intenté quejarme, pero Ciri le hará daño. Mi padre me espetó con voz atronadora, Ciri me ha dado su palabra de hombre que no tocará a Roser. Basta ya, Tònia, no es asunto tuyo. Ahí se acabó la conversación. No había nada más que hablar. Después intenté tranquilizar a mi hermana diciéndole que Ciri había prometido que no la tocaría, que no lo haría, que no sufriera. Fue un poco como si yo también me conformase con lo que me habían dicho, como si lo creyese. No lo sé, vaya, no sé qué fue exactamente. Y se casó y se marchó a lomos de un burro que Ciri había utilizado expresamente para llevarse a casa a su nueva mujer. Era el mismo que hacía unos años se había llevado a Pepa. Me vino a la cabeza mi amiga muerta cuando vi marcharse a Roser con aquella mantellina blanca que la cubría toda, porque Pepa, años atrás, también se había marchado con una mantellina bordada por su abuela. La de Roser la había bordado mi madre, y a mí se me saltaron las lágrimas cuando vi desaparecer a Roser pero, sobre todo, cuando vi su cara de angustia. No tengas miedo, parece que le dijo Ciri unos días antes de la boda, me gustas tanto como pronto te gustaré yo a ti, me contó Roser que le decía y le sonreía enseñando los pocos dientes que le quedaban, se ve que se le caen todos y no sabe por qué, terminó mi hermana. Y me sonrió de un modo que no sé, Tònia, no me gustó nada, es que a mí este hombre no me gusta. ¿Por qué las mujeres no podemos elegir con quién nos casamos? Nos dicen que sí, que elegimos nosotras, pero no es verdad, no lo hacemos, porque antes de que tengamos tiempo de decidir ya nos han liado con alguien que se ha encaprichado de nosotras y nos dicen que es por nuestro bien. Si a mí me hubiese gustado algún joven del pueblo o de Saltamartí o de donde fuera, quizá habría podido decir que me gustaría casarme con él. Pero antes de tener tiempo de sentir nada de eso, ya estaba casada con Robert. Y ya me había pasado todo lo que me ha pasado. Ahora que Robert bebe tanto me abraza muy pocas veces por la noche, normalmente se queda dormido como un tronco y, eso sí, hace tanto ruido que me cuesta dormir, tanto ruido que me he inventado unos tapones con la cera de las velas para ponérmelos en las orejas y resulta que van la mar de bien. Cuando el cura me dijo que me quedara con los libros que le mandaban, por poco me desmayo. Eran muchos. No sé dónde meterlos, me dijo, en tu casa estarán mejor, hija mía. Es que yo tampoco sé dónde meterlos, pensé enseguida, pero no dije nada, me mordí la lengua y solo pronuncié una palabra emocionada, gracias. De vuelta a casa iba pensando dónde los metería y al final se me ocurrió que el desván podía ser una buena idea, estaba sucio y lleno de telarañas y guardábamos allí la paja, todavía la guardamos, pero seguro que cabe en una mitad y la otra mitad puede aprovecharse para guardar los libros. Dicho y hecho, o, mejor dicho, pensado. Llegué a casa con las ideas claras y enganché a Robert a escondidas de la abuela, no quería que aquella mujer la liara si resultaba que aún oía algo. El cura me ha pedido que le guarde los libros, dije tergiversando un poco la situación, y, claro, no puedo decirle que no, así que he pensado que en el desván quizá quede un rincón para meterlos. Robert me miró como si no creyera lo que escuchaba y después, con total resignación, me dijo, haz lo que quieras, Antònia. Pero no pudo evitar añadir, muy bien de la cabeza no estás, mujer. No dijo nada más, no podía decirlo, hacía ya tiempo que descuidaba el campo y casi no atendía a sus tareas. Lo único que hacía con una precisión extraordinaria era jugar a las cartas con los otros hombres por la noche, y al campo iba a media mañana y volvía hacia media tarde. Pasaba allí un rato que, con el tiempo, se había convertido en un ratito de nada. La abuela estaba cada vez peor y, poco a poco, nos habíamos quedado solo Tineta y yo para trabajar y llevar el hostal. Al final me irá bien haberte enseñado letras y números, le decía a la chica, que ya hacía tiempo que vivía con nosotros. Puedes ocuparte del mostrador, de cobrar y de anotar los encargos, puedo dejarte sola. Tineta era como una hermana pequeña y sonreía y la veía feliz. Ha estallado una guerra, anunció Miquel cuando llegó al hostal. Nos quedamos helados. No, nosotros no estamos metidos, por lo visto somos neutrales. Lo decía con sorna y yo aquel día no entendí el porqué. Después entendí que a Miquel le gustaba darle vueltas a las cosas, pensar en voz alta, y se iba a la era a hacerlo, por qué no salís afuera a charlar, nos decía a nosotros, y Robert, Tineta y yo nos quedábamos con la boca abierta porque no entendíamos de qué quería charlar pero al final salíamos porque nos sentíamos obligados, al fin y al cabo era un huésped y, por muy primo que fuera, pagaba religiosamente y debía tener derecho a un poco de atención. Él se sentaba en el suelo y apoyaba la espalda y la cabeza en el banco, en el banco donde escribo siempre que hace buen tiempo, y allí se arrancaba a hablar de lo que pasaba en el mundo y de lo que pasaba en Barcelona y de todo. Este siglo nos traerá problemas, decía, solo nos faltaba una guerra mundial. Pero has dicho que nosotros no participamos, ¿no?, pregunté con un hilillo de voz. Sí, pero no llegará nada a ningún lado, pronto seremos pobres. Aquí no lo notaréis tanto, pero allá abajo, lo notarán pronto, ya lo veréis, en la ciudad hay mucha relación con Europa, cosas de negocios, ya sabéis. Cuando decía en la ciudad no se refería a Serd, sino a Barcelona, donde vivía. Y cuando decía cosas de negocios, yo me daba cuenta de que lo decía así porque sabía que no lo entenderíamos si especificaba o que le tocaría extenderse demasiado para intentar explicarnos lo que quería transmitir. Robert acababa dejando escapar un tímido buenas noches y desaparecía. Yo pensaba que tiempo atrás me habría obligado a acostarme con él, me habría dicho, vamos, mujer, pero para entonces ya no decía nada, me dejaba a mi aire, y Tineta y yo nos quedábamos escuchando a Miquel, que nos contaba cosas de otro mundo que ni siquiera sabíamos que existía. Pero a mí cuando realmente me gustaba acercarme a Miquel era cuando pintaba. De noche, cuando hablaba, ponía una cara y, de día, cuando pintaba, otra. De noche, la destensaba. De día, su rostro se concentraba tanto que te arrancaba una sonrisa, apretaba los labios y arrugaba la frente y un mechón de pelo le tapaba el ojo izquierdo. Se arremangaba y se ponía manos a la obra. Pintaba bajo la sombra del manzano, del que después Tineta recogía los frutos, y yo sonreía solo de verlo porque me hacía gracia. Aquel verano, con él en el pueblo, todo era diferente. Y a mí solo me preocupaba Roser. Para ir a casa de Ciri nos vestimos como si fuéramos a la guerra esa que decía Miquel que había estallado. Llevábamos comida para todo el día y el burro. Casa Ciri no está demasiado lejos pero, dadas las circunstancias, no se sabía lo que podía pasar. Robert nos miraba mientras nos ocupábamos de los preparativos y, antes de irnos, aún me dijo, ¿seguro que tienes que ir, Antònia? Es mi hermana, respondí subiéndome al animal y sin hacerle mucho caso. Nos despedimos y nos pusimos en camino. Llegamos a casa Ciri al cabo de tres cuartos de hora. Aquella casa de payés solo la había visto una vez, cuando era pequeña y había ido con mi padre por alguna razón que ya no recordaba. No había cambiado nada, la casona se mantenía tal cual, impasible, de cara al sol como si quisiera absorber hasta los últimos rayos. Qué haces al sol, me había preguntado un día sonriente Miquel mientras yo escribía en el banco, si te viera una mujer de Barcelona te diría que afea porque pierdes la blancura de la cara. Me toqué las mejillas y me sonrojé. Miquel lo arregló enseguida, pero a mí me gusta y debe de ser sano porque, mira las plantas, sin sol no crecen. Y acabó diciendo, además, a ti te sienta muy bien la piel morena. Volví a sonrojarme. Él me acercó una mano a la mejilla. No llegó a tocarme pero la acercó tanto que noté como si me hubiera acariciado. Me estremecí. Entonces escuchó con atención. ¿Oyes?, preguntó, el cuco canta. Eso quiere decir que ya no nevará más, respondí sin pensar, repitiendo algo que siempre se había dicho en la Carena. Miquel se echó a reír. Pues claro que no nevará, estamos a finales de marzo. Aquí nunca se sabe, repliqué. Y si no se escucha cantar al cuco es porque todavía falta la nevada del cuco. Se quedó mirándome. Me gusta, eso de la nevada del cuco, concluyó. Y mientras lo decía volvió a escucharse el pájaro, cu-cú, cu-cú. Pero, tranquilo, este año ya ha caído, dije. Y la pintaste. Y la miro todos los días. Lo dije todo a trompicones, me salió así, y luego me dije para mis adentros, Tònia, hablas demasiado. Él no respondió nada. En todo eso pensaba yo mientras nos dirigíamos a casa Ciri, yo en el burro y Miquel a pie. Pero en cuanto llegamos, ya no pensé en nada de eso porque noté que el corazón me latía con fuerza y por otra cosa que no era ninguna sutileza. Allí, detrás de las gallinas que picoteaban maíz en la era, dentro de aquella casa inmensa, debía de estar mi hermana Roser. Bajé del burro y me aproximé lentamente mientras oía los pasos de Miquel muy cerca, detrás de mí. Llegaban ruidos del interior de la casa, era evidente que alguien andaba atareado. Y, de pronto, una cara en la ventana, la de Roser. Un grito, el ruido de bajar la escalera. Eché a correr y cuando estaba a la altura de la puerta de entrada mi hermana se abalanzó sobre mí, me abrazó entre lágrimas después de decirme, Tònia, Tònia, Tònia, muchas veces seguidas. Roser no tenía morados, solo una cara ojerosa y extraña. Extraña como si hasta ese momento hubiera estado triste y se hubiera alegrado solo de verme, de vernos a los dos, a Miquel y a mí. Estaba un poco más flaca, eso sí, pero una mujer siempre adelgaza cuando se casa. Cuando yo me casé, no tardé ni dos meses en quedarme como un palo, todos me lo decían por la calle, cómo has cambiado, Tònia. Pues ahora la flaca era Roser. También le dio un beso al primo Miquel, no podía dejar de llorar y entre lágrimas dijo, lo último que esperaba era verte aquí. Nos miró a los dos, bueno, lo último que esperaba era veros a los dos aquí y, ya veis, ahora no puedo parar de llorar. Entrad, entrad. Entramos. Cruzamos la parte oscura de la casa y nos dirigimos a la cocina. Ciri no está, dijo Roser, ha ido al bosque a por leña con el mozo. Cómo te trata, pregunté enseguida. Roser se secó las lágrimas con el delantal, bien, bien, me trata bien, decía, pero esquivaba mi mirada. No me mientas, Roser, cuéntame qué te hace. No me hace nada, me refiero a que no me hace nada que no tenga que hacer un marido a su esposa, ya sabes. Se sonrojó un poco y Miquel aprovechó para decir que salía a la era a esperar que acabásemos de hablar. Pero te pega, insistí. No, no, no, qué va, no. Entonces estás bien. Sí, dijo ella. No sé por qué, no la creía, qué hará que a veces las mujeres tengamos un sexto sentido que nos hace ver más allá de lo que se ve con los ojos. Es decir, sí que la creía cuando me decía que no le pegaba, pero nada más, no me creía que estuviese bien, a Roser le pasaba algo, algo le rondaba por la cabeza y no quería decírmelo. Le pregunté si estaba preñada y me dijo que no. Se frotaba las manos nerviosamente y miraba al suelo, se había puesto el pañuelo a todo correr cuando había bajado a recibirnos y ahora volvía a atárselo. Miró por la ventana y dijo, mira, ya viene Ciri. Entonces me miró y tomó una decisión, ven, sígueme, me dijo deprisa. Se había secado las lágrimas y la acompañé a donde me decía. Fuimos a un rincón de la sala contigua, oscura. En aquel rincón había una escopeta y Roser la cogió para sacarla a la luz. Mira, está nueva, solo tiene tres años. Ah. Me quedé pasmada, ¿qué quería decir con eso? Roser vio que Ciri se aproximaba y se ponía a hablar con Miquel. En voz baja y precipitada me dijo, Ciri me contó que tenía una pero la había perdido y se había comprado otra igual, esta. Y mira, Tònia, es la misma clase de escopeta que la que mató a Pepa. Dijeron que era una de estas, ¿te acuerdas? Hay muy pocas... y la de Pere Major era otra pero alguien se la cambió y él insistía todo el rato en que aquella no era su escopeta, ¿te acuerdas, Tònia, te acuerdas? y Ciri no tenía ninguna, dijo que él no tenía escopetas en casa, que no le gustaban, me acuerdo como si fuera ahora mismo porque a mí lo de Pepa me entristeció mucho, Tònia, éramos amigas, ya lo sabes porque también era amiga tuya. Y después de lo que vi en el bosque, ya ves. Roser respiraba con angustia y casi se ahogaba y yo no recordaba nada pero le dije que sí, que sí, porque, de hecho, no necesitaba recordar nada después de lo que me había contado un día Tineta haciéndome prometer que no se lo diría a nadie, y no se lo había dicho a nadie y tenía un peso en la conciencia que no sabía cómo quitármelo de encima porque si hubiera hablado quizá habría impedido que Roser se casara con Ciri, pero antes me había detenido la palabra de honor dada a Tineta y ahora me detenía la reacción de Roser si se enteraba de que se lo había ocultado. Me sentía una bruja y eso que antes de la boda había cogido a Tineta y le había dicho, tenemos que hacer algo porque mi hermana se casará con Ciri, pero Tineta me había tranquilizado asegurándome que no pasaría nada porque si Ciri mataba a otra esta vez se notaría que había sido él y, por tanto, no lo haría. Y que si hablábamos de más, se escondería en los bosques y después vendría a por nosotras, y también a por Roser, y nos mataría a todas, y tú no querrás eso, ¿no?, concluyó. Pues claro que no. No sé cómo me convenció. Quizá en el fondo del corazón creía que Tineta se había medio inventado todo aquello de Ciri. No lo sé, pero a veces no sabes en qué sentido se contraerá el alma humana y, pasado cierto tiempo, ni tú misma sabes por qué has hecho algo. Tú, que te tenías por valiente, no sabes por qué antepusiste el miedo a todo lo demás en lugar de defender a tu hermana. Vino Ciri y yo no sabía cómo tratarlo. Porque, sabiendo lo que sabía, me costaba tratarlo con normalidad. Mi madre siempre me lo decía, soy demasiado sincera, se me ve todo en la cara, pero de niña no debía hablar, al contrario, tenía que callar porque las niñas bien educadas no abren la boca. Pero ya era mayor, bastante mayor, y tenía que hablar, tenía que saludarle, tenía que decir algo. Al fin y al cabo, al casarse con Roser, se había convertido en mi hermano. Pero cuando lo tuve delante me di cuenta de que no podía articular palabra. Él me sonrió y se le vieron todos los huecos de la dentadura. Se me revolvió el estómago, madre de Dios, estaba delante de un asesino, estaba clarísimo, tenía pruebas, pruebas que me habían entrado por los ojos hasta el cerebro, pruebas que se habían convertido en una bola oscura que me oprimía la razón y no me dejaba pensar con claridad, pruebas que todavía debía analizar con tiempo. Hermana, ¿estás bien?, te veo muy pálida, dijo Ciri. Yo no sé cómo estaba, pero entonces vi a Roser. Roser, que se había colocado detrás de su marido y me dirigía una mirada llena de pavor. Reaccioné inmediatamente. No fuera que por mi culpa Ciri sospechara que sabíamos algo y se tomara la revancha con su mujer. No me lo habría perdonado jamás, así que cambié de actitud, el viaje me ha mareado un poco, ya sabes, es largo. Ciri se echó a reír, pareces una señorita de ciudad, Tònia. Nunca he parecido una señorita de ciudad. A mí me gustas más así, me gustan tus manos acostumbradas a trabajar, dijo Miquel durante el camino de regreso, y mira, también me gusta eso, dijo señalando un bultito que tenía en el tercer dedo, porque significa que escribes. Lo miré sonriendo, si era señal de escribir, me gustaba tener aquel bultito. Miquel y yo regresábamos a pie y nos apresurábamos porque no queríamos que se nos hiciera de noche, pero yo no quería ir en burro, prefería caminar y, además, llevaba metido en la cabeza el comentario de Ciri sobre la señorita de ciudad. Roser y yo no habíamos podido hablar más. Nos habíamos encerrado en la cocina, sí, pero Roser me había pedido silencio por gestos. Si nos oye hablar en voz baja, después querrá saber qué nos decíamos, me dijo deprisa. Así que dejamos el tema. Habíamos comido y habíamos charlado del campo y de la vida de payés. Allá en el pueblo se vive diferente, decía Ciri, siempre tenéis lo que queréis. Aquí tenemos que hacerlo nosotros o mandarlo a buscar, ¿verdad, mujer? Él también llamaba mujer a Roser y yo pensaba que ella no iba nunca a buscar nada porque siempre estaba allí encerrada. Voy yo a buscar lo que sea y así juego a las cartas, decía Ciri, y se echaba a reír. Roser se mantenía impasible, solo de vez en cuando parecía como si quisiera sonreír. Esquivaba mi mirada, debía de tener miedo de que la pusiera en un compromiso. Era Miquel quien tenía que llevar el peso de la conversación, hablando del tiempo y del campo, hasta que había llegado la hora de marcharse. Y yo no había podido intercambiar más palabras con mi hermana. Ya te he dicho lo que te tenía que decir, se había limitado a decirme, ahora vete que tengo miedo, tengo miedo. Fue mientras recorríamos el tramo de camino que atraviesa el bosque. Miquel acababa de decirme lo del bultito de escribir y noté de pronto que las lágrimas me inundaban los ojos. Era un dejarse ir del todo, como si ya no pudiese más, y, al mismo tiempo, me sentía impotente porque no sabía qué hacer, todo el mundo me prohibía hablar y realmente no podía hablar si no quería que Roser pagara el pato y le pasara como a Pepa. Todo lo cual había hecho que me subieran las lágrimas a los ojos y primero intenté reprimirlas, pero Miquel me había visto. Qué te pasa, chica, me preguntó de pronto sin atreverse a tocarme. Me desahogué, sufro por Roser. Distinguí entre lágrimas su cara preocupada. No te preocupes, Tònia, dijo, no parece que vaya a tratar a Roser como trataba a Pepa. Quizá haya aprendido. No creo, repuse, y lloré todavía más fuerte. No podía contarle a Miquel que sabía que Ciri había matado a Pepa pero sí podía decirle que estaba asustada y lo hice. Entonces, se acercó y me rodeó los hombros con el brazo. Nos habíamos parado en mitad del bosque. Siéntate un momento, me dijo. Le hice caso y me senté. Entonces pasó un arriero y nos dijo, apuraos, pareja, que se os hará de noche. Aquel hombre, que seguro que no era de la Carena ni de Saltamartí porque no nos conocía y creía que éramos marido y mujer, pasó de largo después de dejarnos sin saber qué responder a aquello de pareja y de que nos limitáramos a decirle adiós. Como era verano los grillos habían empezado a cantar y se oía gritar a los murciélagos. Levanté la cabeza y, entre los árboles, vi un pedazo de luna. Y ahora contaré lo que pasó aquel día y que no debería contar, que no lo he escrito en ninguna parte porque hasta ahora no quería que nadie lo encontrara pero con el tiempo se me han borrado un poco los detalles y eso sí que no querría que pasara. De modo que espero que nadie encuentre estos papeles, al menos mientras viva. Pues pasó que yo dije, vamos, que nos perderemos, secándome las lágrimas y levantándome. Él no se movía, se había quedado plantado. Y entonces todo había cambiado. Todo. Él había terminado por decir, ¿sabes qué me pasa? Pues me pasa que nada importa si tú no estás a mi lado. Y entonces una vocecilla, que era mía y que yo no quería que hablara pero habló, contestó, a mí me pasa lo mismo. Y me horroricé inmediatamente por lo que había dicho pero no podía rectificar porque me había quedado muda. Entonces él se me acercó y quedó justo debajo de aquel trozo de luna que lo iluminaba y pensé, de pronto, que quizá solo viera a Miquel iluminado de aquella manera por un rayo de luna una vez en la vida. Y, sin quererlo, siempre sin quererlo, me acerqué a él. Y nos besamos un instante fugaz. Después nos separamos precipitadamente y echamos a andar de nuevo. Los remordimientos me comían por dentro mientras llegábamos al final del camino que conduce a la Carena. Ninguno de los dos hablaba, pero los dos éramos conscientes de que lo que acababa de pasar era muy grave. De que acabábamos de pecar y no de forma venial. Se me habían acabado las lágrimas, todas se habían secado, y contenía la respiración. Caminábamos muy rápido, como si nos persiguiera el demonio. Tirábamos del burro y lo jaleábamos, arre, arre, para no tener que decirnos nada entre nosotros. Pero incluso así el silencio era demasiado grande y aquel beso había tenido demasiada trascendencia. Al rato, Miquel dijo solamente, es que yo te quiero, Tònia. Y yo podría haber contestado que yo también porque era verdad, pero hice lo contrario porque tenía demasiado miedo. Dije, no digas disparates, Miquel, que estoy casada. No pronunciamos palabra. Al poco rato llegamos al hostal. Robert Segundo dormía y mi marido y la abuela empezaban a preocuparse. Se nos ha hecho tarde, nos excusamos. Miquel estaba muy callado, así que tuve que hablar yo. Roser de momento está bien, me limité a decir. Noté la mirada de Robert y la esquivé. No sabía qué hacer ni cómo tratarlo. Con lo bien que estábamos últimamente porque yo era la que mandaba en casa y también le mandaba a él. Y ahora resultaba que no sabía cómo tratarlo. Estoy muy cansada, dije. Me acosté y, antes de dormirme, me lamí los labios. Me pareció que todavía notaba el sabor que había dejado Miquel. Ya hace tiempo que no escribo en el banco. Ahora lo hago en la mesa del comedor a media tarde, cuando no hay nadie. Hace ya años que los huéspedes son diferentes. Cuando mi primo me dio aquel beso volviendo de visitar a Roser estaban construyendo la carretera y los primeros coches a motor empezaban a circular por la comarca. Iban a toda prisa de Serd a Carol, no tardaban ni tres horas, ya no hacía falta pernoctar en hostales, ya no había arrieros. Y qué haremos ahora, me preguntó, horrorizado, Robert ante la posibilidad de caer en la miseria. Déjame pensar, le contesté. Y, mientras pensaba, la respuesta me vino sola y rápida, porque gracias a la carretera había llegado la era del veraneo. Y, con el veraneo, el aire sano, la altitud perfecta para sanar problemas de pulmón. De repente, de mayo a octubre empezamos a tener dificultades para dar habitación porque había gente que, como había hecho Miquel, se instalaba a pasar el verano o a cuidarse la salud durante los meses de buen tiempo. Una nueva raza nos invadía sin miramientos en cuanto llegaba el buen tiempo. O se quedaban con nosotros o buscaban terrenos para construirse una casa. Otras personas de la Carena, viendo que esa costumbre del veraneo de los de ciudad podía tener futuro, empezaron también a alquilar habitaciones a los de fuera. Y así fue como la Carena cambió de fisonomía, se llenó de gente nueva que también tenía costumbres nuevas como salir de paseo o excursión, no para ir a algún lugar en concreto, no, sino por el placer de caminar o porque lo necesitaban por salud. Y se pasaban horas y horas delante del hostal, sentados en una silla, tomando el fresco. Y comenzó a pasar que nos pedían habitaciones y resultaba que ya lo teníamos todo lleno para todo el verano. Y entonces fue cuando le dije a Robert, tenemos que ampliar el hostal. Además, tenemos que hacerlo más cómodo. Y Robert dijo que sí porque ya siempre decía que sí a todo mientras le dejara pasarse las noches jugando a las cartas. Yo ya hacía tiempo que había contratado a un mozo, Quico. Entre él, Tineta y yo nos encargamos de hacer del hostal lo que es hoy. Tardamos un año en ampliarlo con nuevas habitaciones. Y acabamos poniendo un cartel enorme en la parte de delante que decía, Hostal de Tònia. De eso ya hace un año. Y hará tres de aquel verano de Miquel y Roser. De aquel verano desastroso. Miquel había intentado hablar conmigo cuando estaba sola y yo siempre me escapaba. No sé si huía de él o de mí misma, no estaba segura de poder resistirme a un nuevo intento por su parte de acercarse a mí o de volver a besarme. Cómo habría podido negarme; muy a mi pesar, aquel beso me había afectado para siempre. Mientras, me hice el firme propósito de arrancar a Roser de las garras de Ciri aunque la tratara bien. Tenía que hacer algo, tendría que contar lo que había ocurrido a pesar de la promesa a Tineta, pero por otro lado no quería alborotar el gallinero, no quería que Ciri supiera lo que yo sabía y decidiera vengarse de algún modo en la persona de Roser. También es cierto que cada vez me removía más la conciencia no haber impedido aquella unión, tenía miedo de que mi hermana se enfadara mucho conmigo si se enteraba y no quisiera volver a dirigirme la palabra, no habría podido soportarlo, quería a Roser más que a mí misma. Por lo tanto solo cabía una solución: sacar a Roser de allí antes de denunciar a Ciri. Que, cuando Ciri se enterara de lo que sabíamos, Roser ya estuviera lejos, muy lejos. De hecho, el único que podría haberme acobardado era mi padre, que siempre me daba miedo, pero, cosa curiosa, esta vez había dejado de importarme lo que pensara. Tal vez fuera que mi padre se hacía mayor y yo era joven y tenía el hostal. O tal vez fuera que Hereu había ocupado su puesto, era el amo de la casa y mi padre cada vez le dejaba más a su aire. Y desde que mandaba Hereu, mi padre caminaba por la calle arrastrando los pies. Tònia, tú no quieres a tu marido, tú me quieres a mí. Así de categórico fue Miquel el día que por fin consiguió pillarme en su habitación cuando entré a arreglarla. Había cerrado la puerta y me tenía atrapada. Volví a cambiar de tema, pero qué dices, Miquel. Mírame, dijo, mírame y dime que no me quieres. Si me lo dices, me iré y no volveré. Ay, cuánto dolían aquellas palabras, cuánto. No podía resistirlo, no podía pensar en que se fuera. Pero algo en el fondo de mi ser me decía que era lo mejor para todos, así que alcé la mirada y la dirigí directa a sus ojos. Y, una vez hecho, intenté decir, no te quiero, pero no me salió. Lo intenté con todas mis fuerzas pero notaba un peso en la lengua que no me dejaba pronunciar palabra. Y al final, en lugar de hablar, me eché a llorar. Tú no quieres a mi hijo, me dijo la abuela cuando se moría. De eso ya hace un año, pero fue antes de poner el cartel nuevo del hostal, y la mujer ya estaba muy enferma. El médico nos había dicho que se moría de vieja, que ya le tocaba. Pero recuperó el vigor las últimas horas para decirme eso. Había empeorado de pronto y yo había mandado a Quico a buscar a Robert a la taberna, no creía que la mujer aguantara otra hora, agonizaba, gemía y sufría. Me dolía verla sufrir, la abuela era la abuela aunque nunca hubiésemos acabado de entendernos. Y como ya era primavera, le pedí a Tineta que saliera a buscar amapolas. Mi madre siempre decía que las amapolas lo curaban todo, al menos, ayudaban a encontrarse mejor. Las preparé como me había enseñado mi madre y se las di a la abuela. Gracias a las amapolas durmió un buen rato y parecía que no le dolía nada. Pero después se despertó y vi que se moría y le dije a Quico que se apresurase, que le dijera a Robert que su madre se iba de este mundo. Mientras, le cogí la mano y entonces la mujer se puso a hablar. Y me dijo que yo no quería a su hijo y me quejé y contesté, pues claro que le quiero. Ella me pidió que me callara, deja de hablar que se me acaba el tiempo y ahora estamos solas, estamos solas, ¿verdad? Sí, contesté. Entonces me explicó una historia entre sus intentos desesperados por coger aire, mira, las mujeres de mi época no podíamos elegir con quién nos casábamos. A mí me casaron con el padre de Robert y nunca le quise. Tú tampoco has podido elegir. Robert es buen chico, los hay mucho peores, pero no es para ti. Yo tenía que estar de su lado, siempre estaba de su lado porque es mi hijo, me entiendes, ¿verdad? Parecía que me pidiera perdón por muchas cosas. Es el padre de mi hijo, dije por toda respuesta. Sí, pero tendrías que haberte casado con otro. Entonces, para mi sorpresa, se incorporó de cintura para arriba y me dijo de un tirón y con los ojos como platos, solo se vive una vez, chica, no dejes que la vida se te escape. Después cayó en la cama, cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Solo, segundos antes de que Robert apareciera en el umbral de la puerta, soltó, perdona por los niños. Su hijo entró cuando todavía no me había recuperado de la sorpresa de las últimas palabras de mi suegra. Robert se abalanzó sobre la moribunda y rompió a llorar. Al cabo de tres cuartos de hora estaba muerta. No dejes que la vida se te escape, había dicho. Y lo había dicho ella, que precisamente había dejado escapar la vida a conciencia. Hizo que volviera a pensar en aquel verano y en aquella escena en la habitación de Miquel, que entonces era la más bonita y ahora es de las pequeñas porque es de las antiguas. Me puse a pensar en aquella escena y en cómo había acabado y me preguntaba a qué se refería exactamente la abuela cuando hablaba de no dejar escapar la vida. Aquel verano hizo demasiado calor. Hasta en la Carena, donde estamos acostumbrados a no pasar calor, se instaló un aire tórrido que no nos dejaba dormir por las noches. No hacía falta manta, y eso, aquí arriba, es insólito. Fue un verano raro, todo se secaba y empezamos a temer que las fuentes dejaran de manar. Yo tenía a Roser en la cabeza, no sabía cómo sacarla de allí y, al final, envié a Tineta con una nota porque sabía que, en el caso de que la pillara, Ciri no sabía leer. Tineta me miró asustada, yo le había contado lo que me había dicho Roser sobre las escopetas. Señora, no querrá que nos mate a las dos, ¿no? ¿No me dijiste que Ciri no mataría a nadie más?, repliqué con una sonrisa vengativa. Sí, ya. Tineta no sabía cómo salir del aprieto pero no se atrevía a ir. Al final le dije, lee el papel, ahora que sabes de letras, ya verás lo que pone. Y Tineta lo leyó. Y ponía, Roser, no veo bien a padre y tal vez convendría que pasaras a visitarlo algún día. Cuando vayas, me avisas, y así yo también iré a verte. Tineta levantó la cabeza, pero si su padre está bien, solo arrastra un poco los pies. Tineta siempre ha sido una ingenua. Es una excusa, Tineta, es una pequeña mentira que me he inventado para que Roser pueda venir y hablar con ella. Pero Ciri sabe que su padre está bien. No lo sabe porque no lo ve, mi padre no sale a jugar a las cartas, repuse. Y de todos modos ya sabes que los hombres no comentan nunca el estado de salud de los demás. Tenía todo previsto, todo, para sacar de allí a Roser. Y le di el papel a Tineta, y el burro y ella se fueron al alba y regresaron a mediodía. Roser se ha asustado un poco, me dijo la chica, dice que vendrá mañana. La luz ya no parpadea cuando escribo. Cuando escribía a la luz de una vela cuando dormía con Roser, las sombras oscilantes me hacían compañía. Después, he escrito durante mucho tiempo fuera, en el banco. Y ahora, con esto de la electricidad, me gusta escribir dentro de casa, por la noche, en esta mesa larga, cuando todos están en la cama, todos menos Robert, claro, que sube tan tarde que no le veo, solo un momento por la mañana cuando, al poco de levantarme yo, se despierta. Y cuando se va, aprovecho para limpiar la habitación. Con los cambios en el hostal, también instalaron camas nuevas y en nuestro cuarto pusimos dos en lugar de la grande de antes. Esa ha ido a parar a la antigua habitación de Miquel, la que ahora utilizamos para los huéspedes de más confianza. Todo han sido cambios y costó lo suyo subir hasta aquí arriba todos los muebles. Sin la carretera habría sido muy difícil, mucho más lento. Pero ahora hay automóviles tan grandes que pueden cargar una cama entera e incluso más. A veces me acerco al paso a verlos porque no acabo de creer que sean tan grandes y que, encima, vayan solos, con un motor que ya sé que los empuja, pero sin necesidad de caballos. Sorprende darse cuenta de cómo avanza el mundo. Por la carretera pasa un automóvil de vez en cuando y alguna vez he ido a verlo porque es todo un espectáculo. No puedo entretenerme demasiado, pero un día sí, un día coincidió que pasó un automóvil mientras estaba allí. Era la primera vez que veía uno. Lo oí de lejos, de muy lejos, como un ronroneo que me llegaba a los oídos cuando seguramente todavía debía de estar en Saltamartí. Con el corazón en un puño, cerré los ojos y esperé. Como la carretera tiene muchas curvas, lo oía cada vez más fuerte y luego el ruido disminuía de nuevo y después volvía a subir y bajaba otra vez, hasta que fue acercándose y llegó a la última curva y salió de allí y lo vi y se me pusieron los pelos de punta de lo emocionada que estaba. Esperé y lo vi pasar. Dentro distinguí a un hombre y a una mujer muy bien vestidos que debían de ir hacia Carol. No creo que fueran hasta el Clot, porque al Clot no va nadie, queda a medio camino entre Serd y Carol pero tienes que desviarte para entrar. No, no debían de ir al Clot, y menos tan arreglados. Les dije adiós con la mano y la señora, amablemente, también me saludó. Se parecía a algunas señoras de esas que luego vendrían a casa en verano. Todo ha cambiado y también aquí, en casa. El desván se ha convertido en la biblioteca que estaba deseando montar. Allí, en una caja de cartón, guardo lo que escribo. Ya no me da miedo que lo encuentren, nadie sube al desván, solo el cura cuando viene a buscar o dejar libros, y de todos modos, quién leería esos papelotes. Nadie, no le interesan a nadie, solo a mí, y ni siquiera estoy segura de saber de verdad por qué me interesan o por qué me interesarán algún día. Solo escribo de vez en cuando, una o dos veces por semana. El resto de los días a esta hora leo. Me gusta sentarme delante del hogar cuando las llamas hacen chisporrotear los troncos por la noche y tragarme historias que ahora no solo me trae el cura, ahora me las traen también los que vienen de Serd o de Barcelona porque saben que me gusta leer. Pero el que me ha llegado más al corazón es aquel libro que leí cuando estuve enferma, aquel de Víctor Català. Hay otro, me dijo el cura, y me dio uno que se llamaba Solitud y me dijo que un día me contaría una cosa de su autor. Pero no hizo falta que me la contara él porque ya me la había dicho otra persona, un veraneante que me vio con el libro encima de la mesa. Era un hombre que siempre iba con sombrero y pipa, vino el verano pasado con su familia. Pues ese hombre me vio trajinar con el libro y me preguntó si me gustaba. Me sorprendió la pregunta, por aquel entonces todos los que venían de la ciudad hablaban de la guerra, parecía que no existiera nada más, y todavía hablan de ella porque aún no ha terminado y dicen que no terminará nunca. Pero desde hace cuatro años de lo que no se habla es de libros. Y a aquel veraneante parecía sorprenderle mucho que leyera libros y le expliqué que tenía unos cuantos y que sí, que me gustaba leer. Me pidió permiso para verlos. Se lo di avergonzadísima y lo acompañé al desván. Cuando vio las estanterías y todos aquellos libros tan bien ordenados, dejó escapar un silbido. Vaya, esto sí que no me lo esperaba, dijo frunciendo el ceño. Se acercó a una de las estanterías. Veo que es usted especialista en temas religiosos. Lo decía porque vio que abundaban los libros de plegarias y de vidas de santos. Es que la biblioteca era de la iglesia y el cura me la cedió, le guardo los libros, aclaré. El huésped hizo un gesto de aprobación, pero también tiene obras modernas, como la que estaba leyendo o Maragall y mossèn Cinto, y extranjeros como Victor Hugo, Tolstói o Edgar Allan Poe. Quién lo iba a decir, ¿también se las ha dado el cura? Sí, respondí, pero son obras que ha ido comprando últimamente. Dice que no le caben en la rectoría, añadí sonrojándome, pero viene a buscar libros a menudo para enseñar a leer a los niños que van a estudiar, ya sabe. Entonces fue cuando lo dijo, cuando dijo aquello de Víctor Català que todavía no sé si creer, cuando dijo, Víctor Català en realidad es una mujer, ¿lo sabía? ¿Cómo dice?, pregunté después del primer instante de estupor y para asegurarme de que lo había entendido bien. Sí, dijo él, se llama Caterina y es una mujer, pero no se atrevió a decir según qué cosas por escrito siendo mujer. Tendría que leer Drames rurals. Ya lo he leído, respondí de inmediato. Pues a eso me refiero, no se atrevía a publicarlo con nombre de mujer y muy bien que hizo porque fue un escándalo. Me extraña que el cura le haya pasado ese libro, debe de ser un cura muy abierto de miras. Ahí acabó nuestra conversación, aunque el huésped me pidió permiso para leer algunos de los libros mientras estuviera en casa y calculo que se leería unos ocho o diez en los tres meses que estuvo con nosotros. Pero a mí me había dejado muy alterada. Si de verdad Víctor Català era una mujer, entonces podía ser que las mujeres escribieran como yo, no era tan extravagante. De pronto me sentía acompañada. Quizá el huésped me había gastado una broma y quizá no fuera cierto lo que decía, y por eso no quise averiguarlo, porque quería que fuera verdad, que existiera una mujer escritora. Me miré el dedo, el del bulto, siempre sucio de tinta, y me dije, Tònia, puede que no seas tan rara como creías. Puede que la señora Caterina, si es que era mujer y se llamaba así, también necesitara escribir. Pero todo eso ocurrió a los dos años del verano seco, dos años después de aquel beso entre lágrimas que no estaban secas, un beso mucho más intenso que el que nos habíamos dado en mitad del bosque de vuelta de casa de Ciri. Yo no podía parar de llorar, me sentía como un trozo de hielo al sol, me deshacía poco a poco en los brazos de Miquel, no había nadie en casa, solo la abuela en la otra punta y medio sorda, y cuando no fui capaz de decir que no le quería, Miquel me dedicó una sonrisa en la que me pareció que cantaban todos los ángeles y con gusto me habría dejado hacer todo lo que mi marido me hacía algunas noches, ya pocas por entonces y ahora solo de vez en cuando, pero es que veía que era distinto porque con Miquel aquello adquiría otras dimensiones, era bonito y tenía razón de ser. Pero alguna cosa muy dentro de mí me detuvo, no puedo, Miquel, estoy casada, ya lo sabes. Fueron mis palabras, sí, estas, secas, y desviando la mirada para no verle aquel fuego que tenía en los ojos porque entonces no habría podido rechazarlo. Me sentía una de aquellas heroínas del libro de cuentos de Víctor Català o de la señora Caterina, como ahora sé que se llama, tal y como me confirmó a los pocos días el cura porque era lo que me quería contar. Es algo muy grave, es una mujer que se hace pasar por un hombre. Y dice cosas pecaminosas, es cierto, pero muchas veces acierta, concluyó el cura. El cura siempre ha sido un tanto misterioso y, si Miquel tiene fuego en la mirada, él tiene relámpagos que, a veces, lo iluminan todo. Yo qué tengo en la mirada. No lo sé, no sé verlo y, en cambio, siempre veo cosas en las miradas ajenas. En los ojos de Roser cuando vino, por ejemplo, vi hielo. Hacía una semana que nos habíamos visto y no parecía la misma. Había venido con Ciri y los esperé a los dos en la entrada, mejor que no digáis delante de padre que está enfermo porque parece que no quiere admitirlo. Ve con tu hermana, dijo Ciri, que voy a ver a los amigos. No eran horas de amistades, solo eran las doce del mediodía, pero Ciri puso rumbo al hostal muy decidido y yo me quedé con Roser. Fui al grano, Roser, padre está bien, es una excusa que me he inventado para que vinieras. Te sacaré de allí, no vuelvas, denunciaremos a Ciri y contaremos lo que realmente pasó con Pepa, ven conmigo a mi casa que hoy te quedarás allí. Podemos decir que te has encontrado mal de golpe y Ciri tendrá que irse para no dejar desatendido el ganado, ¿qué te parece? Siempre recordaré las palabras de mi hermana. No me miraba a los ojos cuando dijo, pero qué dices, Tònia, a quién se le ocurre, yo me vuelvo a casa con Ciri, es mi marido y con él estoy bien. Abrí la boca cuan grande era, pero ¿y la escopeta? Ella le quitó importancia con un gesto, me equivoqué, aquella escopeta la había comprado nueva precisamente porque se había hablado mucho de esa clase de escopetas a raíz de la muerte de Pepa y porque le gustaba más que la que tenía antes. Era eso, me equivoqué. Entonces me miró y yo la miré a ella. El estupor me devoraba por dentro, había algo en todo aquel asunto que no encajaba como era debido y que no me gustaba, pero no sabía qué era. Mientes, me salió espontáneamente. Eso, encima llámame mentirosa, replicó Roser algo enfadada. No quería decir eso. No sé qué quería decir. Roser fue a ver a nuestros padres y después pasó por el hostal a buscar a Ciri y los dos se volvieron a su casa en burro. Me quedé en la era viéndolos alejarse. Tineta se situó a mi lado, ¿no decía que Roser tenía que quedarse aquí? Yo también creía que se quedaría, chica, pero no ha querido. No sé qué pasa, pero no ha querido. Y no quiero pelearme con mi hermana, si necesita ayuda, ya me la pedirá. Así acabó aquello. Desde entonces he visto poco a Roser, solo en las fiestas y alguna vez que ha venido a traernos patatas porque ahora tratamos con ellos para tales menesteres. En estos tres años ha tenido dos niños. Uno no vivió, el otro sí. No los han mandado al ama, mi hermana ya ha tenido a sus hijos en otra época, ahora te dejan elegir si quieres criarlos tú. Y ahora espera otro. Cómo pasa el tiempo y cómo cura las heridas. Con todo, hay algunas que tardan mucho en cicatrizar o que tal vez no cicatricen nunca. Ven conmigo, deja todo esto, me pidió Miquel, en la ciudad nos será más fácil salir adelante, no nos faltará de nada y podremos fingir que estamos casados sin problemas. Estoy enamorado de ti, estoy loco por ti, terminó por decirme. Miquel era diferente, decía las cosas de un modo distinto de como se dicen aquí arriba. Era sincero y no se avergonzaba de serlo, y me miraba como a una persona y no como a una mujer poca cosa. Hice un esfuerzo titánico para contestarle, esta es mi casa, Miquel, esta es mi tierra y aquí vive mi hijo. Él no dijo nada más, se limitó a salir de la habitación y al día siguiente por la mañana se fue para siempre. El viento caliente de aquel verano amarillo me secó las lágrimas de fuera pero no las de dentro. Aún hoy recojo alguna y todavía escucho las palabras de la abuela moribunda, no dejes que la vida se te escape. 8 Hay cosas que te alteran y necesitas tiempo para asumirlas. Es el caso de lo que le ha pasado hoy a Lali. Cuando la ha visto en el bar, cuando le ha sonreído, cuando le ha dicho, tú eres Lali, ¿verdad?, a ella le ha parecido que, con el frío que hacía, alguien la obligaba a salir desnuda. Ahora Lali está sola en casa con un mal sabor de boca que le llega hasta el estómago. Ha pasado dos días en Barcelona al lado de su madre y ya ha vuelto. Pere y Laura están en Serd, no hay nadie, y ella, que querría hablar de otras cosas que no fueran el encuentro desagradable, no tiene con quién. Nieva. Después de un fin de semana glorioso, con mucha gente, mucho sol y mucho calor, hoy han cambiado las tornas y se ha puesto a nevar suavemente. Anoche el aire cambió de pronto hasta volverse frío de verdad. Y esta mañana el cielo estaba encapotado. Lo había anunciado el hombre del tiempo, pero parecía tan increíble que se produjera un cambio tan radical así, de repente, que nadie lo había creído, solo Pere, que ya dijo que faltaba la nevada del cuco. Lali se había echado a reír al escucharlo, qué es eso, papá, de dónde lo has sacado. Su padre había sonreído con condescendencia, en casa siempre se ha dicho, lo decía mi abuela, es la nevada que falta por caer en la Carena cuando el cuco to davía no ha cantado. El día que canta el cuco, se acabó la nieve. Entonces se había vuelto hacia Lali, ¿tú has oído un cuco o no? Lali había contestado, pues no me he fijado, pero me parece que no. Pues eso, mañana nevará, había sentenciado Pere. Y esta mañana, antes de subir al coche para irse, también lo ha dicho, hoy nevará, ya lo verás. Mi padre es cada vez más de campo, piensa Lali. Ahora casi no hace nada, vive del alquiler de los apartamentos, pero es Laura quien lleva la administración. Mi padre solo mira, podrías hacer algo más que ver pasar las nubes, le dice a veces Lali de mal humor. No contemplo las nubes, le responde Pere, leo, ¿no lo ves? En mi vida había leído tanto, le confiesa a Lali, y ahora puedo hacerlo, es maravilloso. Cuando en días como hoy bajan a Serd, Laura compra cosas que faltan en casa y Pere va derecho a la librería o a la biblioteca o a los dos sitios. Y cuando vuelve a subir, se está un buen rato con Lali hojeando los libros nuevos. Ahora que Lali ha acabado los estudios, también lee mucho, mucho más que antes. Claro que ahora también escribe más que antes. Bueno, no debería decir eso. De hecho, debería decir que ahora escribe para publicar. Antes escribía solo para ella. Siempre había tenido clarísimo que sus letras no podían salir de casa, eran letras domésticas, no interesaban a nadie aparte de a su propia autora, eran letras interiores. Y las otras, las que se vendían en las librerías, eran letras exteriores. Ella no podía dejar de escribir, pero escribía cosas que no tenían ninguna gracia, lo veía claro si lo comparaba con los libros que se vendían en el mercado. Ella escribía sobre cosas que pasaban en casa Tònia o la Carena y se inventaba historias de pueblo, historias de las que en realidad no interesan a nadie porque el grueso de los lectores es de ciudad y vive de las historias de ciudad, y los escritores de renombre también. Pero ella no habría sabido qué decir de la ciudad. Ahora, en cambio, considera de pronto que sí sabe qué decir a los lectores. Después de tanto estudiar sobre tiempos pasados, le dio por imaginarse una historia de otra época en la Carena y tenía un argumento en mente que pensaba que podía atraer a los lectores. Y se había puesto a escribir después de documentarse a fondo sobre la vida de allí arriba en el siglo XVIII, después del desastre de 1714. Para ello había tenido que acudir a los de casa Romeguera porque tenían documentos antiguos, de aquella época. ¿En serio piensas ir a verlos?, le había preguntado Pere, escandalizado, ¿piensas pedirles un favor? Pues claro que les pediré un favor, había respondido Lali, no veo por qué no. Pere no se había atrevido a alzar demasiado la voz porque veía a su hija muy decidida, solo había dicho, no me parece bien, esa gente nos ha hecho mucho daño, piensa en las estacas. Y ahí Laura reaccionó, no se puede ser tan orgulloso, Pere, si las nuevas generaciones no se hablan, nunca acabaremos con esto. Y a mí me haría muy feliz ver que por fin hemos conseguido acercarnos de algún modo. Todo se ha callado, todo. Los pájaros, los ruidos de la calle. Todo. Caen con placidez unos copos blancos, gordos, que parecen trozos de papel que bajan del cielo y se funden unos con otros para envolver la calle y los coches aparcados. Y todo se apaga poco a poco, como si volviese a ser invierno cuando es abril, ahora que apetece empezar a pasar calor. Pues ahora toca pasar frío otra vez, se dice Lali mientras limpia con la mano el cristal empañado para ver mejor lo que pasa fuera. Los de Barcelona se marcharon ayer por la tarde, que era domingo. La Carena se ha quedado vacía. Bueno, todavía tienen que llegar los que trabajan en la comarca, aunque en Serd hoy es fiesta. Y todavía tienen que llegar Pere y Laura, uy, hace unos años no nos habríamos ido, había comentado Pere por la mañana, porque no había quitanieves y volver a casa se habría convertido en una aventura. Pero ahora lo limpian todo enseguida. Volveremos, no sufras. Si no nevará, ha respondido Lali, risueña. —Vaya, Mila, esta vez no has acertado —dice ahora sin obtener respuesta de su siempre discreta interlocutora. Sí que acertó cuando fue a ver al pintor de los cuadros, Jordi Rigual, a la exposición de Barcelona. Como al llegar lo había visto ocupado con una persona que estaba a punto de comprar un cuadro, Lali había esperado mientras contemplaba las obras expuestas. Tal y como pensaba, con aquellos cuadros le pasaba igual que con el de casa, exactamente lo mismo, la extasiaban, la fascinaban por alguna extraña razón. La fascinaban tanto que aquel día casi se olvida del autor de aquello que contemplaba. La sala de exposiciones estaba bastante vacía, Lali había bajado un miércoles por la mañana, que es el día que cierra el restaurante, y solo había dos personas más admirando las pinturas, un hombre y una mujer. Y el hombre le decía a la mujer, fíjate en el juego de colores de las manchas, está estudiado para conseguir el efecto del arte total, el arte abstracto es eso. Lali recordará esas palabras mientras viva y la reacción de la mujer, ah, sí, sí, como si hubiera entendido algo de lo que le había explicado su compañero. A Lali le daban ganas de acercarse a aquel hombre para preguntarle qué quería decir exactamente con efecto del arte total. Lástima que estuviese esperando para hablar con el pintor porque, si no, hubiera interrogado a aquella especie de experto en pintura moderna. Y mientras lo pensaba, mientras intentaba controlar la risa que le subía por la garganta, por el rabillo del ojo vio que el pintor se marchaba. Y lo interceptó en la puerta. Desde el umbral de la puerta de casa Romeguera, Lali saludó a Xevi, un sobrino de Laura. Buenos días, quería hablar con vosotros porque tengo entendido que tenéis muchos documentos de otra época. Xevi, de quien Lali sabía que trabajaba de profesor en la escuela de Serd, la invitó a entrar. ¿Qué necesitas? Lali se dio cuenta de que se lo preguntaba mientras intentaba recuperarse de la sorpresa de encontrarse allí con la heredera de casa Tònia. Si la transmisión de las herencias continuase como en otros tiempos, en realidad Lali no habría sido la heredera porque tenía un hermano, Pau, pero en el pueblo casi no lo habían visto, solo iba de visita muy de vez en cuando. En cambio, Lali había aterrizado un buen día en la Carena salida de la nada, como las setas en otoño después de un buen chaparrón, y allí se había quedado. Lali sabía que la llamaban la heredera de casa Tònia y también que no tenían muy claro qué pensar de ella. Pero el caso era que el heredero de casa Romeguera la había invitado a entrar. Una vez dentro y después de que le ofreciera tomar asiento, Lali había explicado que estaba escribiendo un libro de época y necesitaba información, y que sabía que ellos tenían documentos. Vaya, cómo corren las noticias, había respondido Xevi con cara de sorpresa. Vaya, me dejas de piedra, había respondido Jordi tras un momento de silencio causado por el estupor. Lali lo había interceptado en la puerta de la galería, un segundo, por favor, le había pedido, resoplando. Y, cuando lo había tenido delante de las narices, no había sabido qué decirle para romper el hielo y había terminado preguntándole lo primero que le pasó por la cabeza, por qué siempre pintas el mar. Y Jordi se había quedado, como él decía, de piedra. Lali intentaba serenarse. Era cierto que tenía delante al hombre de la foto que había visto en internet, pero enseguida le había quedado muy claro que no se trataba de un hombre vulgar. Que era un hombre distinto. Bueno, que era un hombre distinto ya lo sabía después de contemplar sus cuadros pero entonces, al mirarlo a los ojos, le había quedado aún más claro. Eres la primera que me dice que pinto el mar, le contestó él despacio. Lali se sonrojó, y ¿qué te dicen?, preguntó pensando en el efecto del arte total. Me dicen que pinto arte abstracto, nadie ve nada en mis cuadros y en cambio tú sí, ¿cómo lo has conseguido?, ¿qué has hecho? Seguían en el umbral, pero ninguno de los dos parecía darse cuenta. Perdonen, dijo alguien que quería salir de la sala. Entonces los dos se despertaron de pronto, vamos a tomar un café, propuso él, y me lo explicas, si no te importa. Si no tienes prisa, claro. Oh, no, no tengo prisa, nada deprisa, ninguna. Lali estaba en otra galaxia, se sentía como si alguien le hubiese abierto la puerta al mundo del cuadro y pensaba, qué lástima que no haya bajado el de casa porque ahora podría enseñárselo. Habían entrado en una cafetería y se habían sentado uno enfrente del otro. Explícame eso que dices de mis cuadros, le había pedido Jordi. Y Lali le había dicho, tengo que explicarte mucho más y no sé por dónde empezar. Así que escribes, decía Xevi. Sí, respondía Lali mientras se tomaba el té que le habían puesto delante. Siempre tomo té, si te apetece uno, le había ofrecido él. A lo lejos se oían ruidos de conversaciones, en casa Romeguera vivían los padres de Xevi y su hermana pequeña, que era la que se encargaba del pan en la Carena. Tú no vives aquí, ¿verdad?, había contraatacado Lali porque sentía que estaba dando un exceso de información sin recibir nada a cambio. Entre semana no, ya lo sabes, le respondió él con una sonrisa. Aquel ya lo sabes significaba que tenía un piso en Serd y que los fines de semana subía a la casa solariega, como tantos otros. Le había costado decirle que escribía. Implicaba sacar por primera vez en la vida lo que hasta entonces solo había existido por dentro, montones de páginas que le hablaban a ella o a Mila y que le habían servido de entrenamiento, de puesta en marcha de un motor que sabía que la haría volar. Hasta entonces no había soportado ninguna crítica negativa. Ahora caía en la cuenta de que el principal juez de lo que escribía era ella misma y que quizá mucha gente no supiera de lo que estaba hablando ni lo que intentaba decir con aquellas letras. Y el primer paso había consistido en confesarle a Xevi de casa Romeguera que escribía. Él había sido la primera persona que lo había escuchado de sus labios. A Lali le había puesto nerviosa tener que pronunciar aquellas palabras y, cuando las había dicho y él se había limitado a contestar, recolocándose las gafas, así que escribes, Lali había pensado, solo les faltaba que la heredera de casa Tònia escriba, mañana en el pueblo no hablarán de otra cosa. Efectivamente, al día siguiente todo eran comentarios, sobre todo en la panadería por parte de la hermana de Xevi, Fina, ya me han contado lo del libro, chica, dicho en voz baja pero lo bastante alta para que llegase a oídos de los que esperaban en la cola. Sí, decía Lali también en voz baja, y enseguida cambiaba de tema y pedía el pan, hoy uno redondo más, por favor. Si le hubiera pedido a Xevi que no lo contara quizá hubiera callado. El chico tenía cara de ser discreto. Pero Lali no tenía ninguna razón de peso para esconder que intentaba escribir una novela sobre el siglo XVIII en la Carena. Ven, que te enseñaré lo que tengo, le dijo él, y la llevó al piso de arriba, a una habitación llena de papeles con una mesa, un ordenador y una impresora, que hacía las veces de despacho. Xevi había rebuscado en las estanterías y había sacado dos carpetas, tenemos esto. Siéntate a darle un vistazo si quieres. Lali se había sentado y le había dado las gracias con timidez. Jordi había levantado la cabeza y había sonreído con escepticismo. Por qué dices que debemos de ser parientes. Por el otro cuadro. ¿Qué otro cuadro? El que tengo en casa. Lali le había hablado del cuadro, le había contado de dónde había salido y le había dicho que a ella le parecía el mismo tipo de pintura, y había acabado suspirando, toda la vida he dicho que no son manchas, que es el pueblo nevado. Y toda la vida he ido en contra del mundo. Y, claro, de repente veo otros cuadros, los tuyos, que son como el mío y que a mí me parecen de lo más figurativos pero a los demás les parecen abstractos. A todo el mundo le parecen abstractos, confirmaba Jordi mientras removía el café solo, y entonces levantaba la mirada y era una mirada iluminada, solo tú ves lo que hay en ellos de verdad. Lali había vuelto a sonrojarse. Puede que seamos parientes, se apresuraba a decir para que le bajara el rubor, porque mi padre dice que le parece que tu apellido tiene algo que ver con la familia, aunque no sabe exactamente con quién. Ni con él ni con la abuela, claro está. Entonces parecía que Jordi lo pensaba un poco y terminaba por decir, que yo sepa no tengo nada que ver con la Carena ni con Saltamartí, pero ya lo consultaré. ¿Y en tu familia no ha habido ningún otro pintor? Jordi sonreía, sí, eso sí, mi abuelo Miquel. A Lali casi se le cae la taza, la eme, se le escapó. Qué eme, qué dices, preguntó Jordi, intrigadísimo. La eme de la firma del cuadro. Entonces Jordi se había quedado pasmado, pues empiezan a ser demasiadas casualidades, la verdad, si se trata de mi abuelo, lo único que se entiende de su firma es la eme. Tengo algunos cuadros suyos, si quieres te los enseño. El pasado tiene forma de imagen figurativa en algunos casos. En otros, como en casa Romeguera, forma de letras. A veces ocurre que te encuentras el pasado de repente, como si hubiera venido a buscarte y quisiera reclamar de nuevo tu atención, en el buen y en el mal sentido, en el sentido constructivo y en el más negativo. Claro que también el futuro puede ser negativo. Mamá está mal, Lali, le había dicho Marta por teléfono. ¿Qué le pasa?, había preguntado ella, preocupada, pues que tiene problemas en los ovarios, tiene cáncer. A su hermana le había costado pronunciar la palabra cáncer, después Lali la había oído llorar. Nada más escuchar la noticia había subido al coche para irse. Habitualmente bajaba a Barcelona a ver a su madre como mínimo una vez al mes, pero en la última visita no le había dicho nada de ir al médico ni de que se encontrase mal. Pero mamá, se había lamentado Lali, ¿no te hacías revisiones o qué? No muchas, admitía Sílvia escondiendo la cabeza bajo el ala, avergonzada por la pregunta. Y Lali había pensado al instante, Dios mío, cómo cambian los papeles y qué críos se vuelven los viejos. Su madre se encontraba muy mal, había ido de urgencias y, cuando la exploraron, encontraron el tumor. Intentaremos limpiarlo todo, había dicho el médico. Operaremos. Una pausa de la vida, pensaba Lali mientras esperaba con Pau y Marta a que su madre saliera de quirófano. Pero aquella era una pausa forzada, de las que cuestan. Lali había cerrado el restaurante y había bajado a Barcelona con una maleta para pasar la noche en el hospital. Resultó que habían podido limpiar bastante pero, claro, con esta enfermedad nunca se sabe, decía el médico, curándose en salud. Ahora intentaremos eliminarlo del todo con quimioterapia, pero eso funciona según las personas, a unas sí y a otras no. Se encogió de hombros y desapareció. Pau, Marta y Lali se miraron y no dijeron nada. Algo pesado y oscuro flotaba en el ambiente y amenazaba con caerles encima en cualquier momento. Así había empezado un vía crucis que se alargaría todo un año. A Lali le habría gustado poder llevarse a su madre a la Carena después de cada sesión de quimioterapia para que se recuperara en el pueblo, pero, claro, no pudo porque era la casa de su padre. Por lo tanto, decidió cerrar dos días a la semana el restaurante durante aquel año y pasarlos con ella en Barcelona. Ha sido un año complicado, difícil, agobiante, se dice ahora mientras mira por la ventana cómo la nieve empieza a convertirlo todo en un paisaje blanco, inmaculado. Le gustaría mucho que su madre pudiera estar allí con ella y verlo. Sílvia solo había subido a la Carena muy al principio de casada, cuando Lali era muy pequeña, tanto que ni ella misma lo recuerda. Te dejábamos con los abuelos, le explicaba Sílvia, porque era un viaje con muchas curvas y allí arriba todos nos miraban mal, no teníamos a nadie, así que no hacía falta que fueras. Y después, el día que tu padre subió solo para aquella reunión, ya viste lo que pasó. Pero las cosas ya iban mal, todo iba mal. A Sílvia le había dado por hablar del pasado, lo hacía constantemente. Ahora dirá que yo era una niña problemática, se decía Lali. Todo el mundo le decía lo mismo y un día su madre llegó a comentarle, un poco en broma, estabas como una chota, hija. Lali había sonreído y había cambiado de tema, como hacía siempre. O eso o se metía en el tema hasta el fondo, que era peor que un tratamiento de quimioterapia mental. El tema había quedado atrás, aparentemente, olvidado. Por tanto, era mejor hablar de otra cosa. Pero ¿y aquel hombre con el que te entendías tan bien?, había preguntado Lali a su madre. Nos entendíamos bien, sí, respondió ella, pero ¿sabes qué?, él quería vivir conmigo y yo ya he tenido un marido, hija. Lali se había echado a reír porque su madre lo había dicho de manera bastante cómica, quedaba claro que rechazaba de pleno la posibilidad de tener que volver a compartir la vida con alguien. Su madre se había vuelto muy independiente. Con lo bien que habría ido que tuviese a alguien, piensa Lali. Porque, como si se hubieran puesto los dos de acuerdo, los mellizos se habían ido de casa en el último año, se habían independizado, y Marta estaba embarazada. El trastorno de la enfermedad de su madre había empezado al poco de conocer Lali a Jordi Rigual y había durado hasta hacía nada. Lo hemos parado, al menos de momento, había dicho el médico con una media sonrisa que no se sabía si era porque estaba contento por la victoria conseguida o si no se atrevía a sonreír del todo, del mismo modo que nadie se atrevía a preguntar más. Hay que ir día a día, había dicho su madre dando por terminada la conversación y con ganas de levantarse deprisa y marcharse todavía más deprisa de la consulta, Lali se había percatado de que Sílvia ya no quería escuchar nada más, no quería escuchar más peros, eso de pero hay que estar alerta, pero a saber si lo hemos erradicado todo, pero nunca se sabe. En cualquier caso, ya fuera, Lali le había dado un beso y le había dicho, ahora, a recuperarse. Qué difícil, recuperarse. Mientras su madre contempla con atención obsesiva cómo le crece el pelo por debajo de la peluca que se pone para salir a la calle, mientras le dice cada día cuántos milímetros le ha crecido con respecto al día anterior y Lali le replica que es imposible, que el pelo no crece varios milímetros de un día para otro, y mientras le dice que se siente muy débil y que le parece que nunca volverá a ser la de antes, mientras le dice todo eso, Lali ha empezado a trabajar en la novela. Lo pensó en las largas velas en Barcelona, cuando cuidaba de la enferma, se le encendió la lucecita de escribir sobre el pasado de la Carena, algo de época. Pero aquí, en el siglo XVIII, había cuatro casas, le decía Xevi, todavía era un hostal y poco más, todavía era solo una parada para los arrieros, nada más, si no había ni iglesia, si solo eran unas casas de campesinos un poco alejadas del núcleo urbano, de Saltamartí, que de todos modos ya sabes que existía desde hacía poco, todos aquellos pueblos estaban a medio camino entre Serd y Carol, a medio camino. Sí, sí, ya lo sé, contestaba Lali, se había sumergido en algunos libros y había leído artículos sobre el tema, había estado investigando, pero daba igual que fueran cuatro casas, vosotros tenéis documentos que me irán muy bien. Estos, le había dicho él, y había separado una de las carpetas de las estanterías. Lali había visto de reojo que eran tres, cada una de un siglo, del XVIII, del XIX y del XX, y Xevi le había entregado la del XVIII. Lali tosió un poco, hombre, también me interesaría saber lo que pasaba a comienzos del XIX, no te importa, ¿verdad? No, claro que no, le había contestado él, y parecía que le dijera, mientras no me pidas la del XX, te dejo verlo todo. Gracias, respondió Lali mientras pensaba que la del XX quizá contuviera rastros de aquella misteriosa historia turbia que había separado para siempre a las dos familias. Es mi mujer, Agnès, había presentado Jordi. Y la niña se llama Sara. Sara, saluda a Lali. La pequeña Sara saludó y se alejó saltando por el pasillo. Agnès, rubia, atractiva, le dio dos besos y le ofreció algo de beber. No, gracias, contestó Lali, eso no lo esperaba, no sabía por qué, no se imaginaba que Jordi viviera con alguien, que tuviera una relación sentimental e incluso una hija. Jordi parecía un solitario dedicado a su arte. La invitó a pasar al estudio, repleto de cuadros, y se dirigió a un rincón a por los de su abuelo, mira, son estos. Tengo algunos colgados, pero estos los dejó él. Y entonces Lali se derritió de la emoción porque después de comprobar que el estilo era el mismo que el del cuadro de casa, miró la firma y dijo, sí, son de la misma persona. A duras penas le salía la voz cuando lo dijo, Jordi se había dado cuenta y había bromeado, no te emociones, mujer. Pues claro que me emociono, piensa que mi bisabuela casi muere en un incendio por culpa de unos cuantos papeles y el cuadro de tu abuelo, quería salvarlo de las llamas. Lali miraba con atención los otros cuadros, mira, algunos son del mar, pero también hay de la montaña. Y, de pronto, el corazón se le paró en seco. Dios mío, son los Cingles. ¿Cómo dices?, preguntó Jordi. Una montaña de la Carena, de mi pueblo. Es muy fácil reconocerla porque parece un portaaviones, lo ves, ¿verdad? Sí, siempre me ha llamado la atención. Lali estaba alterada, hablaba con la única persona que la entendía a la hora de interpretar qué decían aquellos cuadros, solamente ellos dos lo sabían, solamente ellos dos veían con claridad lo que Miquel Rigual había pintado. Se habían sentado a hablarlo y Jordi había dicho, preguntaré si mi abuelo era de otro sitio que no fuera Barcelona, vamos, que preguntaré por sus orígenes. Nunca se dedicó a la pintura, sabes, era maestro. Pero la pintura era su pasión, a la que dedicaba todas las vacaciones. Tal vez creyera que no era lo bastante bueno para dedicarse en exclusividad, no lo sé. Si estos cuadros son una maravilla, saltaba Lali, incapaz de contenerse. Averiguaré lo de la procedencia del abuelo, mi padre me tuvo siendo ya muy mayor y no conocí a mi abuelo. Tenía una tía, una hermana mayor de mi padre, que murió no hace mucho. Justo ahora que hemos descubierto todo esto, se nos han muerto los que podían explicárnoslo, repuso Lali con una sonrisa triste. En aquel momento entró Agnès para anunciar que salía, estamos intentando encontrar una conexión entre su familia y la mía, le explicó Jordi, porque tiene en casa un cuadro del abuelo. Ah, los dos son especialistas en manchas, dijo Agnès guiñándole el ojo a Lali. Y después se marchó. Ella tampoco lo ve, explicó Jordi con un suspiro de resignación. Entre los papeles de casa Romeguera había auténticas joyas. Me ha costado mucho ordenarlo, le explicaba Xevi subiéndose las gafas y sonriendo con timidez, vuelve a dejarlo todo como estaba, por favor, y te agradecería que te pusieras guantes para manipular los papeles. Le había dejado unos guantes de látex, finos, encima de la mesa. Por descontado, había contestado Lali. Bueno, te dejo sola, había dicho Xevi, y se había marchado dejando a Lali sumergida en la historia del pueblo, de cuando no era ni pueblo. Nunca había llegado a municipio, pero al menos ahora era un pueblo o un núcleo urbano. En el siglo XVIII, en cambio, no era más que una casa de payés que se llamaba igual, la Carena. En casa Romeguera tenían documentos con sello oficial en castellano pero redactados en catalán que detallaban dotes de boda y también, lo cual era más sorprendente, papeles pequeños, como si formaran parte de una libreta, y escritos por alguien de la casa que sabía escribir. Y eso, en la Cataluña rural y analfabeta del XVIII, era todo un lujo exclusivo. Claro que aquellos papeles no contenían alta literatura, eran recibos y apuntes sobre las cosas del día a día. Pero, no obstante, significaban que en aquella casa, en el siglo XVIII, alguien sabía escribir. Ha vuelto dos veces más a casa Romeguera y, por último, hoy. Ya sospechaba que no le permitirían llevarse los papeles a casa, pero al menos nadie le ha impedido consultarlos a placer. Haz lo que quieras, la había invitado Fina un día que no estaba Xevi, como si estuvieras en tu casa, ya sabes dónde están, ¿verdad? Seguro que a Fina le daba igual que en su casa guardaran documentos del siglo XVIII. Mi hermana se los quitaría de encima, le había confesado Xevi a Lali, quería tirarlos a la basura y, claro, no puede ser. Le sonreía, iba cogiéndole confianza, y cada vez le contaba más cosas y también le preguntaba más, de qué va la novela. A lo que Lali no había sabido qué contestar, pues de un hombre del siglo XVIII, precisamente, que vive aquí arriba porque huye de la castellanización que se impone en Barcelona y las grandes ciudades tras el decreto de Nueva Planta. No sabía qué más decirle, todavía no había diseñado la novela, solo la tenía esbozada en la cabeza, pero no sabía hacia dónde tiraría su personaje ni qué haría. En realidad, la ambientación de época no era sino una excusa para hacer crecer a un personaje, para hablar de su experiencia vital como hombre en una época convulsa. Pero no era el momento de explicarlo, no le apetecía. Lali, soy Jordi. La había llamado cuando Lali estaba en Barcelona con su madre, que ya había salido del hospital y estaba comenzando el durísimo tratamiento. Por lo visto el padre de mi abuelo era de Sant Joan del Riu, le anunció, por lo tanto, seguro que el apellido procede de allí, no sé si tienes alguna conexión con ese pueblo. Lo comprobaré, gracias, Jordi, le dijo Lali, consciente de que tenía un nudo en la garganta como cada vez que miraba los cuadros de Jordi o de su abuelo, como cada vez que hablaba con él. Y ese nudo le impedía hablar con normalidad. Por qué me pasará esto, había pensado, enfadada consigo misma, por qué no puedo hablar con él como con el resto de la gente. Jordi había continuado, mi abuelo volvió de la guerra sin una pierna y los últimos años de vida tuvo la movilidad muy reducida. Además, parece que no andaba muy bien de la cabeza, ya no pintaba ni decía nada, se había recluido en sí mismo, a saber lo que tendría, pero se ve que alguna vez, de pronto, cobraba vida y se escapaba de casa, y una vez incluso desapareció y lo buscaron por todas partes y por lo visto volvió llorando y diciendo que se había despedido de alguien, que sería mi abuela, porque hablaba de su gran amor y mi abuela había muerto durante la guerra, tal vez fue a verla al cementerio, ya te digo que no regía muy bien. Hoy Xevi le ha preguntado si quería ir a tomar un café con él en el bar. Lali lo ha mirado con ojos nuevos y ha visto lo que hasta entonces le había pasado por alto, es decir, que el chico tenía otras intenciones con ella aparte del café y los papeles. Llevaba escrito en los ojos que se ha enamorado. Vamos, sí, le ha contestado ella sin tener claro si la respuesta implicaba algo más que un café y un rato de compañía. Se han tapado hasta las orejas y han salido a la calle. Y mira que ayer por la mañana casi hacía calor, eh, ha apuntado Xevi. Sí, se estaba muy bien. Pero es lo que tiene la primavera, de hecho, y el cuco todavía no ha cantado, ha dicho el chico cerrando la puerta de casa. Han caminado hasta el centro y, en el bar, se han sentado en un rincón. Les han preguntado qué querían y los dos han optado por bebidas calientes. Vuelve el invierno, eh, era el comentario general, todo el mundo exclamaba al entrar, uf, qué frío, nevará. Xevi se ha quitado las gafas y la ha mirado fijamente antes de preguntarle, porque tú, exactamente, a qué te dedicas. Al restaurante y a escribir, se ha limitado a contestar Lali. No se te ve el pelo, ha comentado él. He tenido a mi madre enferma en Barcelona, ha respondido a modo de explicación, con una pequeña sonrisa. Lali había interrogado a su padre con respecto a Sant Joan del Riu, ¿se te ocurre que podamos tener alguna relación?, le había preguntado. Pere había rebuscado entre papeles viejos y había descubierto que el segundo apellido de su abuela era Rigual. La abuela era de la Carena pero quizá su madre, o sea, mi bisabuela fuera de Sant Joan, ¿has consultado los archivos parroquiales, Lali? Sí, Lali los había consultado, pero durante la guerra civil se habían quemado muchos documentos y, de todas formas, en los archivos no había nada que no fuera del siglo XX, nada en absoluto. Entonces, Lali había hecho otra pregunta, todos aquellos papeles que tu abuela salvó del incendio, dónde fueron a parar. Pere se había quitado las gafas para contestar con un gesto expresivo de los brazos, mi madre los guardó un tiempo mientras la abuela Tònia estuvo en el hospital, pero asegura que no los leyó. Eso sí, dice que eran páginas y páginas escritas a mano, por supuesto, con algún borde chamuscado, pero, por lo visto, había un buen fajo. Tu bis abuela se llevó el secreto a la tumba. Puede que los quemara antes de morir o puede que se los diera a alguien y no lo sepamos. Lali había telefoneado a Jordi para contarle lo que sabía. Otra vez el nudo en la garganta y otra vez parecía que Jordi estuviera esperando aquella llamada y se alegrase de oírla. Seguro que se había emocionado tanto como Lali ante la posibilidad de haber descubierto secretos familiares. No sé nada, Jordi, solo que el segundo apellido de mi bisabuela era Rigual. Es posible que su madre fuera de Sant Joan del Riu. Pero de momento no he encontrado nada. Entonces le había hablado de la existencia de los papeles de la bisabuela Tònia, si los encontráramos quizá tendríamos alguna pista, pero parece que han desaparecido, hemos rebuscado en todas partes. Entonces Jordi le había dicho, oye, me gustaría ver el cuadro que tienes de mi abuelo. Te lo bajaré, se había ofrecido Lali. No, no, había saltado él, qué te parece si subimos unos días y así me lo enseñas y charlamos. Lali se había quedado de piedra, bien, pero dentro de un tiempo, cuando mi madre se encuentre mejor. Claro, perdona por la falta de delicadeza, no me acordaba. Jordi farfullaba al hablar y Lali se había apiadado de él, no pasa nada, Jordi, yo también tengo ganas de verte, te aviso en cuanto pueda. Quería decir que tenía ganas de verlos a todos, pero le salió el verte. Ayer por fin lo llamó y quedaron en que subirían cuatro días por San Juan, Lali los había invitado a su casa, estaréis bien, tenemos una habitación de invitados. La voz de Jordi había sonado alegre, muy alegre, cuando le había contestado, perfecto. Pero eso fue ayer. Hoy Lali se ha enfrentado al Xevi de las gafas, que ahora las limpiaba y se las ponía de nuevo. Y de dónde te viene eso de escribir. Pues mira, le decía ella, me parece que a mi bisabuela le gustaba mucho escribir y eso que en aquel tiempo eran todos bastante analfabetos, pero ella sabía escribir. Y yo escribo desde los doce años y he ganado algún concurso de narraciones cortas. Entonces Xevi había carraspeado y había dicho algo sorprendente, perdona que te lo pregunte así, pero no sé cómo pedirte que salgas conmigo. Lali ha abierto la boca y ha vuelto a cerrarla, la verdad, no sabía qué decir ni cómo contestar a aquella proposición presentada al estilo teenager. Al final ha optado por echarse a reír, quieres decir que seamos novios, ¿es eso?, ha preguntado sin manías para asegurarse. Un poco sí, ha contestado él, avergonzado por la risa de Lali. Pero Xevi, si no me conoces. Pero todo puede probarse, porque a mí me gustas, se ha apresurado a replicar Xevi. Entonces Lali lo ha arreglado diciendo, qué te parece si un día de estos vamos al cine a Serd. Y Xevi ha sonreído y ha contestado, me parece bien, muy bien. Y ha sido cuando salía del bar sin tener nada claro lo que sentía y pensando, qué dirá la gente si ven que el heredero de casa Romeguera sale con la heredera de casa Tònia. Ha sido entonces cuando ha pasado lo que ha pasado, o sea, que se le ha acercado una mujer de su edad, es decir, de unos treinta y cinco años, una mujer atractiva, que la ha mirado para decirle, eres Lali, ¿verdad? Y cuando ella ha respondido sí, soy Lali, la mujer, risueña y alegre, le ha preguntado, no te acuerdas de mí, ¿verdad? Lali, sincera, ha admitido que no. Y entonces ella se lo ha dicho, soy Mercè, estudiamos juntas. Lali traga saliva mientras fuera continúa nevando. Mercè la ha saludado como si fueran amigas de toda la vida y le ha explicado que acababa de alquilar un apartamento con toda la familia en casa Tònia. Es mi casa, ha dicho Lali sin pensar. Mercè ha exclamado, ay, qué bien. Y le ha presentado a su marido y sus dos críos. La niña, de doce años, era igual que la Mercè que Lali conoció. Y, de pronto, toda su seguridad ha desaparecido, de pronto volvía a tener doce años y Mercè llevaba hierros otra vez. 9 Me he acordado del día en que la abuela me enseñó mi nueva habitación con aquellas sábanas y aquella colcha bordadas por ella, y yo sin poder poner la mía para la noche de bodas. Me he acordado cuando ella se ha girado y ha sonreído y le he devuelto la sonrisa, una sonrisa bañada en lágrimas de emoción, porque no puedo negar que me he emocionado cuando la he visto tan bonita, con aquel vestido blanco, reluciente, acercándose a mi hijo, que la esperaba en el altar. A partir de ahora ella será la señora y yo, la abuela. Mi papel en esta casa cambia, como cambia el papel de todos en la vida y así se nos escapa esta vida que finalmente nos conduce a abrazarnos a la muerte. Todavía falta mucho para eso seguramente, pero con esta boda me siento como si me hubieran dado un empujón en dirección al más allá. Mi nuera es una pánfila pero una pánfila maja, que se hace querer, que viene siempre a saludarme y darme un beso cuando me ve, que ha sabido ganarme. Tal vez ahora que se ha casado cambie, pero me extrañaría mucho. Les he cedido la habitación sin ningún comentario, es la habitación de los amos y los amos son ellos. Y yo no me he trasladado a la antigua habitación de la abuela, no. Yo me he trasladado arriba, a mi biblioteca, donde estoy ahora, en esta mesa nuevecita y con esta ventana que da a la era por un lado y al mar de niebla por el otro. Aunque hoy no hay niebla. Hoy llueve. Pero ha empezado a llover después de la boda, cuando ya lo habíamos celebrado todo. El tiempo ha respetado el primer día de los nuevos esposos y también el vestido de la novia y el de Eulàlia, que parecía una princesa y todos la sacaban a bailar. Hace días que me duelen las manos. A mí me da que es del lavadero, de tantos años lavando ropa, hasta que dije basta y me relevó Tineta y luego, cuando ella se marchó, las mujeres que tengo contratadas expresamente para ello, solo para lavar. Pero tantos años tienen que notarse de algún modo. Tengo cuatro cajas de papeles. Se amontonan y no sé qué hacer con ellos. Siempre digo que un día los revisaré. Revisar el pasado quiere decir volver a mirar cosas que no son agradables de ver. Cosas como la cara de Roser aquel día de hace tantos años cuando le ofrecí sacarla de casa de Ciri y ella me dijo que no y me habló como si yo fuera una piedra y ella otra y nada pudiera volver a unirnos nunca más. En cuestión de una semana, mi hermana había cambiado del todo y no había nada que hacer, Roser ya no era Roser. No ha vuelto a ser Roser, mi Roser, ni cuando ha tenido críos, ni cuando se ha pasado por aquí para traerlos al colegio o para recogerlos, ni hoy, el día de la boda. Ella y Ciri, de punta en blanco, se han quedado en un rincón y a mí, como siempre, me han dado dos besos, pero solo de lejos. Quién sabe, quizá lo de Tineta habían sido imaginaciones y todo aquello de la escopeta también, ni siquiera recuerdo qué pasó exactamente, el tiempo se ha llevado la memoria y la ha mezclado con la niebla de la Plana. Debería decir que me basta con ver a Roser feliz, pero es que no estoy segura de que lo sea. Un día la encontré en el bosque, recogiendo fresas las dos, e intenté que me contara cómo se encontraba. Me habló de los niños, que si los niños estaban enfermos o tenían problemas o estaban contentos. Su vida gira en torno a los niños. Sí, pero ¿y tú?, pregunté, preocupada. Yo estoy bien, Tònia, siempre me preguntas si estoy bien y estoy muy bien. Parecía un poco molesta y lo dejé correr, si Roser dice que está bien es que está bien o que yo tengo que creerlo. Y desde entonces he dejado de preguntarle si está bien y con ella siempre hablo de otras cosas. Pero cuando la he visto en la iglesia al lado de Ciri, no he podido evitar que un escalofrío me recorriera la espina dorsal. Si realmente quiere a ese hombre es que Roser ha cambiado mucho. Pero eso ahora no importa. Qué importa nada. Es curioso cómo, con el paso del tiempo, las cosas importantes de hace unos años dejan de tener aquella trascendencia de antes. Y cómo las lágrimas se transforman. Antes lloraba por mí y por mis hijos. Ahora lloro porque me enternezco. He vuelto porque tú eres la única que sabe reconocer qué pinto en mis cuadros, me decía mirándome a los ojos. Cuando más o menos había conseguido cerrar aquella herida del demonio que no hacía más que sangrar y sangrar, volvía a aparecer Miquel y me decía que lo hacía porque yo sabía decirle lo que pintaba. Y no venía solo, sino con una mujer y una niña, mi mujer y mi hija, nos presentó. Aparecieron los tres una mañana como por arte de magia, venimos a quedarnos cuatro días, si tenéis habitación y, si no, seguiremos subiendo, por lo visto han abierto un hostal en la collada y nos pasaremos por allí. Claro que tenemos habitaciones, dije yo completamente alterada y sin saber muy bien lo que me hacía, deseosa y temerosa, con la herida vuelta a abrir y sangrando, aquella muchacha era muy guapa, rubia como el hilo de oro y fina como lo era mi tía, la madre de Miquel. Era septiembre y muchos veraneantes empezaban a volver a la ciudad. Miquel y su familia habían llegado en el coche de línea. Esto está muy cambiado, me dijo con una sonrisa que era como un rayo de sol luminoso en mi mundo oscuro. Sí, contesté nerviosa, hemos hecho obras. No sabía adónde mirar, no sabía qué decir ni cómo tratarlos. Se llama Anna, dijo Miquel, y la niña, Maria. Y Anna me dio un abrazo de prima y olía a perfume de ciudad. Estáis cansados, dije para salir de la situación de algún modo, pasad y descansad, las cosas han cambiado un poco, sí, no es como antes, Tineta os lo enseñará todo. Tineta, diligente, los ayudaba y los llevaba de un lado a otro y ellos se instalaban. Y yo me escondí en la biblioteca a llorar. Era cuando todavía lloraba por mí misma, cuando todavía concedía importancia a cosas que no la tienen, había recibido un golpe muy fuerte para mi corazón y me sentía morir, pero decidí aguantar cuatro días como fuera aquella situación inaguantable. ¿Por qué había venido? Miquel. Por qué había vuelto con su mujer y su hija. He venido a pintar, nos aclaró cuando Robert se lo preguntó después de cenar. Era verdad que se había pasado el día con el caballete y los pinceles de cara a la Plana y, entonces, por la noche, dijo, es que lo que se ve desde aquí, no se ve desde ningún otro lado. Es cierto que en ninguna parte hay lo que aquí, en la Carena. Y, como el paisaje es tan abierto, a veces te da la impresión de que no necesitas nada más. Pero eso no es verdad, yo necesitaba algo más, necesitaba ver mundo, un mundo que no había visto. Quería al menos ir hasta Serd. Iremos a comprar, anuncié a Robert. Mujer, no hace falta, dijo él, amante siempre del mínimo esfuerzo, ya sabemos que si lo encargamos, nos lo suben. Sí, pero es que yo quiero ver cómo lo venden en el mercado, me moría de ganas de conocer aquel mundo del que todos hablaban desde que había carretera, tienes que pensar, Tònia, me decían, que hay tantísima gente que a veces no se puede pasar. Y de dónde sale tanta gente, pregunté. Pues salen del mismo Serd y de los alrededores. Estábamos en el lavadero, como siempre, todavía lavaba yo pero Tineta ya me acompañaba y al menos éramos dos para la colada e íbamos más rápido. Nos quitábamos el pañuelo como siempre, parece que les gustó la idea porque ahora todo el mundo se quita el pañuelo cuando va al lavadero, es como una costumbre que ha acabado arraigando. Pues es de miedo, chica, ya lo verás, me decía una mujer que había ido no hacía mucho. Pues yo pienso ir cada semana, dijo otra, ahora que llegará hasta aquí el coche de línea, hay que aprovechar. Yo también cogí el coche de línea un sábado. No había subido nunca a aquella especie de carruaje con motor. Iba muy rápido, en las curvas nos zarandeábamos de un lado al otro y me mareé. Cuando me acuerdo me da por sonreír, si me parece que aquellos coches tardaban hora y media en recorrer el trayecto entre la Carena y Serd y ahora llegan en tres cuartos de hora. También me da por sonreír cuando recuerdo cómo vomité y lo ensucié todo, pasé mucha, muchísima vergüenza y el conductor me riñó porque me dijo que el coche era nuevo, pero le dije que no había podido evitarlo, que no había podido reprimirme. Después, más tranquila, llegué a Serd. Iba con Tineta, mira cómo ha cambiado el paisaje, le indiqué. Abajo no había tantos árboles y todo era plano y ancho. Muy plano y muy ancho. Cómo es el mar, le pregunté a Miquel. Fui a verlo mientras pintaba, se había instalado en medio de la calle, como siempre, de cara a la Plana, y todos le miraban, en la calle había bastante gente, veraneantes que todavía no habían vuelto a casa. Fui para que me dijera cuál era el motivo real por el que había vuelto y encima con mujer e hija y acabé preguntándole cómo era el mar. Hacía años que me lo preguntaba y creía que podría encontrar la respuesta en los libros pero no la encontraba. No la encontraba ni en los libros de Caterina Albert, que supe que era de un pueblo a la orilla del mar, de l’Escala. No, porque ella hablaba de la montaña. Su novela no me enseñó cómo era el mar, pero sí cómo era mi alma. Me quedé sin respiración. No era mi retrato porque yo no era así, pero sí que me enseñó a mirarme a mí misma y, sin saber muy bien por qué, me hizo pensar en Roser. El mar es como la niebla, me respondió Miquel. Me lo decía mirándome a los ojos y yo veía que me respondía eso como podía haberme respondido cualquier otra cosa, porque en realidad no estaba hablando con los labios sino con la mirada. Por qué, pregunté. Y yo no preguntaba por qué el mar era como la niebla, sino por qué había venido a la Carena con su mujer y su hija, y él me entendió. Son mi familia, respondió sin más, y volvió a coger el pincel que había abandonado un momento para hablar conmigo. Quedaba claro. Con el corazón encogido, más aún, regresé a casa y ordené de mal humor a Tineta, venga, chica, vamos al lavadero. Las mujeres del lavadero preguntaban todas por Miquel y su familia. Ha venido a pintar, les dije para que se callaran, y realmente se callaron porque la respuesta las sorprendió, no habían oído nunca de nadie que fuera a un sitio a pintar. ¿Es un pintor famoso?, me preguntó una. No, respondí, es maestro pero está de vacaciones y quería pintar todo esto. Yo tenía en la cabeza lo que me había dicho, que había venido porque solamente yo reconocía lo que pintaba. Pero eso, en realidad, no quería decir nada, debía de ser un simple cumplido, el caso es que había venido con su familia. Y entonces fue cuando Tineta me dijo en voz baja, tengo que contarle una cosa, y cuando me lo dijo a la salida del lavadero me llevé una alegría, porque ya dicen que Dios aprieta pero no ahoga y una noticia como aquella me llegó al alma e hizo que se me saltaran las lágrimas. Y es que yo no había caído pero Tineta ya era mayor y me di cuenta cuando me dijo aquello, nerviosa, frotándose las manos, retorciendo todavía más una sábana que ya habíamos retorcido, qué pasa Tineta, qué quieres contarme, la apremié al ver que callaba. Me miró con los ojos vidriosos, pues que tengo novio. Qué dices, Tineta, qué bien, respondí, contenta. Pero no lo sabe us ted todo, dijo, salgo con su hermano. Tineta salía con Hereu y yo ni siquiera me había dado cuenta. Según me explicó ella misma, se hablaba con Hereu a escondidas desde hacía tiempo, y debía de ser muy a escondidas para que nadie en toda la Carena lo supiera. Pero llegada la hora de elegir mujer, mis padres habían aconsejado a mi hermano que se casara con una heredera y entonces él se negó y dijo que ya tenía prometida y, siempre según Tineta, mi padre estuvo a punto de desfallecer cuando le dijeron que era de la familia más miserable del pueblo. Pero él me quiere a mí, dijo Tineta con un orgullo que no podía disimular. Y a mí me haces feliz, Tineta, y a mí me haces feliz, respondí abrazándola, seremos hermanas y serás la mejor mujer que podría tener mi hermano. Solo lamento que me quedaré sin ti y no sé cómo voy a apañármelas. Pero ya me espabilaré. Pues claro que me espabilaría si era a cambio de aquello. La noticia de Tineta contenía tres buenas nuevas: una, la de su boda con mi hermano; dos, el hecho de que él hubiera conseguido elegir a una mujer sin que nadie se la impusiera; y tres, el hecho de que también ella hubiese podido elegir marido. ¿Sabe?, continuó explicándome la chica, por lo visto su padre amenazó con desheredarlo pero él dijo que le daba igual y, tras dos días hablando de la cuestión, acabó cediendo, Hereu es muy tozudo. Me extraña que mi madre no me haya comentado nada, dije en voz alta. Su padre se lo prohibió porque creo que le tiene a usted miedo, me dijo Tineta con una sonrisa maliciosa. Pero ahora que la cosa tira para adelante, me ha parecido que tenía que contárselo. Y a mí me parece que tienes que aprender a tutearme, Tineta, que seremos hermanas, le dije mientras volvía a abrazarla. Ella me sonrió y me dio un beso. Volvimos al hostal. Todavía no hacía frío, en la calle se estaba bien y daban ganas de quedarse a tomar el fresco. Vi de lejos a Miquel recogiendo los pinceles y también vi las sombras de su mujer y su hija, que le ayudaban y hablaban en voz baja. La verdad, no era la más maravillosa de las situaciones, pero en aquel momento una alegría como la que acababa de darme Tineta podía más que aquella tristeza que me impregnaba el corazón. Al menos por una noche. Y aquella noche recibí otra sorpresa en forma de pregunta extraña que me formularon Miquel y familia, ¿nos llevarías a los Cingles, Tònia? Si no he subido nunca, dije, además, ando muy atareada... Pedí socorro con la mirada a Robert y Tineta y, cosa rara, fue Robert quien reaccionó, yo subí una vez hace tiempo, solo hay un camino de cabras. Lo decía para convencerlos de que no subieran. Ah, no, no, solo queremos ir a los pies de la montaña, a la casa de los Cingles. Me llevaste una vez y, aquel día que fuimos a casa de Ciri, me enseñaste la casa de lejos, ¿verdad, Tònia?, comentó Miquel como si nada, y desde allí podría pintar muy bien. No recuerdo por dónde se va. Cada vez estaba más desconcertada, pero aquello ya acabó de confundirme, aquel camino tenía un significado para él y para mí, yo no había vuelto a recorrerlo desde aquel día del beso, desde aquel verano seco. Me decidí, os llevará Tineta, que recorre ese camino a menudo y sabe muy bien cómo se va. Tineta dijo que sí con la cabeza. De acuerdo, dijo Miquel, y bajó la mirada. Enseguida me di cuenta de que mi negativa le había entristecido. Pero no entendía por qué, no entendía nada y estaba cansada de no entender nada, comenzaba a hartarme de todo y de todos, me habría gustado tener vacaciones como los barceloneses y marcharme a no sé dónde, subir, subir todavía más, si es que había algo más arriba, porque lo que había visto más abajo no me gustaba mucho. En Serd había demasiado bullicio, demasiada gente comprando y vendiendo, no podías ni moverte. Y tantas casas una al lado de otra que no sabías dónde acababan ni cómo salir de allí. Me angustiaba no ver el horizonte ni el final de todas aquellas casas y a Tineta le pasaba lo mismo, se había agarrado de mi brazo y las dos lo habíamos observado todo con ojos curiosos y asustados. Había gente vestida como los barceloneses porque, de hecho, cuando subían a la Carena, los de Serd también se comportaban como si fueran de ciudad pero hablaban distinto que los de abajo, más parecido a nosotros. Aquel primer día que fuimos a Serd queríamos comprar y no compramos. Nos entró dolor de cabeza a las dos y volvimos a coger el coche de línea y cuando estuvimos otra vez en la Carena todos se extrañaron de que no hubiéramos comprado nada. Ahora aquel primer viaje me arranca una sonrisa, sobre todo teniendo en cuenta que, a partir de entonces, más o menos, empezamos a bajar todos los sábados a Serd a comprar porque realmente allí tenían de todo, verduras y frutas que no habíamos visto nunca y que venían de otras tierras de Cataluña y partes del cerdo que nos duraban toda la semana. Y cosas que necesitábamos para la casa. Y de todo, porque cuando uno se acostumbra al lujo de poder elegir ya no se conforma con la imposición de un solo producto. Ven tú también, por favor. Miquel había pasado por mi lado y me lo había pedido en voz baja. Me lo había dicho de tal modo que me hizo temblar un poco. No tuve tiempo de replicar que no podía dejar el hostal desatendido toda la mañana. Pero lo dejé, vamos si lo dejé. Porque dejar el hostal a Robert era como dejarlo desatendido. Le dije, no pasará nada, volveremos a la hora de comer, te dejaré los desayunos preparados, no hay demasiada gente. Era verdad, solo teníamos cuatro huéspedes más, todos se habían ido, ya casi era el Pilar. Robert me miró como si no creyera lo que acababa de decirle, era la primera vez que le daba una orden tan directa y me miró con incredulidad. Tendrías que ir tú y voy yo, dije con cierto rencor, porque hay que tratarlo bien, no puedo dejar que lo acompañe solo Tineta. Después no escribí nada de todo eso. Una vez más me dio miedo que alguien lo descubriera, y yo no lo necesitaba porque lo tengo clarísimo en la memoria, me quedó un recuerdo perpetuo. Pero ahora todo se borra poco a poco y me doy cuenta de que querría escribir lo que pasó. Además, desde que murió Robert, de qué tendría que tener miedo. No aguantó más de cuatro años después de aquello, cuando molestaba más que ayudaba, cuando se cayó un día al suelo gritando como un endemoniado y Eulàlia, que entonces era muy pequeña, vino corriendo, madre, madre, rápido, padre se ha vuelto loco. Realmente parecía que hubiera enloquecido, gritaba contra alguien que intentaba hacerle daño, no parecía cosa de médicos, corre, Tineta, el cura, ordené. El cura ya no era el de antes, no era el mío, que también había muerto hacía poco. Todo el mundo se moría y también moría una manera de hacer las cosas. Coincidiendo con el final de aquella guerra que no era nuestra se habían producido muchas muertes, aunque ninguna en la Carena, ya que al cura lo pilló aquella enfermedad extraña que tenía tanta gente cuando pasó unos días en Serd con el obispo, cosa de pulmones, nos dijeron, tres días y se acabó. En la Carena precisamente se curaban los problemas de pulmones, comenzó a llegar al hostal gente que tosía siempre y que nos decían que mantuviésemos arrinconada, aislada, que primero mandáramos llamar al señor médico y que él ya decidiría si esa gente podía quedarse o no. Si es para recuperarse sí, me dijo, pero si todavía están enfermos no, eso sí que no, que enfermaríais todos, ¿queda claro, Tònia? El doctor se había puesto serio, lo que usted diga, señor médico, lo que usted diga. Pues avíseme siempre que venga alguien al hostal y tosa. Me quedó claro, avisé siempre y solo en una ocasión resultó que el huésped era un enfermo que no podía quedarse y lo echamos. Pero la enfermedad del cura no había sido esa sino otra, uy, ahora todos enferman, mueren a millares, como si no bastase con la guerra. Aguantaban tres o cuatro días antes de cerrar los ojos definitivamente. Y me pegué un hartón de llorar porque gracias al cura había leído y tenía libros. Y gracias al cura había sabido que la soledad de Caterina Albert se parecía mucho a la mía. Pues cuando Robert se encontraba a las puertas de la muerte, vino el capellán nuevo. Lo miró y dijo, ha hecho bien en avisarme porque esto no es cosa de médicos, esto es el demonio en persona. Lo dijo por lo bajo de forma que solo yo lo escuchara. Al verme la cara de estupor aclaró, al final el demonio se apodera del alma de todos los que beben. ¿Al final quiere decir al final?, me atreví a preguntar. El cura dijo que sí con la cabeza con expresión grave. Miré a Robert, que se peleaba contra algo y sudaba a mares y gritaba, Tònia, Tònia, ¿no la ves?, es muy grande y me comerá. El qué, pregunté, el qué. La araña, gritó él. Aquella araña lo acompañó hasta la muerte, se la imaginaba devorándolo, es el demonio y no hay nada que hacer, decía de vez en cuando el capellán, cuando adopta forma de araña es que ya está todo perdido. Y, en medio de aquel caos de gritos desesperados y contorsiones extrañas de Robert, como si quisiera huir de arañas y otros animales que lo atacaran todos a la vez, el cura recitó pausadamente una letanía que yo ya conocía porque había oído recitársela a la abuela, la de la extremaunción, y después se marchó, dejándome con un moribundo, dos niños, Tineta y Quico. Afortunadamente era invierno y no teníamos huéspedes. Mandamos llamar al médico y él nos aclaró que el demonio, en aquel caso, se llamaba alcoholismo. No hay nada que hacer, me dijo en voz baja, es cuestión de horas. Murió al día siguiente. Cuando Robert murió fue cuando remodelé el hostal. Robert Segundo todavía era demasiado joven para tomar decisiones y, además, parecía que no quería saber nada de todo aquello, a mí me gustan los motores, madre, me dijo un día, y me dijo que iría a buscar trabajo a algún taller mecánico de Saltamartí o Serd o donde fuera. Y lo encontró en Saltamartí y allí, unos años más tarde, encontró también a su novia, la que años después, hoy, se ha convertido en su mujer y con la que ahora ha vuelto al hostal porque ella le ha convencido de que puede dar dinero. Robert Segundo se parece más a su padre que a mí y, no obstante, ha tenido suficiente lucidez para ver que eso de la bebida tiene que mantenerse a distancia. Se asustó al ver la muerte horrible de su padre. Todo esto tampoco lo escribí en su momento, hay cosas que tienen que asimilarse y de eso se ocupa el tiempo y no las letras, no puede escribirse correctamente sobre lo que nos está doliendo, yo prefería dejarlo reposar, como dejé reposar lo de los Cingles. Parece un yunque, había dicho Miquel contemplando la montaña desde su pie. Sí, había confirmado su mujer, el Grèvol parece más fácil. Se veía que la mujer no podía caminar más, y eso que solo nos habíamos acercado a los pies de la montaña. Desde allí continuaba el camino hacia casa Ciri y, en menos de tres minutos, habríamos llegado donde pasó lo de aquel día. Miquel dijo, no lo veo bien, me gustaría subir hasta arriba. Arriba, repitió su mujer con ojos horrorizados y sin poder evitarlo. Sí, arriba, dijo él mirando los cortes escarpados con puro placer. Ya subo yo, no hace falta que me acompañéis. Pero tú solo no puedes subir, salté, si vas con el caballete, los pinceles y las pinturas. Estaba hablando, estaba diciendo eso y, de pronto, entendía el juego de Miquel y por qué aquella obsesión por ir conmigo hasta los pies de la montaña. ¿No quieres acompañarme, Anna?, preguntó. No podría, contestó ella, imposible, y la niña tampoco, es muy pequeña, no puede subir tanto, dónde vas a parar, te has vuelto loco, Miquel. Entonces dije lo que supongo que él había previsto que dijera, ya te acompaño yo, no tardaremos tanto, ¿te parece? Claro, prima, siempre que Anna no ponga inconveniente. Oh, no, respondió su mujer con aire de haberse tranquilizado, id, id. Decía id y no sabía lo que estaba diciendo. Me volví hacia Tineta maquinalmente, haz lo que te mande la señora, si quiere quedarse, os quedáis, y si no, volvéis al hostal. En voz baja añadí, si no estoy, encárgate de la comida, eh. Claro, señora, contestó ella. Me llamaba señora e iba a convertirse en mi hermana. Pero cuesta cambiar la forma de tratar a una persona. Yo, a Miquel, de joven lo había tratado como si fuera mi hermano y en la Carena se habían acostumbrado a vernos pasear primero con Roser y después solos. El verano del beso, el verano aquel tan seco, me había acompañado diversas veces a casa de mis padres o al lavadero, aunque, cuando nos acercábamos se iba. También había ido muchas veces a misa conmigo y con Robert Segundo, cuando íbamos los días que podíamos a primera hora de la mañana, con el otro cura, el mío, que, acabado el oficio, a menudo salía a avisarme, Tònia, no te vayas que tengo un libro para ti. Cuando el capellán nuevo se enteró de que yo tenía los libros de la parroquia quiso verlos personalmente. Vino a echar un vistazo inquisitivo a la biblioteca y exclamó, caramba, hay muchos, continúa guardándolos, que lo haces muy bien. Entonces, al ver los del rincón, los que no eran religiosos, añadió, y estos son suyos, particulares, ya veo, como esperando que le aclarase de dónde habían salido. Ah, sí, me los han traído algunos veraneantes. Y otros me los dio el cura, pero eran de los que había comprado últimamente. El nuevo capellán se quedó pasmado, no esperaría algo así. Se quedó quieto un momento y luego, por toda respuesta, señaló Solitud y dijo, ¿sabías que es una mujer? Sí, padre, ya lo sabía, contesté. Y por la cara que puso al mirarme me pareció que mi respuesta no le había gustado un pelo. Este cura tiene la nariz larga y afilada y, cuando mira algo, parece que también absorba todo el olor. Es lo que hizo con mis libros, olerlos. Después nos separamos y ya no volvió nunca más. Con la nariz a punto de estallar paramos al cabo de diez minutos de subida. Un momento, Miquel, que no puedo más, dije con la respiración entrecortada. De acuerdo, accedió él, que parecía muy acostumbrado a caminar. Yo cargaba con los pinceles y las pinturas. Él, con el caballete. Arriba hablaremos, arriba, me dijo cuando vio que iba a formularle un montón de preguntas que debían de dibujárseme en los ojos, no me hagas hablar a medio camino, déjame llegar arriba. No es fácil llegar a la cima de los Cingles. La subida al Grèvol, tal como sospechaba Anna, es más agradable y no tienes que hacer como las cabras, como sí tienes que hacer en muchos tramos del camino de los Cingles donde no sabes muy bien dónde poner los pies para seguir subiendo. Pero en ambos sitios, aunque sea en pleno verano, se respira aire fresco y se encuentra silencio, aquel silencio que debía de saborear la Mila de Solitud, si es que alguna vez había existido, aquel silencio que ofrece la naturaleza en exclusiva en la montaña media, tan cambiante durante el año, pero que, esté como esté, tiene la capacidad de cautivarte, de color blanco, de color verde, de colores diversos o completamente desnuda. Eso en el Pirineo no pasa, nos explicó un veraneante que iba a esquiar, y me contó que, al llegar a una altura determinada, casi no hay árboles, y me sacó del hostal y me obligó a contemplar la línea del horizonte, aquellos son algunos de los picos más altos de Cataluña, me dijo, rozan los tres mil metros, y los tiene usted delante de casa. Es un lujo, dijo, y fumaba su pipa y dejaba que me diera cuenta de que realmente todo aquello era un lujo, y entonces me explicó que allá arriba los árboles no podían vivir, que solo vivían las hierbas que arrancaban las cabras y los rebecos. Y no se puede esquiar porque en invierno se forma una colcha de nieve, ¿sabe?, que parece de azúcar. La de aquí parece nata, dije. El veraneante estaba emocionado y yo también. O, más que emocionada, cautivada. Había visto cubiertas de nieve durante días y días aquellas montañas lejanas cuando en la Carena nevaba un día y al siguiente la nieve había desaparecido o, como máximo, se conservaba una semana, pero nuestra nieve cubría bosques y casas y nunca se me había pasado por la cabeza que aquella de tan lejos fuera solo como una alfombra porque no pensaba que no hubiera nada debajo. Es otro tipo de montaña, insinué, procurando no meter la pata delante de aquel señor. Exacto, convino él, mire allí, solo hay roca y hierba, ya le digo. Mire, no hay árboles. Ah. Y yo que siempre había pensado que aquellas montañas tenían árboles pero que desde la Carena no se veían. La verdad es que me sonaba haber leído algo en algún libro de un autor moderno, pero recordaba que me lo había tomado como si el autor lo hubiera inventado, como si aquel paisaje pelado formase parte de la ficción de la novela. Y no acabé de creerlo del todo hasta que otro huésped llegó al año siguiente con unos binóculos y me los prestó para mirar a lo lejos. Y entonces vi lo que quería decir el veraneante de la pipa. Y me pareció tan impresionante y curioso que pensé que tenía que ir hasta allí, como también tenía claro que tenía que ir al mar. Seguro que subir aquellas montañas era difícil porque, claro, si no tenían árboles, es que eran muy altas. Pero los Cingles no se quedaban cortos. No sabía muy bien por dónde tirar y nos equivocamos un par de veces y, en cualquier otra circunstancia, lo habría dejado a mitad de camino porque no podía más pero, tratándose de Miquel, aguanté y continué subiendo. Años más tarde, cuando Hereu y Tineta se casaron, subí con ellos a la cima del Grèvol a visitar a la Virgen. No lo había hecho cuando me casé porque entonces me parecía muy lejos. Pero cuando ellos se casaron, todo quedaba mucho más cerca, no sé por qué. Pese a equivocarnos de camino llegamos enseguida a la cima porque Miquel no se había parado ni un instante y yo, detrás, tampoco. Y una vez en lo más alto, tampoco quiso sentarse, vamos, dijo, que no tenemos tiempo. Adónde vamos, pregunté, desconcertada. Allí, a la punta. Caminaba a grandes zancadas y ahora, que no estaba tan cansada porque el camino era llano, me fijé en cómo le ondeaba el pelo con el viento, un pelo un poco largo, un pelo de artista. Caminábamos y, a nuestro paso, saltábamos por encima de mil langostas que debían de dormir allí arriba desde hacía siglos y no debían de estar acostumbradas a que las molestaran. No se veía nada, solo el cielo y un campo largo que, eso sí, se acababa. Cuando llegamos al final, se me escapó una exclamación. De pronto, teníamos el mundo a nuestros pies. Cuidado, no te acerques tanto al borde, me advirtió Miquel sonriendo. Y rápidamente sacó el caballete y me pidió los pinceles a toda prisa. Se los di sin pensar. Me había quedado plantada donde estaba, al borde de la última roca previa a un precipicio que no se acababa nunca. Desde allí se veía casa Ciri justo debajo de los acantilados y la Carena un poco más allá, incluso Saltamartí y muchos otros pueblos que no supe identificar. Cerré los ojos un momento, allí sí que reinaba el silencio y parecía incluso que se te taparan los oídos. Quizá era lo mismo que sentía Mila en Solitud. Entonces giré la cabeza hacia Miquel y vi que estaba mirándome. Había pintado unas manchas en el cuadro con los pinceles, pero solo eran manchas. Qué pintas, le pregunté. Nada, dijo, solo unas manchas para que crean que he pintado algo. Ven, me pidió tendiéndome la mano. Me sentó a su lado. Sin esperar a que le preguntara me dijo, me casé porque me enamoré. Pero tengo la impresión de que me enamoré porque necesitaba enamorarme después de tu negativa. Un poco de brisa casi me lleva el pañuelo. Me lo ajusté, no te entiendo, dije con suavidad. Pues que encontré una alternativa, nada más, una alternativa. Bajó la cabeza, lamento decir eso de Anna, no se lo merece, fue un error mío y siempre me he arrepentido. Volvió a alzar la cabeza, es que la mujer de mi vida eres tú, Tònia. Se me paró el corazón. Intenté decir algo pero no pude. Eso sí, noté que me ardían las mejillas a pesar de la brisa, a pesar del fresco que empezaba a hacer allí arriba porque se estaba nublando. Pero no hacía falta que yo dijera nada porque lo dijo él, mira, no he podido resistirme a venir a verte, pero ahora tengo una familia y tengo que venir con ellas y cuidarlas porque me comprometí a ello. Ahora no puedo pedirte que lo dejes todo y vengas conmigo, Tònia, pero he pensado que quizá. Lo dejó así, en quizá, y me apartó un mechón que me tapaba la nariz. Yo no veía nada, y no por culpa del pelo. En un instante, entendí que Miquel estaba pidiéndome que cambiara los criterios establecidos por el mundo y los pueblos pequeños y la Carena en particular. Estaba pidiéndome que renegara de todo lo que era dogma. Ahora que ha pasado tanto tiempo me digo que no me arrepiento de nada, que volvería a hacerlo, como volví a hacerlo. El viento, el sol, las nubes, la tierra, la hierba, las langostas, todo dejó de existir. Nunca había experimentado nada igual. Me pareció que me fundía con su mirada y que, juntos, creábamos un mundo nuevo. Y el otro mundo que entendiera lo que quisiera. No estuvimos arriba más de una hora, de la cual Miquel dedicó diez minutos a las manchas sobre la tela blanca que había extendido sobre el caballete. En el momento de irnos me dijo, como eres la única que ve algo más aparte de manchas, los demás creerán que es un cuadro como los otros. Me arreglé el pañuelo y el vestido antes de bajar. Habíamos encontrado un espacio para los dos, pero a fe que habíamos tenido que ir a buscarlo muy lejos. Solo el silencio de los Cingles había sido testigo de aquel delirio compartido que sabíamos que nos conduciría a morir de añoranza pero también a vivir momentos en que tocaríamos el cielo con el secreto mejor guardado del mundo. La añoranza me la alivia a menudo la mirada de Eulàlia, mi hija de los riscos. 10 El cuadro se ha caído y Lali ha gritado. —¿Qué pasa? —ha preguntado Pere. —Nada, que se ha caído el cuadro... y se ha descantillado. Pere se ha acercado y los dos han mirado el cuadro con detenimiento. Lali está desolada. Pero, de pronto, se hace la luz. Y Lali vuelve a gritar. Mercè siempre la llama a gritos cuando pasa rodeada de niños por delante de su casa. Lali también le sonríe siempre y le devuelve el saludo. Claro que solo sonríe por fuera, por dentro no puede. Me gustan mucho los niños, le dijo un día a Lali, y, mira, me los llevo de excursión. Entre semana, Mercè es maestra en Serd, las cosas de la vida la llevaron a hacer las prácticas aquí, en la comarca, y aquí conoció a su marido y se quedó. Y ahora ha alquilado un apartamento en casa Tònia. ¿Cómo es que no me lo habíais dicho?, había preguntado Lali a su padre y a Laura. Chica, había respondido él irónicamente mirándola por encima de las gafas, y cómo íbamos a saber nosotros que erais amigas. Amigas no sería la palabra correcta, pensaba Lali, pero no decía nada y se iba, sobre todo cuando escuchaba a Pere darle explicaciones a Laura, es de cuando iba a aquella escuela en la que no hizo nada, ya sabes, de adolescente. Basta, basta, por qué viene a buscarla el pasado ahora que ya lo había superado, ahora que le ha echado tierra encima. No soporta esos comentarios, no puede con ellos, consiguen que le fallen otra vez las piernas, vuelve a verse sin fuerzas para seguir ni un día más y vuelve a sentir que no puede hacer nada, que no sabe hacer nada, que nunca llegará a nada, aunque tenga un restaurante y haya publicado un libro que está convirtiéndose en el fenómeno del verano. Aunque, de repente, todos quieran comer en su restaurante, aunque haya tenido que dejarlo en manos de Berta, contratada con prisas hace seis meses para poder moverse y atender a la prensa y a todo lo que hay que atender cuando una se convierte en una celebridad. Lo había hablado con Jordi. El año pasado subió por San Juan con la familia, con Agnès y Sara, y habían charlado de la fama y la gloria, de adónde conducen los oropeles y para qué sirven. A mí no me importa porque es el precio para seguir viviendo de la pintura, le decía él, pero a veces preferiría el silencio, el silencio conmigo mismo, el silencio de la Solitud. ¿Oyes?, Mila, pensó Lali, habla de la Solitud. Y se dijo que tal vez Jordi también tuviera una Mila con la que hablar. Le había presentado a Xevi, no porque tuviera intención, sino porque Xevi había aparecido en casa un día que él también estaba. Jordi había reaccionado con una sonrisa extraña después de la sorpresa inicial. Y Lali había pensado, a lo mejor crees que me quedaré para vestir santos, que es lo que piensa todo el pueblo. En el pueblo, no solo habían contemplado con estupor cómo la heredera Lali se hacía famosa, sino que parecía que no, que no vestiría santos, y para acabar de rematarlo, no los vestiría gracias a uno de casa Romeguera. El primer día que Xevi se presentó en casa Tònia, Pere se quedó a cuadros. Buenas tardes, qué quieres, le preguntó en un tono un tanto desafiante. Vengo a buscar a Lali, respondió él sin cortarse un pelo. Por la noche, Pere le había advertido sin parar, ándate con ojo con esta gente, eh, con mucho ojo. Oye, se quejaba Laura, que yo también soy de esa gente, me has dejado entrar en tu casa y quedarme a vivir aquí. Tienes las mismas manías que ellos, decía Lali de mal humor, sois todos iguales menos Laura y Xevi. Todos. El primer beso se lo había dado dentro del coche, como era de esperar. Habían ido al cine, sí, y Lali seguía sin saber muy bien qué hacía allí, dentro del coche con aquel chico del otro bando, pero el hecho de llevar la contraria a todo el pueblo, incluido su padre, la estimulaba. Aquel primer día que habían ido al cine, volvía a hacer buen tiempo y los prados verdeaban. Bajaban hacia Serd manteniendo una conversación nerviosa, la clase de conversación que se mantiene cuando no se sabe qué decir, con risitas por nada y comentarios sobre el tiempo, sobre la pintura de la iglesia que estaba desconchándose y parecía que nadie lo notara, sobre los baches en la carretera provocados por el hielo y sobre páginas web. Vieron la película sin ningún interés, Lali pensaba que, si él le cogía la mano en el cine, sería indicio de que realmente se había liado con un adolescente. Respiró tranquila cuando no pasó. Pero sí pasó en el aparcamiento, cuando fueron a sacar el coche. Cuando estuvieron los dos sentados dentro, Xevi preguntó, puedo besarte, y sin esperar respuesta, la besó. Lali ya no se acordaba de los besos y le sorprendió recuperarlos, la sensación era muy extraña, nueva, aunque durante los segundos que duró, intentó recordar qué había encontrado en los besos de Octavi que tanto le habían gustado al principio, cuando tenía veinte años. Por fortuna todo cambia y dejan de tenerse veinte años, igual que hace ya mucho tiempo que Lali dejó de tener trece. Mercè le explicó su vida mientras tomaba un café en casa de Lali, y ella no acababa de creer lo distinta que era, era mucho más guapa, sí, tenía algo en la mirada que no tenía de niña, un brillo con un aliciente, con un objetivo o algo así. Quizá antes no lo tuviera, quizá nadie le había enseñado a tenerlo. Cuando Lali le había contado que salía con alguien pero no era nada serio, ella había sonreído y le había dicho, siempre fuiste un poco solitaria. Lali tampoco había acabado de creerlo, estaba claro que aquella mujer no tenía sensación de nada, ningún remordimiento, ningún comentario que hacer sobre todas aquellas cosas que Lali creía olvidadas y que en los últimos tiempos volvían a salir a la luz, a ras de piel, como si se tratara de uno de esos virus latentes que un buen día asoman al exterior para decir, hola, estoy aquí. Y Lali gritaba por dentro, fuera, fuera, escondeos otra vez, no quería para nada aquellas señales, por fuera sonreía y cambiaba de tema, cómo es que sacas de paseo a los niños el sábado. Son los amigos de mis hijos, así caminan un poco. La niña lleva hierros como tú, pensaba Lali, pero no son como los de antes, son más discretos, tú estabas mucho más fea que ella. O quizá no, quizá solo a Lali le había parecido espantosa. ¿Tienes algún problema con ella?, le había preguntado Jordi. La pregunta la había dejado estupefacta. Él estaba pintando de cara a la Plana, había traído el caballete y las pinturas y se había puesto manos a la obra mientras Agnès y Sara paseaban por el pueblo, ahora veo lo que pintaba el abuelo, ahora lo entiendo, había dicho Jordi, ahora entiendo por qué venía, esto es maravilloso, único. Es la niebla, decía Lali, como si él no se diera cuenta. Sí, este mar, el Pirineo, estas montañas, el Grèvol y los Cingles, añadía, a ver si consigo el mismo impacto que consiguió el abuelo, él sí que pintaba bien. Y se ponía a trabajar. Me voy, decía Lali. No, por favor, le había pedido él. Hacía un momento que Xevi había venido y se había ido, Lali también amagaba con marcharse porque no quería que Jordi le hiciera más preguntas sobre el chico de casa Romeguera y entonces había aparecido Mercè y la había saludado. Y ella, Lali, le había devuelto el saludo de una manera que creía natural y normal pero Jordi, al oírla, se había girado de pronto y le había leído el alma, le había preguntado si tenía algún problema con Mercè. Pasa los veranos y los fines de semana en los apartamentos de casa, había contestado Lali por toda explicación porque se topó con la mirada intensa de Jordi clavada al frente y le había pasado aquello de que se le formaba un nudo en la garganta. Jordi, sin añadir nada más, había continuado pintando. Y, como siempre que pintaba, había cambiado de cara al instante, como si de repente el mundo de alrededor dejara de existir. Era el solsticio de verano. Después de contemplar cómo se consumía la hoguera y escuchar los petardos y ver subir los cohetes de colores, después de cuatro días en que una nube dorada sobrevoló casa Tònia, había llegado un verano más lluvioso que los otros que había acabado en un septiembre glorioso cuando la había telefoneado uno de los editores a los que había mandado la novela y le había dicho, sacaremos el libro para Sant Jordi. Si vienes un día, firmamos el contrato y nos conocemos. Y comenzó una temporada especial, diferente. Con aquella llamada del editor de aquella editorial tan grande y tan conocida, había sido como si de pronto se abriera el mundo, como si alguien le dijera, a partir de ahora todo será distinto. Y sí que había sido distinto, sí, y cuando Lali había visto su libro encuadernado, cuando se lo habían puesto en las manos, había sido como si le entregaran un bebé, su bebé, se le habían saltado las lágrimas. No vale emocionarse, le había dicho el editor, un hombre experimentado y con cara de querer comerse el mundo con el libro de Lali. Le había dado unos golpecitos en la espalda y ella no había podido hablar porque entonces no tenía un nudo en la garganta, sino en la boca, y pensaba que aquello era lo mejor que le había pasado en la vida. De eso hace ya muchos meses. Después, cuando llegó el verano, estaba cansada. Estaba cansada no sabía exactamente de qué, pero cansada. De repente el turismo había crecido como nunca en la Carena, es por tu libro, le dijo Xevi, ahora todo el mundo quiere venir a conocer el pueblo. Y remataba, estoy orgulloso de ti. Después, Xevi había bajado la mirada, ahora que vas a ser famosa te olvidarás de mí. No digas disparates, Xevi, había saltado Lali, cómo quieres que me olvide de ti, una cosa no tiene nada que ver con la otra. Xevi era dulce. La había llevado a su piso de Serd después de salir del aparcamiento aquel día del cine y, allí, después de cerrar la puerta y acompañarla a una habitación amplia y cálida, con una cama blanca y grande en el medio, le había quitado poco a poco la ropa mientras le besaba suavemente las mejillas, los ojos, la nariz, la frente, los labios. Lali, extasiada, también le había quitado la ropa a él. Debajo había aparecido un hombre corpulento y toda la ternura que lo acompañaba. Xevi le había recorrido con manos temblorosas los pliegues más íntimos de la piel. Lali se sentía extraña, hacía mucho que nadie la tocaba así. Su cuerpo recordaba y añoraba las caricias, pero sus manos no sabían qué hacer. Perdona, hace mucho que, empezó a decir. Xevi, que se había quitado las gafas y la besaba en el cuello, murmuró, yo también, no te preocupes, volveremos a descubrirlo juntos, ¿te parece? Le parecía bien, sí, había sido bonito y Lali había vuelto a la Carena con la sensación de haber conseguido algo para sí misma. En el pueblo los dos vivían con la familia y resultaba difícil e incómodo encerrarse en una habitación, pero empezaron a bajar a Serd con frecuencia, a casa de Xevi, donde estaban tranquilos y donde el mundo era solo de ellos dos. Y entonces había llegado San Juan con Jordi y su familia. Y Lali se había dicho, supongo que ya no me dará aquel vuelco del corazón. Pero le dio igual, lo notó muy hondo. ¿Ya has terminado?, le preguntaba ahora al ver que Jordi recogía. No, no, descanso. Estaba despeinado. Oye, le dijo mientras dejaba el pincel, ¿podrías acompañarme? Adónde, preguntó Lali. Allí, respondió él señalando a los Cingles. Uf, pues es que no he subido nunca, aunque conozco el camino. No quiero subir a la cima, solo quiero ir allá abajo, dijo Jordi, hasta allí, y después, bajando la mirada, añadió, y supongo que ellas también querrán. Claro, no pasa nada, está muy bien, improvisó Lali mientras pensaba que sí pasaba algo. Me gustaría pintar allí, había dicho él a modo de explicación. Había ido a la mañana siguiente. No quedaban más días para salir de excursión, la familia Rigual regresaba a Barcelona al día siguiente. Lali encargó a Berta, que por entonces solo trabajaba unas horas al mediodía, que se ocupara del restaurante todo el día. Era un trastorno tener que dejarlo en manos ajenas uno de esos días festivos que se llenaba de gente, pero no podía decirle que no a Jordi, era incapaz. Si viene Xevi a verme le dices que he salido de excursión, le dijo tanto a Berta como a su padre. Con Xevi, después de haberse explicado mutuamente los secretos de la familia, se habían reído juntos de los odios ancestrales entre las dos casas más grandes del pueblo. Uy, decía él, a la tía Laura siempre se la han tenido jurada en casa por pasarse al bando contrario y, además, del modo en que lo hizo, me refiero a la historia con tu padre. El abuelo quería incluso quitarle las tierras y eso que era su padre, increíble, admiro mucho a mi tía Laura porque aquí cuesta mucho hacer lo que ella ha hecho. Es muy valiente, sentenciaba moviendo la cabeza arriba y abajo en un gesto de aprobación. Sí que es valiente, sí, asentía Lali, y ha lamentado mucho la pelea con su padre, quince días antes de morirse, el viejo todavía andaba moviendo las estacas. No se puede vivir del odio, decía Xevi, porque eso no es vivir, es morirse. Vaya, se admiraba Lali, gran frase. Y cómo habéis acabado con la casa del restaurante, preguntaba entonces él. Pues porque era de un primo de mi padre que murió sin hijos y de una hermana que también murió hace años. Así que le tocó directamente por herencia, por lo visto no había más familia, no sé muy bien, el caso es que es suyo. Cuando escuchaba eso Xevi miraba raro. Entonces, Lali preguntaba directamente, y de la historia turbia qué, tú qué sabes. Y Xevi desviaba la mirada y respondía, de verdad que no sé nada, nadie quiere hablarme del tema, no sé qué pasó. Lo decía deprisa y precipitadamente y después cambiaba de tema y Lali, por dentro, pensaba, tú sabes algo, pero no quería presionarlo y se decía que con el tiempo acabaría contándoselo. ¿Y si llueve?, preguntó Lali viendo que el día había amanecido nublado. Pues si llueve tendremos que volver, respondió Jordi, nervioso, como si le fuera la vida en lo que quería pintar. Subieron todos al 4 × 4 de Lali y salieron de la Carena en dirección al viejo camino real entre Serd y Carol. Pese a las nubes hacía buen día, enseguida dejaron el coche en una curva donde se podía aparcar y Lali alzó la vista, si aguanta así irá muy bien porque no pasaremos calor. Y la luz es perfecta, dijo Jordi, mira qué sombras. Lali observaba lo que quería decir, las nubes oscurecían más un lado de la montaña y endurecían los pliegues de las piedras que coronaban los Cingles, mira qué contraste, es dantesco, decía él con un ligero temblor en la voz. Lali lo miraba y lo veía un poco emocionado. Agnès y Sara iban unos pasos atrás y Sara le contaba a su madre sus últimas aventuras escolares, ahora que se había acabado el curso. El campo olía a mojado y cantaban los grillos y los pájaros. Los cuatro caminaban a buen ritmo hacia la casa de los Cingles, equipados con ropa impermeable por si los pillaba un chaparrón. Sara y Agnès continuaban hablando más atrás. En cambio, Jordi y Lali no decían nada, quizá no sabían qué decirse o quizá no necesitaban hablar, pensaba Lali tiempo después, cuando recordaba la escena. Hace ya más de un año de todo aquello, un año en que han pasado cosas muy graves, y parece que habría que olvidar minucias como esa porque qué es un paseo con un pintor y su familia comparado con convertirse en un fenómeno de ventas de la noche a la mañana. Cuando llegaron a la casa de los Cingles se detuvieron, no sé si es aquí donde querías venir, dijo Lali, por allí se va hacia el hotel o arriba, hacia la cima de la montaña. Hacia la cima, dijo Jordi sin dudarlo. Lali se sorprendió, cómo que arriba, qué quieres decir, si es un camino de cabras, es muy difícil y con la niña no podrás subir, ayer dijiste que no querías subir tanto. He cambiado de opinión, repuso él. Venga, Jordi, no te pases, dijo Agnès, dijiste que nos quedaríamos aquí abajo. Jordi miró arriba un momento y después se dirigió a Lali, ¿no me acompañarías, por favor?, lo digo para ayudarme a subir los pinceles, el caballete y las pinturas, porque yo solo no podré, no te importa, ¿verdad, Agnès? Lo dijo todo de un tirón, como si fuera evidente que Lali aceptaría y Lali no había dicho nada, no había tenido tiempo ni de replicar. Ay, haz lo que quieras, le contestó Agnès con un gesto de exasperación que Lali comprendió perfectamente, si ella quiere acompañarte, que vaya. Ella era Lali, la señaló con la cabeza, dando a entender que tenía todo el derecho a negarse, que aquello no era ir a la esquina a comprar el periódico. Pero Lali no podía negarse, de ninguna de las maneras, al contrario, sentía como si algo lleno de vida se le hubiera metido en el cuerpo, en la boca del estómago, y le hubiera infundido fuerzas para subir cuatro montañas como los Cingles, una detrás de otra. Vamos, dijo, después de darle las llaves del coche a Agnès. Marchaos cuando os apetezca, dijo Jordi, ya os llamaremos para que vengáis a buscarnos. A veces las cosas no funcionan como es debido y las previsiones se truncan por alguna razón, todo se va al traste o, simplemente, se vuelve gris oscuro lo que tenía que ser de alegres colores. Dicho de otro modo, la felicidad completa no existe. Como cuando Lali presentó su libro en una librería de Barcelona, cuando la presentó un crítico de renombre como un nuevo valor de la novela histórica. Y Lali no supo cómo tomárselo, no se atrevía a creerlo, cuando lo había leído en la prensa se había sonrojado pero todavía se puso más roja cuando aquel crítico la dejó por las nubes delante de un montón de invitados y un par de cámaras de televisión. El editor sabía lo que hacía, no sufras, le decía, siempre viene toda la prensa, y a Lali le daba igual que fuera toda la prensa o no, el caso es que se sentía en otro mundo, como si la Carena y el restaurante hubieran dejado de existir. Tranquila, le había dicho Berta, me has contratado para estar tranquila, pues ve, ve, no sufras. La empujaba delicadamente afuera, era la primera vez que Lali se iba cuatro días dejando el restaurante abierto, pero le habían pedido que se dedicara a la prensa los días posteriores a la presentación. Claro, dijo sin saber muy bien lo que decía, y había bajado a Barcelona y se había instalado en casa de su madre. Y Sílvia y Pere se habían visto por primera vez en mucho tiempo en la presentación, te veo muy bien, Pere, había dicho ella. Y él había contestado, pues tú estás tan guapa como siempre. Lo cual hacía feliz a Lali, solo le faltaba ver que sus padres por fin podían ser buenos amigos después de tantos gritos en casa, después de tanto mal humor y de decirse tantas lindezas, y Sílvia parecía cansada pero contenta, muy contenta del éxito de su hija. Fue una fiesta de las grandes, seguida de cuatro días de contestar preguntas y escuchar alabanzas sobre el libro. Muchos periodistas le preguntaban qué era exactamente la Carena para que se lo explicara a los lectores, oyentes o telespectadores, no es un municipio, explicaba ella, por eso muchas veces no sale en el mapa y en cambio Saltamartí sí, explicaba que el ayuntamiento estaba en Saltamartí y explicaba que su personaje del siglo XVIII iba a parar a la Carena precisamente porque allí resultaba más fácil pasar desapercibido, la Administración quedaba lejos y podía vivirse relativamente en paz, pero, claro, por entonces eran cuatro gatos, continuaba Lali, y entonces podía hablar de lo que a ella le gustaba, de la historia de su pueblo, de sus orígenes. Y después, cuando se quedaba sola, pensaba, sé qué pasó en el siglo XVIII y no sé qué ha pasado en el siglo XX, y se proponía investigarlo hasta llegar al fondo, para encontrar la línea familiar directa a través de esos dos siglos, para saber cómo había ido la cosa. Y se dijo que le pediría permiso a Xevi para consultar la carpeta del siglo XX ahora que ya se habían explicado todo lo que tenían que explicarse sobre los odios y los rencores entre las dos familias. Quizá descubriera algo rebuscando entre aquellos papeles. Fue una fiesta de las que no se olvidan o de las que Lali no olvidará jamás, fue incluso Octavi. Él también había olvidado los malos momentos, la felicitó y después, aparte, le dijo, fue muy duro, tenías razón al marcharte, al poco de irte, lo vendí todo. Octavi se había casado y tenía un hijo. Todas las aguas acaban volviendo a su cauce, se decía Lali, todo acaba en el lugar que le corresponde, poco a poco, sin prisas. Una gran sonrisa le iluminó la cara porque la espina que llevaba clavada en el corazón, la espina de su enemistad con Octavi, acababa de deshacerse. La vida le regalaba unos días de felicidad y era como si le hubieran tocado unas vacaciones en un lugar idílico y sentía que debía aprovecharlas porque también sentía que podían acabarse en cualquier momento. Y se acabaron. Cayó una tempestad con un rayo que atravesó su vida sin piedad. Porque su madre había callado y, no solo eso, sino que había hecho prometer a Pau y Marta que no le contarían nada a Lali. Y cuando ocurrió, cuando aquella especie de viaje astral al mundo de la gloria terminó y Lali regresó a la Carena, un buen día, al cabo de una semana, Marta la llamó llorando, Lali, mamá está ingresada, está muy mal. Una de cal y otra de arena. La vida quedó truncada para siempre, Lali hizo un paréntesis en su éxtasis literario para poder ir al hospital y convivir con la poca vida que le quedaba a su madre. Los mellizos le dijeron que hacía ya un mes que se sabía que no tenía remedio. Pero nos pidió que te dejáramos disfrutar la gloria, nos pidió que no te estropeáramos el momento. Lali se enfadaba, ha sido una celebración engañosa, mi madre muriéndose y yo venga a hablar del siglo XVIII en la Carena, tendríais que habérmelo dicho, tendríais que habérmelo dicho. Lloró con la mejilla pegada a la de Sílvia y su madre aún tuvo fuerzas para acariciarla, mi niña famosa, le dijo, y bromeó, menos mal que ya tienes tu cuadro querido que, si no, me preocuparía. Déjate de cuadros y libros, replicaba Lali, y cúrate enseguida, recupérate, te necesitamos. Se lo decía por decir, sabía que no se recuperaría, sabía que se iba de este mundo y que había esperado a morirse para poder despedirse de ella. Sílvia la miró por última vez y sonrió. Quedaba poco de ella, solo el brillo de los ojos. Era media tarde. Al anochecer, cogió aire por última vez y después dejó de existir. Con la muerte de su madre, la vida se detuvo durante un tiempo. Al menos murió después de verte triunfar, Lali, le dijo su padre en un intento por consolarla, estoy seguro de que la muerte esperó con paciencia a que presentaras el libro. Pero estuve con ella los cuatro días y no me dijo nada, nada de nada, decía y repetía Lali. El silencio de su madre le hacía pensar que hay muchos silencios dolorosos. Silencios que no deberían permitirse. Entonces Lali también calló, calló durante una semana porque no podía hablar, no podía decir nada, no podía retomar la promoción del libro, todo había dejado de importar. Tenía la impresión de que aquello del libro le había pasado a otra, que era cosa de alguien de otro mundo. La gloria no le pertenecía a ella. Mercè, siempre atenta, le había ofrecido ayuda el fin de semana, le había dicho aquello de, si puedo hacer algo por ti. Nada, gracias, decía Lali, mientras, por dentro, gritaba, podrías desaparecer de mi vida, eso sí, no había forma de zafarse del espectro de la Mercè de trece años a pesar de que el recuerdo se había solidificado, ya no era blando, sino una bola dura, un conglomerado de hierros como los de sus dientes e, incluso, cuando estaba un rato con ella, llegaba a olvidar el pasado, la mujer ahora era agradable, simpática y siempre estaba dispuesta a echar una mano a quien la necesitara. Siempre estaba pendiente de los hijos y Lali se percató enseguida de que la niña no tenía nada que ver con la madre de pequeña, ¿sabes?, le dijo un día Mercè, cuando yo tenía su edad en casa nadie me hacía caso, mi madre andaba todo el día pendiente de fiestas, solo le importaban las fiestas y las cenas, y mi padre trabajaba mucho y no le veía nunca. Lali se ponía nerviosa, no quería que se lo contara, no le apetecía, porque era un terreno demasiado próximo a su particular pozo de aguas residuales, pero Mercè había decidido hablar, hay gente que calla y hay gente que habla y ella hablaba, no quiero que a mis hijos les ocurra lo mismo, yo lo pasé muy mal, decía, y Lali, por decir algo, decía, lo siento, y cambiaba de tema, a ver si no qué iba a decir y qué iba a comentar. En el caso de los niños con problemas, cherchez les parents, ya sabes, decía Mercè fusilando el célebre cherchez la femme, siempre que hay un problema, el origen hay que buscarlo en casa. Lo decía con la seguridad de una profesional del tema, de hecho, era una profesional del tema, se dedicaba a los niños, así que debía de ser verdad. O cherchez les copines pensó con ironía Lali. Y también mi silencio, dijo. Y el día que se lo dijo fue como si un rayo de luz iluminase un trocito de la bola sólida de hierros, de pronto comprendía que su forma de ser tenía mucho que ver con lo ocurrido, ella vivía en las nubes de algodón y aquello era la realidad más dura a la cual no podía adaptarse de ninguna manera, jamás habría sabido cómo hacerlo. Y había callado desde el primer día y había continuado intentando vivir en las nubes. Perdóname, tengo trabajo, le dijo a Mercè, y se fue a su casa, estaban en plena calle y la amiga, porque entonces teóricamente eran amigas, se quedó con un palmo de narices. Pero es que Lali acababa de descubrir eso, que su nube de algodones y el silencio habían sido sus grandes pecados de adolescencia. Las dudas sobre las intenciones de Jordi se disiparon cuando él la miró. Y no solo eso, sino que allí, en la casa de los Cingles, Lali comprendió, sin lugar a dudas, que Jordi lo había previsto todo desde que le había pedido que los acompañara hasta allí. Lo tenía todo previsto, sí, sabía que, si en el último momento decía que tenía ganas de subir a la cumbre, su mujer no los seguiría con la niña. Y también sabía que Lali le acompañaría y también sabía que, si antes de salir de casa decía que quería subir a la cima, Agnès se quejaría y acabarían sin moverse de casa Tònia. Lo sabía todo, lo tenía todo previsto. Y Lali no acababa de creer exactamente con qué intenciones, solo sabía que ella tenía que hacerlo, que tenía que seguirle el cuento a aquel pintor que decía que quería pintar desde la cima de los Cingles con ella. Y echaron a andar en silencio. Y detrás se oyó la voz de Sara preguntándole a Agnès, adónde va papá, y a Agnès contestándole, sube allá arriba de excursión con Lali, luego vienen, tú y yo vamos a pasear un rato. De hecho fue lo único que oyeron, eso y el silencio, y el mierda que se le escapó a Jordi cuando le cayó el primer goterón en el brazo. Fue justo lo último que oyeron antes de un trueno inmenso, sensacional, antes de que los goterones se precipitaran sobre ellos rápidamente, cada vez con más frecuencia, como si se hubieran puesto de acuerdo para frustrar algún intento de desentenderse, algún intento de salirse de madre. Jordi y Lali se miraron mientras el agua comenzaba a formar una cortina espesa. Agnès gritó desde lejos, Jordi, corre, corre, que nos vamos, mientras corría con la niña hacia el coche. Y entonces Jordi dijo, como si todo fuera evidentísimo, lástima que no nos haya pillado la tormenta cuando ya no nos vieran, lástima. Sí, lástima, se limitó a repetir Lali sin saber muy bien lo que decía, Jordi, pese al impermeable, estaba empapándose, igual que ella, pero ella solo veía aquellos ojos que tenía delante y que la atravesaban, y otra vez se le formaba un nudo en la garganta. Los despertó la voz de Agnès, estáis locos o qué. Sí que estamos locos, pensó Lali mientras echaban a correr hacia el coche. El hechizo del agua se había deshecho pero Lali se quedó con un interrogante en la cabeza, qué había querido decir Jordi con aquello de, lástima que no nos haya pillado la tormenta cuando no pudieran vernos, en aquel momento le había parecido que las palabras del pintor tenían una dimensión extraordinaria, pero luego, con el paso de las horas, de los días y del tiempo, después de que se volvieran a Barcelona, Lali había terminado por creer que se había imaginado que todo aquello quería decir lo que no quería decir y que Jordi debía de lamentarse de no poder subir a pintar a pesar de la lluvia y de todo, seguro que habría subido de todos modos. Qué hacíais allí parados, preguntó Agnès, enfadada, mira cómo te has puesto, Jordi, madre mía, eres como un crío. Y Jordi miró a Lali, fue la última vez antes de irse que miró a Lali de aquella manera, y Lali apartó la mirada. Después de San Juan y después del verano pasaron tantas cosas que aquello quedó diluido. Primero, Jordi no le había dicho nada, solo le mandó un correo electrónico agradeciéndole las atenciones de parte de la familia. Y después se calló. Cuando Lali comenzó a bajar con frecuencia a Barcelona por el tema del libro, ya no le avisó ni le dijo nada porque le pareció que sería remover unos momentos que no había necesidad de remover, estaban bien como estaban, intactos e intocables, es mejor no remover la memoria si no lleva a nada y aquello no parecía llevar a ninguna parte y, además, podía herir, podía hacer daño. Ni siquiera le mandó una invitación para la presentación del libro. Lo tenía en la lista de personas a las que quería invitar y, a última hora, dijo a la editorial que no, que no le mandaran la invitación. No había necesidad de tentar a la suerte si había quedado olvidada. Valía más mirar adelante y parecía que Jordi formaba parte del pasado, del pasado inmediato pero puntual, de un instante fugaz que ya había desaparecido y que, en realidad, no había significado nada. Y después llegaron la muerte de su madre, el funeral y el entierro, y aquella época terrible. Y, al entierro, Jordi sí fue, lo he leído en el periódico, dijo cuando se acercó a darle dos besos. Lali se abrazaba a su hermana por un lado y a Xevi por el otro. Lo veía refractado a través del agua que le manaba de los ojos, que no paraba de manar. Siempre lo veo a través del agua, pensó Lali. Aquella vez no se le hizo un nudo en la garganta porque ya hacía días que se le había escapado por la boca o al menos se lo parecía, todas las cosas terrenales de pronto dejaban de importar, todas, y también aquello que un día había parecido unirla a un pintor de manchas que no eran tales sino realidades como la copa de un pino. Al fin y al cabo, se decía después Lali, la vida está compuesta de sensaciones extrañas e irrealidades. Aquel día, Jordi le dejó un beso cálido en la mejilla antes de marcharse, igual que habría dejado una rosa blanca de despedida. Han pasado ya tres meses. Con Xevi las cosas van bien o tal vez no, Lali no está segura, y por eso dijo lo que dijo cuando él le insinuó vivir juntos. Lali tenía la respuesta a punto o casi, y qué hago con el restaurante, no puedo mudarme a Serd, ya sé que Berta se encarga, pero yo también quiero estar. Pero Xevi también lo tenía todo previsto, podemos buscar casa en la Carena, un lugar para los dos, conservaré el piso de Serd e intentaré subir más entre semana, qué te parece. La verdad es que era buena idea, sí, porque parecemos críos de quince años, decía Lali, con esto de tener que bajar a tu casa de Serd para tener un poco de intimidad. Entonces te parece bien, preguntó Xevi. Pues sí, dijo Lali, pero ten paciencia, ya has visto que con el asunto del libro ahora no paro, voy de un lado a otro, de Barcelona aquí y de aquí a Barcelona. Le dijo eso porque no sabía qué decirle, porque desde la tormenta el mundo se había vuelto mucho más real y, cuando Lali había intentado volver a subirse a las nubes gracias al libro, resultó que apareció un monstruo que la hizo bajar de golpe. Un monstruo que se llevó a su madre y la sumergió en un mar de dolor. Así pues, qué le quedaba. Nada, se decía entonces y continúa diciéndose ahora, cuando se ha caído el cuadro, pero será que la vida es así y se supone que Lali ya es una mujer lo bastante fuerte para soportarlo. Y entonces, mientras contemplaba el cuadro, ha querido acariciar el marco, la mano se le ha disparado sola y ha sido cuando el cuadro se ha caído y un lado del marco ha saltado porque era muy antiguo y se ha agujereado el papel de detrás. Y ha sido también cuando Lali ha gritado, cuando ha venido Pere y juntos han pensado la manera de arreglarlo. Y ha sido también cuando Lali ha dejado escapar otro grito porque ha visto lo que había dentro. —Mira, papá, mira... ¡Un montón de papeles! Es cierto, con la parte de atrás abierta, dentro se ve un buen fajo de papeles... de papeles manuscritos, en letra menuda y pulcra, bien dibujada, como si se tratara de una caligrafía ejemplar para suplir la letra de imprenta. Una de aquellas caligrafías preciosas de época. Lali termina de romper a toda prisa el papel que cubría el dorso del cuadro y saca con cuidado todo lo que hay dentro. Son papeles amarillentos, algunos chamuscados, pero todos perfectamente legibles. Coge el de arriba del todo y lee la primera línea en voz alta: —«El sábado me caso. Y, cuando me case, seré diferente y viviré en otra casa. Suerte que será en una de aquí, del pueblo...» Después levanta la cabeza y mira a Pere. Y Pere solo dice lo que a los dos les resulta evidente desde hace rato: —Son los papeles perdidos de mi abuela. 11 Hoy ha vuelto Roser. Creía que no volvería a verla nunca por aquí. Al fin y al cabo, la guerra ha servido para algo positivo. Cuando la he visto, me han entrado ganas de volver a escribir y eso que, con lo que me ha pasado, las había perdido del todo. Cuántos años hace que no escribo ni una línea. Cinco o seis, y mira que antes no podía vivir sin escribir. Pero pasó todo aquello que me partió el alma y, claro, también las manos. Ahora las tengo deformadas pero al menos no me duelen cada vez que doblo los dedos. El doctor me dijo que las sumergiera en agua salada cada mañana, y así me encontraba mejor pero, de todos modos, me dolían, ha lavado usted demasiada ropa, me dijo. Y qué quería que hiciera, respondí, quizá el médico creía que la ropa se lavaba sola. Entonces, cuando le expliqué lo de los dedos, hacía ya muchos años que no lavaba ropa, que tenía a unas mujeres que lavaban por mí, fueron momentos gloriosos, teníamos a mucha gente en el hostal, siempre estaba lleno, los veraneantes venían a pasar toda la temporada, desde San Juan hasta el Pilar y, cuando se iban, aún les daba pereza volver a casa. Robert Segundo y Carme, cuando se casaron, se lo encontraron todo hecho y solo tuvieron que abrir el cajón para cobrar las estancias de toda aquella gente, los de siempre, amantes de las excursiones, las sobremesas largas, las siestas, las tertulias nocturnas hasta bien entrada la madrugada mientras cantaban las ranas y los grillos. Señores con pipa hablando de deporte y de política, señoras con jerséis de lana fina hablando de criadas y vestidos. Y aquel olor a verano. Y el hostal de Tònia, que había empezado con tres habitaciones para los arrieros y que habíamos ampliado para acoger a veraneantes y convalecientes, el hostal que habíamos tenido que ampliar dos veces más para acoger a aquel alud humano del verano que parecía no tener nada más que hacer aparte de quedarse tres meses allí, al fresco, había sido un lugar de referencia de la comarca hasta la mitad de la guerra, cuando los nuestros empezaron a verse derrotados. Pero antes de eso, los enviaban para aquí desde el mismo Serd, decían que este era el lugar ideal para la salud y el mejor hostal de la comarca. De todo eso, precisamente queda solo la salud. Ahora que Robert Segundo vuelve a estar aquí, nos moriríamos de hambre si no fuera porque los médicos de allí abajo nos mandan a los enfermos que están recuperándose, dicen que esta es la mejor medicina, y nosotros ya no nos preocupamos de si están demasiado enfermos o no, hacemos la vista gorda porque los necesitamos para sobrevivir. Por qué vendiste las tierras, me preguntó un poco maliciosamente un día una mujer del pueblo. Era una antigua compañera del lavadero, de las que se habían quitado el pañuelo cuando lo propuse, una que continuó viviendo del campo, como todos menos nosotros, que invertimos en el hostal lo que habíamos ganado vendiendo las tierras. También llegó el teléfono al cabo de un tiempo, la centralita, y eso ya acabó de suponer un cambio radical en nuestra manera de vivir con respecto al resto de la Carena. Tienen un aparato para hablar con el demonio, se empezó a rumorear. Vino a contármelo Tineta con lágrimas en los ojos, ni lo entienden ni lo entenderán, ay, Tònia, no sabes qué cosas dicen en el lavadero y quieren pedirle al cura que no te deje entrar en la iglesia. Quise comprobar si realmente el cura no me dejaría entrar en la iglesia. Era el capellán nuevo y me daba un poco de miedo, pero no pasó nada, pude entrar sin más complicaciones con el cura delante. Con todo, por culpa de aquel teléfono, de un día para otro todo el pueblo pasó a mirarme como si fuera una apestada y a mí me daba igual, pero no me gustaba que pasara lo mismo con Robert Segundo y aún menos con Eulàlia, que entonces era muy pequeña y que, en la escuela recién estrenada de la Carena, tenía que aguantar que las otras niñas le dijeran que iría al infierno. Suerte que la maestra lo arregló, que un día le explicó a toda la clase que había ido al hostal de Tònia a llamar a sus parientes de Barcelona. Y las niñas lo contaron en casa y durante un tiempo la maestra también fue una apestada, hasta que alguien decidió pasarse al enemigo, es decir, al teléfono, y también vino a llamar a sus parientes de Barcelona. Y no es que a partir de aquel momento fuésemos la familia más reverenciada de la Carena, pero al menos se vivía mejor y hasta hubo quien se convirtió en usuario fiel del teléfono porque tenía pasión por hablar con alguien en concreto de la otra punta del país y aquello le parecía un verdadero milagro, que, de hecho, es lo que era. Era cuando vivíamos bien. Como yo tenía gente que me hacía el trabajo, iba a Serd y allí, además de comprar cosas que necesitaba, había encontrado una librería que tenía muchos más libros que mi biblioteca. Bueno, no la había encontrado yo, me llevó Miquel. Y también fue él quien me puso chocolate en los labios por primera vez. Cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Parece que forme parte de otra vida, de la de alguien que no soy yo. Pero qué decir de todo eso en comparación con lo que pasó con Roser. Ya había empezado la guerra pero nosotros no lo sabíamos. Un día vi que el capellán se vestía de calle y cogía el coche de línea para irse con una maleta, como un pasante cualquiera. Fue al día siguiente de que las llamas devorasen la iglesia de Saltamartí y de que todos, todos los de la Carena, nos reuniésemos en la era para verlo y también los veraneantes porque era verano, madre de Dios, qué es eso, Dios mío, dónde iremos a parar, exclamaba una mujer. Al infierno, señora, le respondía otra. Y encima uno que llevaba el pelo largo como Miquel aseguraba, ya os había dicho yo que estaba todo fatal, era uno que siempre escuchaba la radio y venía a interrumpir las tertulias y las sobremesas con mensajes alarmistas sobre la situación del país, y los otros se reían y yo también, si me coincidía pasar por allí, aunque no las tenía todas conmigo y no me gustaba un pelo lo que decía el de la radio, me parecía demasiado complicado para que pudiera resolverse así, de pronto. No me gustaba que mandaran los que no creían en nada y no sabía por qué, si yo tampoco tenía muy claro en qué creía y en qué no creía, aunque no pudiera decirlo, pero era una ruptura demasiado brusca con los que habían mandado hasta hacía pocos años y me extrañaba que no se enfadaran. Al poco de que quemaran la iglesia de la Carena, estaba en Serd con Miquel. No sé cómo se las había apañado, había encontrado un rincón para los dos donde podíamos quedarnos un buen rato sin que nos molestaran, no es los Cingles pero no se está mal, me dijo con timidez el primer día que fuimos allí. Allí, en aquel agujero, en aquella habitación de un piso realquilado de no sé qué amigo, todo eran caricias, abrazos, besos, miradas ardientes, secretos explicados al oído. Siempre me llevaba libros de regalo y además una vez me enseñó la librería, fue la única vez que salimos a pasear, no convenía que nos vieran juntos, a los dos nos daba mucho miedo e íbamos con pies de plomo porque, si nos hubiese visto algún conocido, alguien de la Carena, por ejemplo, nos habríamos quedado sin nada de repente. Pues a los dos días de que quemaran la iglesia de la Carena, estaba en Serd con Miquel y enseguida nos dimos cuenta de que teníamos que anular la cita porque la ciudad andaba revolucionada y salía humo de algunos conventos. No sé qué pasa, dijo él, pero me parece que será mejor que cada uno se vaya a su casa. Dije que sí con la cabeza, en silencio, a mí también me parecía lo más prudente. Nunca le había hablado de Eulàlia y me habría gustado, pero no sabía cómo hacerlo. Miquel sabía que yo tenía una hija pero, si alguna vez llegó a pensar que podía ser suya, no me lo dijo. Al fin y al cabo, cómo iba a imaginárselo, por un único día que yacimos juntos en la hierba mullida de la cima de una montaña. Y luego pasó mucho tiempo antes de que volviéramos a vernos, nos escribimos mucho, eso sí, pero hasta que Eulàlia no tuvo dos años no quise dejarla sola en el hostal con Tineta, que bastante trabajo tenía y solo le faltaba cuidar de una cría. Desde aquel día al principio de la guerra no he vuelto a ver a Miquel. Me escribió cuando lo movilizaron y me mandó un par de cartas desde el frente. Nada más, yo no quería que el cartero que subía de Saltamartí se fijara en que mi primo me enviaba demasiadas cartas aunque, precisamente, el hecho de ser primos era una buena manera de disimular lo demás. Fueron tiempos de soñar con caricias y sangre, regresaban soldados heridos que hablaban de escenas terribles y yo me imaginaba que Miquel me acariciaba con sus manos blancas y me llenaba de besos como hacía siempre en nuestro refugio de Serd y después soñaba que se volvía todo rojo porque lo habían herido de muerte. Y entonces me despertaba sudando y chillando, y me tranquilizaba al ver que todo había sido una pesadilla. Me preocupaba Miquel, pero también me han preocupado tantas otras cosas que llega un punto en el que el vaso del sufrimiento se colma y hay que buscar otro porque aquel ya no da para más. Y la gota que lo colmó fue Roser. Como si no bastara con las carreras para salvar las cosas de la iglesia y la pena de verla incendiada cuando ya poco quedaba, cuando yo todavía estaba con la boca abierta y las lágrimas cayéndome mejilla abajo como a tantos otros en la Carena, vino el mozo de casa Ciri a avisarme de que había pasado algo gravísimo. El chico estaba muy alterado, su hermana, decía, no paraba de repetir, su hermana, y no había forma de que acabara la frase, no le salía, me ha pedido que avise a la policía, consiguió decir por fin. Pero qué ha pasado, no sé qué me imaginaba, llevaba tanto pensando que Ciri no era el que yo había creído que ya no sabía lo que pensaba, o sí, pensaba que había pasado algo relacionado con los alborotos de los últimos días, quizá alguien les había quemado la casa. ¿Roser se encuentra bien?, pregunté. El mozo dijo que sí con la cabeza y me tranquilicé un poco, si Roser estaba bien, todo tenía arreglo. Le miré a los ojos y, en un tono más pausado, le pedí con serenidad, dime qué ha pasado. Él me devolvió un momento la mirada y enseguida la bajó para decir, su hermana ha matado a Ciri. Si me pinchan, no me sacan sangre. Intenté hablar y no pude. Al final, saqué un poco de voz de no sé dónde para preguntar, ¿se le ha disparado un arma?, dime, qué ha pasado. No, dijo el mozo, no, lo ha hecho a propósito, ha ido a por la escopeta y le ha disparado. Entonces volvió a mirarme, si hubiera visto lo que yo he visto durante tantos años, no le parecería tan extraño, señora. Una luz potente me inundó el cerebro, oh, no, no, exclamé. El pasado y el día de la visita con Miquel hacía años y el asunto de la escopeta y después Roser diciendo que no, que se había equivocado, todo me daba vueltas en la cabeza. Me puse el pañuelo, vamos, no avises a la policía. Él se quedó quieto un momento, lo siento, señora, ya lo he hecho antes de venir a buscarla. A veces me pregunto cómo ha sido posible tanta tragedia. Y la de después también, la de la miseria, la de no tener nada que llevarse a la boca, la de, ah, eso os pasa por vender las tierras. Nos miraban todos con el rabillo del ojo y yo veía que Eulàlia pasaba hambre y no sabía qué darle. Tineta se la llevó a su casa y hace solo unos meses que ha vuelto, desde que volvemos a tener clientes. Me gustaría tener dinero para mandarla a estudiar a Serd, ya tiene edad para ir, pero de momento no nos llega ni para empezar a pagar deudas. Un buen día Carme y yo nos miramos porque buscábamos algo que echarle al cocido y no encontrábamos nada. Nada de nada. Y se nos ocurrió ir a mi antigua casa, es decir, a casa de Hereu, y Tineta nos dio patatas. Y Carme y yo volvimos a casa, qué vamos a hacer, lloraba mi nuera, pues no sé, hija, le respondía yo, preocupada y con un agujero en el estómago que desgraciadamente se volvería habitual. Nadie en el pueblo quería darnos nada, continuaban dándonos la espalda por todo aquello del teléfono, por Roser, por haber ganado dinero en el pasado, por todo. Y no podíamos vivir a costa de Tineta, que bastante había hecho quedándose con Eulàlia. Suerte que no tenía que alimentar a los hijos de Roser porque ya eran mayores. Planté cuatro patatas en la era pero, cuando crecieron, se las llevaron los soldados. Y entonces se me ocurrió. Vamos, dije a la desconcertada Carme. Cerramos el hostal y fuimos a casa de Hereu. Pedí a Tineta que me diera unas verduras y con eso arras tré a Carme hasta los Cingles. Pero adónde va, se ha vuelto usted loca, dijo mi nuera. No, no estoy loca, plantaremos arri ba. Así no lo verá nadie, y los soldados, tampoco. Plantamos patatas y verduras arriba, sí. Y las recogimos cuando crecieron sin que nadie las hubiera visto porque nadie estaba para subir montañas que no conducían a ninguna parte. Los soldados se adentraban en los bosques, pero no en aquel. Y después de un tiempo durante el que las dos limpiamos el hospicio de Saltamartí a cambio de un plato escaso de comida al día, conseguimos que nuestro huerto de las alturas floreciese y pudiésemos recoger sus frutos. Cada vez que, después de la dura subida, llegábamos arriba, nos daba un ataque de pánico pensando que alguien lo hubiese descubierto. Afortunadamente, no pasó nunca. De todos modos, escondimos el huerto de manera que no se viera si a alguien le daba por subir allí arriba. La primera vez que vimos que había dado patatas, lloramos abrazadas un buen rato. Se había acabado pasar hambre y Carme decía, estamos salvadas, y yo pensé que allí arriba, en los Cingles, solo pasaban cosas buenas. Roser estaba sentada en una silla sin moverse. Cuando me vio, me dedicó una pequeña sonrisa, has venido, hermana, no me dijo nada más. Sí, sí, Roser, qué has hecho, qué ha pasado. Señaló maquinalmente una pequeña habitación con la puerta cerrada. Entré. Dentro estaba Ciri en el suelo, con un tiro en la cabeza y un poco de sangre alrededor. Grité, por entonces aún no había visto muertos ni heridos y aquel, el primero, me impresionó. Volví a donde estaba mi hermana. ¿Viene la policía?, preguntó al mozo interrogándolo con la mirada. Él dijo que sí con la cabeza. Muy bien, dijo Roser. Y entonces empezó a hablar. A veces pienso que todas las cosas buenas que hay en el mundo tienen que pasar ahora. Porque si han sido tres años de cosas tan horribles, ahora tiene que tocar lo contrario. Ahora tiene que tocar reencontrarse con Miquel y que vuelva a ponerme chocolate en los labios. Qué bueno era, qué dulce. Ahora nos dan un trozo una vez a la semana que no nos alcanza para nada y que no tiene nada que ver con aquel de nuestras visitas a Serd. A veces, antes de dormirme, por la noche, con los ojos cerrados y en la soledad de esta habitación, recuerdo la sonrisa de Miquel cuando me vio lamerme los labios por primera vez. Ten un poco más, me decía, y me ponía otro trozo en la boca, y después venía a lamer un poco de mis labios y todo olía a chocolate y a Miquel. Así pasábamos los ratos en Serd, uno cada dos o tres meses, nuestro pequeño mundo, que creábamos y destruíamos en una sola tarde para que no quedara ni rastro hasta el encuentro siguiente. Así hasta el día del humo, después de que ardieron las iglesias de la Carena y de Saltamartí y después de ver Serd humeando por los cuatro costados. Al fin y al cabo he tenido suerte, no debería quejarme. Como en casa nos habían marcado con una raya rojísima por culpa del teléfono, los primeros milicianos que llegaron al comienzo de la guerra nos dejaron tranquilos. Con los últimos que entraron en la Carena, hace poco más de un año, parecía que fuéramos a tener problemas, pero no los tuvimos porque les enseñé mi biblioteca religiosa. Con Carme presente y las cuatro palabras castellanas que sabía enlazar de forma más o menos coherente, les dije, me ha costado mucho salvar estos libros, pero lo he conseguido. Miré a Carme y vi que se había sonrojado, debía de estar pensando que su suegra era una mentirosa de padre y muy señor mío. Pero lo que importaba era que los que habían venido a mandar a prisión a una descreída enemiga de su nación se encontraron con que aún tenían que darme las gracias. Y se marcharon, supongo, a pedir cuentas a quien me había tildado de roja, que podía ser cualquiera del pueblo menos Tineta o mi hermano, porque nadie nos tenía simpatía. Mi hermana se había arrancado a hablar y no callaba, al día siguiente de tu visita, al día siguiente de enseñarte la escopeta, no pude más y le dije a Ciri que sabía que había matado a Pepa. Yo me había sentado en una silla y le cogía la mano, fría, mientras la escuchaba. No sé por qué no te hice caso, no sé por qué hablé, Tònia, pero es que exploté. ¿Y sabes qué hizo él?, pues me dijo que si se lo decía a alguien o le denunciaba, se escaparía y, antes de desaparecer, os mataría a ti, a Hereu y a nuestros padres y os incendiaría las casas. Fue terrible; cuando me lo dijo, me di cuenta de que me había casado con un monstruo. Y hasta entonces no me había hecho nada, pero aquel día me dio tal paliza que casi no lo cuento. Después se asustó y me curó como pudo, yo había perdido el conocimiento. Ya hace muchos años de todo eso, Roser hizo una pausa, me apretaba la mano y sonreía un poco, tenía los ojos apagados y las manos frías. Tú y yo nos vimos al cabo de una semana, tenía el costado lleno de cardenales pero la cara no, por eso no te diste cuenta. Tomé una decisión, la de fingir que me había equivocado y que era feliz porque no quería que Ciri os hiciera daño. Lo creía, ¿sabes?, y pensaba que si iba a la policía no me harían caso, no le harían nada y él cumpliría sus amenazas. Del ojo izquierdo de mi hermana salió una lágrima que me apresuré a secar con el pañuelo. Yo también lloraba, toda yo lloraba por dentro y por fuera, por imaginarme, ya antes de que me lo hubiera explicado, tanto sufrimiento que me había pasado desapercibido. A partir de entonces, continuó mi hermana, comenzó el calvario. Si hasta aquel momento había disimulado su naturaleza cruel y despiadada, entonces dejó de hacerlo. No quiero contarte lo que ha hecho durante todos estos años, Tònia, no hace falta, ¿verdad que no? Me miraba con el rostro cubierto de lágrimas y yo respondía, no, no hace falta, claro que no, pero entonces ella misma continuaba hablando, las noches eran terribles porque entonces no había testigos, estábamos los dos solos en el dormitorio, le gustaba que gritara de dolor mientras me... me, ya me entiendes, ¿verdad? La entendía, sí, quieres decir mientras te penetraba, dije recurriendo a una palabra que había encontrado no sé dónde y que me salió así, de sopetón. Y pese al escándalo de emplear semejante palabra, Roser ni siquiera se inmutó, solo dijo que sí con la cabeza. Pues le gustaba hacerme daño y, sobre todo, sangre. Y durante el día quería que todo estuviera siempre bien, le gustaba verme correr y se reía porque no llegaba a tiempo a todo. No sé cómo he aguantado tanto tiempo, Tònia. Y lo peor es que llegué a pensar que aquello era lo normal, que era lo que nos pasaba a todas al casarnos. Mi hermana me miraba con ojos interrogantes, era cierto que yo no había tenido un marido maravilloso, pero aquello no me había pasado nunca. No, no, Roser, eso no es normal, no es normal, para nada. Y qué pensará el juez. Eso ya no lo sé, ya veremos, pero seguro que lo entiende, seguro, dije, sin estar convencida. Roser tembló un poco al decir, pero lo peor de todo no fue eso, Tònia. Lo peor de todo fueron los niños. Se tapó la cara y empezó a hipar. Qué ha pasado con los niños, Dios mío. Se me escapó una exclamación, cómo no iba a escapárseme si ya estaba horrorizada y me imaginaba cualquier cosa. Pues que por cualquier pequeño descuido o travesura los castigaba con unos golpes terribles. Y yo no sabía cómo defenderlos, pobrecitos, me abalanzaba encima de él y entonces me pegaba a mí. Eso al principio, luego me ataba antes de zurrarlos y me obligaba a presenciarlo. Roser hipaba tanto que no podía hablar, yo estaba paralizada y miré al mozo que acababa de entrar y había escuchado lo del final. Él también estaba pálido, yo eso no lo había visto, dijo como justificándose por haber callado, solo había visto alguna bofetada y muchos gritos y nada más. Siempre se aseguraba de que hubieras salido, decía Roser. Era muy hábil. Entonces me miró intensamente, y la niña, Tònia, la niña, desde que tenía cinco años. El labio inferior le temblaba antes de continuar hablando, y también lo hacía delante de mí y la niña lloraba muchísimo y yo no sabía cómo defenderla. Con estas últimas palabras cayó una losa sobre nuestra cabeza. Se impuso un silencio largo y duro. Yo no podía hablar porque no podía parar de llorar. El mozo también lloraba. Estaba aterrada, todos estábamos aterrados, continuaba relatando Roser, pensé un poco y creí que lo mejor sería sacar a los niños de aquí. Así que hice que se quedaran a dormir en la Carena para ir a la escuela. Me acordé de aquello, me pareció extraño que no los dejaras en mi casa, Roser. Lo hice a propósito, no quería que te enterases de lo que ocurría en casa, porque te habrías dado cuenta. Me miró con ternura y me explicó, venían los sábados a vernos y entonces Ciri estaba más calmado porque yo intentaba que se hubiera desahogado conmigo durante la semana. Y después pude enviarlos internos a Serd, a las monjas, Ciri estaba de acuerdo porque decía que allí los hacían andar derechitos, pero quería que la niña se quedara, así que le busqué trabajo en Saltamartí, bien lejos, para que fuera a aprender costura, ¿es que no te he dicho que quiero que se quede?, me dijo Ciri, indignado. Sí, pero tiene que aprender a hacer algo y Saltamartí está aquí al lado, si hace falta podemos ir y venir cada día, le contesté. Se tranquilizó, y después resultó que no podía ir y venir cada día y conseguí que se lo explicara el cura, que era al único al que Ciri creía. Porque después, claro, la niña no quería venir a casa, no quería volver, tenía miedo de su padre. Y fue quedándose en Saltamartí y Ciri se quedó solo conmigo. Y así nos hemos quedado sin hijos, Tònia. Y hoy qué, pregunté al ver que callaba. Roser miró a lo lejos, hacia la ventana, hoy me ha parecido que en el bosque reinaba un silencio especial. No lo sé, Tònia, pero hoy estaba más tranquila que de costumbre, quizá como no lo he estado nunca. Y eso que ayer el cabrón disfrutó conmigo. Era la primera vez que escuchaba a Roser decir una palabrota. Mira, dijo enseñándome la barriga. Vi unos cortes sanguinolentos. Qué es eso, pregunté escandalizada. Le gustaba cortarme con un cuchillo mientras... eso, mientras me penetraba, acabó diciendo con todas sus letras. Pero, como te digo, esta mañana he dicho basta. No me preguntes por qué ni cómo, no lo tenía previsto, me ha salido así. He ido a por la escopeta, la he cargado y me he sentado en el comedor a esperar que saliera de la habitación. Cuando he visto que se abría la puerta, he disparado. Y ya está. Por eso va todavía en camisón. Después lo he empujado un poco para adentro y he cerrado la puerta. No me gusta verlo. Había vuelto a secársele las lágrimas. A mí no, a mí me manaban sin freno. Se me removía la conciencia al tiempo que sentía una lástima intensa por Roser y mis sobrinos y, sobre todo, una rabia enorme contra el hombre que había arruinado la vida de una persona a la que quería muchísimo y la de sus tres hijos, criaturas que ya eran mayores pero a saber en qué rincón del corazón debían de guardar aquel recuerdo fúnebre de los que sin duda eran los peores momentos de su vida. Pero de pronto noté que una presión brutal que venía desde lo más hondo, desde el estómago, me cortaba el llanto. Me levanté y me acerqué a dar un puñetazo a la pared mientras gritaba, maldita sea esta vida de pueblo, de secretos y miserias, maldita sea esta impunidad, maldito sea todo el silencio, el mío y el de todos, todo y todo. Entonces estallé y se lo conté todo, le conté que había callado lo que Tineta me había dicho pero también que había callado porque tenía miedo de que le hiciera daño y porque le había dado mi palabra de honor a Tineta y por todo, y lloré y lloré y acabé diciendo, perdóname, Roser, y otra vez, maldito silencio. Apoyada en la pared, me volvieron a la cabeza las manitas de mis hijos muertos y en aquel momento comprendí que no los olvidaría jamás. Pasaron unos instantes de incertidumbre y luego Roser vino a abrazarse a mí. No pasa nada, me tranquilizó, no pasa nada. Y yo, en aquel momento, pensé que mi hermana, pese a haber matado a un hombre, era un ángel. Y después no dijimos nada más, nos quedamos las dos abrazadas hasta que vino la policía y se la llevó. También se llevaron al muerto. A ella la esposaron, no se escapará, les dije, les ha avisado ella. Ya lo sabemos, señora, pero lo manda el protocolo, tenemos que hacerlo así. Se la llevaron, pero sin empujarla demasiado. El aspecto de Roser era tranquilo cuando subió al coche. Me sonrió desde el otro lado del cristal. Había dejado de sufrir. Se celebró un juicio. En unos tiempos convulsos como aquellos, había un juez que todavía dictaba sentencias. A Roser, por el atenuante de maltrato, le cayó cadena perpetua. La aceptó sin ningún signo externo que denotara alteración alguna. Padre hacía años que había muerto y yo pensaba que era una lástima, me habría gustado que viera adónde había mandado a su hija casándola con Ciri. Fui yo quien informó a los hijos. Mi sobrina, después de llorar y desahogarse conmigo, quiso correr al lado de su madre. De los chicos, el mayor se lavó las manos, como si le asustara la posibilidad de desenterrar recuerdos ahora que los había dejado atrás. El pequeño, en cambio, lloraba tanto que no sabía cómo calmarlo, parecía que se le hubiera abierto el grifo de una fuente que no iba a secarse nunca más. Quiso ir enseguida a la prisión y después sé que viajó a Barcelona con asiduidad. El mayor no fue nunca. El día que hablé con él, noté en sus ojos un rencor que no le dejaba vivir. Su mirada era heredera de la de Ciri. Y entonces, gracias a, o por culpa de, la desgracia de Roser, porque habían encerrado a mi hermana en la prisión, en Barcelona, bajé a la ciudad. Fui por primera vez a la gran ciudad. Nunca nada me había empujado a ir; en cambio sí había algo que me empujaba a ir al mar, a l’Escala, porque, quién sabe, no perdía nunca la esperanza de conocer a Caterina Albert. Y precisamente el año que ya me decía a mí misma que tenía que decidirme a ir, estalló la guerra y pasó aquello. En lugar de a l’Escala fui a Barcelona. Fui con mi sobrina y las dos conocimos sobre todo la prisión. El resto no nos impresionó. Quizá es que me pareció como Serd pero más grande o quizá es que no podía quitarme a mi hermana de la cabeza. Me daba miedo que Roser se sintiese morir allí encerrada, ella, que estaba acostumbrada a vivir en el campo, siempre con las puertas abiertas. Me daba miedo que echase de menos el canto de los pájaros, el olor de la hierba mojada, el frío y la nieve en invierno, el fresco y la sombra en verano. Pero cuando la vi me di cuenta de que no, no lo añoraba. Sonreía y lo hacía de una manera distinta de como había sonreído hasta entonces, sonreía con toda la cara, con plena conciencia. Rompió a llorar al ver a su hija, hacía mucho que no la veía, y la niña le dio las gracias. Las gracias por haber matado a su padre. Yo, en un rincón, contemplaba la escena y sentía el corazón a punto de salírseme por la boca. Roser, al final, se secó las lágrimas y dijo, ahora ya puedo descansar. Después pensé en Drames rurals. Realmente a su autora no le habría hecho falta buscar argumentos si hubiera vivido aquel suceso tan de cerca como yo. Un argumento como aquel, que llevaba escondido toda una eternidad, que había convertido cuatro vidas en una auténtica tragedia. Hete aquí que, si quería, podía recrearme explicándolo. Pero no lo hice. No podía. No habría podido escribir una sola línea de todo aquello. De hecho, me pareció que después de lo que había ocurrido con mi hermana, me quedaba seca de ideas y de ganas de escribir. El asunto era demasiado grave. Además, la guerra se recrudeció y empezó nuestra búsqueda de alimentos y aquel agujero en el estómago que se lo comía todo porque la primera necesidad del hombre es la supervivencia. Y, cuando se lucha por comer, no se lucha por nada más. Fui un par de veces más a Barcelona, siempre con mi sobrina, antes de que la guerra se complicara del todo. Roser era el centro de toda nuestra atención, pero una de las veces disfrutamos de un rato ocioso después de visitarla y antes de que saliera el tren. Supliqué a mi sobrina que me acompañara a la orilla del mar. Nos acercamos a la Barceloneta. Yo había visto el mar en cuadros y en alguna fotografía, pero no imaginaba que fuera así, que lamiera la arena de aquella manera y, en cambio, no acabara de abalanzarse sobre ella. Tampoco me imaginaba que me deslumbrara tanto que no me dejara abrir los ojos. Ni que el agua hiciera aquel ruido. Y no me imaginaba que me dolieran tanto los cortes de las manos cuando las sumergí en su interior. No me lo imaginaba así, el mar. Y no pude decidir si me gustaba o no, solo sabía que era extraño. Y, después de echarle un último vistazo, apremié a mi sobrina, venga, volvamos a casa. Y entonces pensé, si el mar es tan diferente de la montaña, cómo se las ha apañado Caterina Albert para hablar tan bien de las cumbres de las montañas. Hoy he abierto la puerta del hostal y me he encontrado con Roser, que volvía a casa con sus cosas y por poco me desmayo, primero del susto y después de la emoción. Con una sonrisa que lo decía todo, me ha explicado, después de la guerra se perdieron los papeles de muchas de las que estábamos encerradas y creyeron que nos habían encerrado los rojos porque éramos del otro bando. Y por eso nos han soltado. Soy libre, Tònia. 12 El pastor siempre hablaba de otras vidas, de vidas pasadas que perduraban en aquella; todo lo de centurias atrás vivía, según sus rondallas. VÍCTOR CATALÀ, Solitud La sensación de libertad llega cuando se aprende a mirar la niebla desde arriba. Es lo que se dice Lali a sí misma desde hace días. Es como si toda la vida hubiera cargado con una piel que hubiese ido adelgazándose y ahora, de pronto, lo poco que queda fuera cayéndose a pedazos y el cuerpo pudiera comenzar a moverse sin ningún impedimento. No significa que no queden cosas por arreglar, no. Claro que quedan asuntos pendientes, muchos. Mientras camina piensa en que todavía le quedan varias cosas por hacer y por solucionar. Pero al menos camina con una sonrisa, tiene la impresión de que todo se ha dado la vuelta como un calcetín. Cierto que la muerte de su madre todavía pesa mucho, pero también es cierto que una película ha cubierto la herida, como una cicatriz muy tierna, pero cicatriz al fin y al cabo. Ahora se detiene y se lame los labios. Pese al frío, le gusta el sabor que nota. Y eso que no es chocolate, Mila, murmura con una sonrisa. Le ha llevado su tiempo asumir todo lo que ha pasado, días, meses. Y todavía no está todo, por ejemplo, no puede ver el archivo del siglo XX de casa Romeguera y no sabe cómo conseguirlo ahora que Xevi y ella saben que tienen los mismos orígenes, que provienen de la misma familia. Lo primero que había hecho Lali había sido ir a ver a Xevi, había llegado a su casa jadeando, Xevi, tengo que hablar contigo en privado ahora mismo, había interrumpido un almuerzo familiar, pero había hablado de tal manera que Xevi se había asustado y se la había llevado a su habitación, qué ocurre, Lali. Pues que he encontrado unos papeles, he leído unos papeles muy importantes. Sí, le decía él un tanto inquieto, los papeles que encontraste anoche. Sí, me he pasado la noche leyéndolos, casi no he dormido. Realmente, ahora que lo piensa, debía de parecer una loca, despeinada, con ojeras y cara de insomnio perpetuo, pero es que aquellos papeles la habían entretenido varias horas, no porque costara mucho leerlos, pero sí asimilarlos y saber de qué y de quién hablaba la abuela de su padre, Tònia, aquella Tònia que debió de ser la primera mujer del pueblo en aprender a escribir o casi la primera. Por Dios, aquella mujer se había armado de valor y, cuando ni siquiera tenían electricidad, se había puesto a escribir en la cama a la luz de uno de esos aparatos capaces de provocar un incendio en cualquier momento. De hecho, Tònia se había lanzado de cabeza a un incendio y no parecía asustada. En todas las épocas se sufre, piensa ahora Lali mientras se mira los pies. Le gustaría quitarse los zapatos pero hace demasiado frío para descalzarse, la playa está desierta, aparentemente no hay nadie, aunque está segura de que alguien la contempla desde detrás de cada postigo. Y esta noche en la taberna comentarán, esta mañana había una loca mojándose los pies en la playa, ah, sí, la he visto, de verdad que hay gente que está muy mal, a quién se le ocurre, cogerá una que ya verás, con este frío, si parece que vaya a nevar. Dirán cosas así, seguro, en todas partes pasa lo mismo, piensa Lali mientras se dice que quizá sí, se descalzará y se remojará los pies como había hecho Tònia en Barcelona el día que había bajado a visitar a Roser en la prisión. A ver, explícame qué tienes tú que ver con Ciri y por qué el hotel es vuestro. Xevi había sentado a Lali en una silla, tranquila, chica, ahora te lo explico. Lali se notaba alterada y Xevi nunca acababa de explicarse del todo. Venga, vamos, lo apremiaba. Xevi arrancaba, pues resulta que mi abuelo, el de las estacas, era hijo de Ciri, el hijo mayor. Lo decía y se callaba como para calibrar la reacción. Y Lali se quedaba de piedra, no puede ser, pero si me dijiste que no sabías nada del asunto. Xevi se sonrojaba y se rascaba el cogote, no quería ofenderte porque lo que pasó fue muy grave, tu antepasada era una asesina y, claro, cómo querías que te explicara algo así, no había necesidad, bastantes preocupaciones tenías ya. Lali explotaba y explotaba de lo lindo, gritaba y era consciente de que la oía toda la casa pero le daba igual, mi antepasada no era una asesina, sino una mujer torturada que un día ya no pudo más. Xevi le mandaba bajar la voz por gestos y le preguntaba, intrigado, qué quieres decir. Lali se atolondraba y se aturullaba, ay, Xevi, no puedo creer que supieras todo eso y no me dijeras nada, que cada vez que te preguntaba por la historia turbia te hicieras el loco, voy a explicarte lo que pasó, pero primero quiero que me cuentes cómo es que el hijo de Ciri volvió al pueblo, si ya vivía en Serd. Lali se cruzaba de brazos y esperaba, sentía que le habían tomado el pelo, Xevi intentaba acariciarla y ella saltaba como si la picase un escorpión, explícate, por favor. Y entonces Xevi lo había soltado, la casa estuvo abandonada mucho tiempo, la gente es muy supersticiosa, ya lo sabes, no se acercaba nadie, hasta que al abuelo le fueron mal las cosas y decidió instalarse allí, primero con cuatro animales de granja y, luego, cuando sus hijos ya eran mayores, uno se quedó allí a montar el hotel y el otro se vino aquí, al pueblo con él, y construyeron esta casa, montaron la inmobiliaria, el horno y todo lo demás. Y también estaba la tía Laura, que los ayudaba hasta que se fue con tu padre. Lali se sienta. El viento húmedo y gélido le enrojece la nariz y las orejas. Como lleva guantes, al menos tiene las manos calientes. Pero ahora se quita uno para remover la arena. Está fría, helada. Cuánto tiempo sin acercarse al mar. El agua, revuelta, llega y casi le roza las botas. Después vuelve a irse, parece que quiera jugar a un, dos, tres, al escondite inglés. Aquí ya puedes ponerte abrigos, piensa Lali, que esto no es como la montaña, te entra el frío por todos lados. En el pueblo no ha visto ni un alma. Y tampoco ha podido entrar en casa de la escritora, pero le da igual. Tenía que ir, era necesario. Y por qué no me decías que somos parientes, preguntaba Lali, lo que me has ocultado es importantísimo, al fin y al cabo, tu abuelo era primo de mi abuela, nuestros padres eran hijos de primos y yo sin tener ni idea. Pero tu padre bien debía de saberlo, se exasperaba Xevi. No, mi padre no sabía nada, replicaba Lali, o quizá supiera que éramos parientes lejanos, pero en la Carena todos somos parientes lejanos, y él no tenía ni idea de lo que pasó en el hotel, sí que sabía que se llevaron a la tía para encerrarla en Barcelona pero creía que había sido por cosas de la guerra, no sabía nada más. Y ahora está leyendo los papeles, ay, Xevi, cómo me has engañado, se lamentaba Lali. Había sido un día horrible. Era para protegerte, perdóname, continuaba Xevi mientras juntaba las manos en un gesto de súplica. Pero Lali no entendía de disculpas, para protegerme, dices, el colmo. Y, por cierto, Roser es más antepasada tuya que mía porque era tu bisabuela, no la mía. Ya, pero era de tu casa, saltaba de pronto Xevi en tono reivindicativo. Por lo visto, de repente le había entrado el orgullo familiar, se le habían contagiado las maneras de todos los Romeguera en general, su arrogancia. Dentro de su indignación, Lali no salía de su asombro. Tenía ganas de irse, todo aquel asunto la asqueaba, y acababa por decir, ahora entiendo por qué no me dejabas consultar los archivos del siglo XX, pues bien, que sepas que Roser disparó contra su torturador y el de sus hijos, a los que les había hecho la vida imposible durante años. Ya decía Tònia que en los ojos del hijo mayor había distinguido la manera de ser de Ciri, así era tu abuelo. Dictada la sentencia, Lali salió de la habitación y de la casa no sin antes desear buen provecho a los que seguían a la mesa aunque, más que un buen deseo, pareció un idos a freír espárragos. Y aún, mientras cerraba la puerta, oyó a Xevi intentando detenerla y preguntándole quién era exactamente Tònia. Quién era exactamente Tònia, menuda pregunta. Tònia es alguien que miraba con ojos distintos de los de Xevi, a los de las personas que la rodeaban, se dice Lali. La noche de lectura se hartó de llorar. Pero cuando salía de casa Romeguera no le quedaba ni una sola lágrima y ahora recuerda con una sonrisa la cara de estupefacción de los comensales de aquella casa, que debían de haberse asustado al oír los gritos que salían de la habitación de Xevi. Fueron dos días de locura, de sentimientos intensos y entremezclados, dos días en que Lali había sentido la necesidad de sentarse a pensar, deducir, razonar, atar cabos, los papeles de Tònia le quemaban en las manos como si realmente hubiesen retenido todo el calor de las llamas que intentaron quemarlos y ahora lo reflejaran en quien los cogía. Madre de Dios, había exclamado su padre al leerlos. Era la hora de cenar cuando acabó, Lali estaba en el restaurante pero Pere se pasó a verla y le dijo, madre de Dios, ¿los has leído, Lali? Pues claro que los he leído y me he peleado con Xevi por no haberme contado nada de Roser. Lali dejó un momento el comedor para comentar, dice que no me quería contar nada para protegerme porque nuestra antepasada era una asesina. Y es antepasada suya mucho más que nuestra. Pues sí, convino su padre. Y no dijo nada más, pues sí, pero aquí cada uno se toma por propios los antepasados que le convienen, está claro. Además no era una asesina, dijo Lali. Bueno, mató a un hombre, replicó Pere. Pero, papá, ya has leído lo que había hecho Ciri. Pere la miró fijamente, sí, pero mató a un hombre. Sentada en la playa, mientras se quita las botas, Lali piensa que las cosas son del color del cristal con que se miran. Y su padre lo mira todo desde el cristal de su color, marcado por la condición de la edad, es mayor y cuesta que entienda cosas que parecen fáciles de comprender. Pero aquella afirmación de Pere, la de tildar de asesina a Roser sin tener en cuenta los atenuantes en ningún momento, le había hecho entender a Lali que podía contar con su padre para determinadas cosas pero para otras ya no. Que Pere pelearía por quitarse de encima la lacra de la antepasada, que seguro que en adelante haría todo lo posible por endosársela a los de casa Romeguera sin preocuparse para nada del papel de Ciri en toda aquella historia, a pesar de que Ciri también era un asesino, al menos de su primera mujer. Eso no está demostrado, replicó Pere cuando Lali se lo comentó, son solo percepciones de Tònia y de la gente de su alrededor, seguro que celebraron un juicio y los magistrados no suelen equivocarse. Había hablado el catedrático. Después de estas palabras, Lali había cerrado para siempre la puerta de la complicidad con su padre. Un día entiendes de pronto que tienes que tomarte de otra manera a determinadas personas y aquel día había llegado, al menos en lo tocante a Pere. Todo eso pasaba a finales de septiembre. Los árboles empezaban a cambiar de color, el bosque se convertía en un mosaico de amarillos y rojos, y parecía que se mostraran con su máximo esplendor antes de desnudarse definitivamente, como en un último toque de orgullo de cara a la galería. Igual que mi padre, piensa Lali, que se aferra a la esperanza de no ser descendiente directo de Roser, de hecho, no es ninguna esperanza, es una realidad, y al domingo siguiente de descubrirlo, Pere no tuvo el menor inconveniente en ir a ver al viejo de casa Romeguera, el padre de Xevi, al salir de misa y allí, delante de todos, le dijo con una risa sardónica, mira tú qué cosas, ahora resulta que los descendientes directos de Roser sois vosotros, y así había empezado la conversación, si es que podía considerarse conversación, o al menos era lo que le habían contado unos testigos a Lali cuando le habían avisado de que su padre estaba peleándose con el viejo de los Romeguera en la plaza. Ella había acudido resoplando, al mismo tiempo que Xevi llegaba para detener a su padre, que dijo al verla, vaya, últimamente los de casa Tònia tenéis ganas de gresca, eh, el hombre se había puesto rojo, tanto tiempo Lali entrando en su casa para consultar documentos o ir a buscar a Xevi para luego encontrarse con aquella escena delante de todo el pueblo con la que seguro que muchos se relamían, debían de pensar, ya era hora de que se agarrasen de los pelos en público después de tanto decirse de todo en privado. Basta, papá, basta, había dicho Lali mientras tiraba de él para llevárselo a casa. Sí, pero Roser era tu abuela, le insistía Pere al viejo Romeguera, y el otro respondía, pero era de casa Tònia. Que no, que solo era su hermana. Pero tenía vuestra misma sangre. Y vosotros sois descendientes directos, era un diálogo de besugos y el tema, un pez que se mordía la cola, y Lali veía que Xevi tiraba de su padre y le decía, ya está bien, parad de discutir. Y al final conseguían separarlos y Lali miraba a Xevi y Xevi miraba a Lali y, sin decirse nada, comprendían que lo suyo se había acabado para siempre. Fuera botas, fuera calcetines. Hace un frío que pela pero los pies tienen ganas de mojarse. Lali se levanta y se acerca al agua que juega con la arena. Hacía días que quería venir a l’Escala pero no encontraba el momento, la vida se ha complicado mucho desde aquel día de septiembre. Hoy, finalmente, un miércoles, uno de sus días festivos, ha cogido el coche y ha venido. Falta poco para Navidad, hay luces de colores y árboles adornados por todas partes. En l’Escala también. Este pueblo de pescadores que tanto ha crecido conserva mucho más de lo que creen sus propios habitantes. Conserva el alma de Mila, que un día visitó a Lali porque sabía que estaba triste y se quedó a vivir con ella por tiempo indefinido. Pero también conserva, rodeada de humedad y calles blancas, rodeada de una casa y un jardín que Lali no ha visto pero puede intuir, el alma de su autora, de Caterina Albert, de Víctor Català, que enseñó a vivir a la Tònia de las manitas y a la Lali de los hierros. Todo se parece demasiado. Hasta la biblioteca es la misma, la suya y la de Tònia, y ella sin saber nada, Dios santo, resulta increíble, todo es increíble. Y todo eso le martilleaba en la cabeza a Lali la noche de la lectura. No había podido conciliar el sueño hasta la mañana, no podía, no podía dormir después de leer tanto sobre Solitud y sobre cómo habían influido en Tònia aquella novela y su autora. De madrugada, se había puesto un jersey y había salido a la calle a mirar el cartelito, pequeño, de casa Tònia, y se imaginó cuando debía de ser hostal, antes de la guerra, en una época que según escribía Tònia había sido gloriosa. Lali se imaginaba a los señores de Barcelona tomando el fresco fuera y también se imaginaba a Tònia en el lavadero, que ya no existe, es solo un porche donde juegan los críos los días que llueve y no pueden salir a la calle. Cuántas cosas han cambiado, sí, pero la esencia se mantiene. Y después, el pintor. Por la tarde, cuando cerró el turno de comidas, Lali telefoneó a Jordi. Hacía medio año que no se veían, desde el día del entierro de su madre. Jordi, sí que somos parientes, empezó diciéndole. Así que has encontrado la conexión, le preguntó él con voz alegre. Sí, pero es mucho más estrecha de lo que crees, resulta que eres primo hermano de mi padre. Silencio, Jordi se había quedado estupefacto. Después había reaccionado despacio, pero cómo, no lo entiendo, mi padre solo tenía una hermana y ella no puede ser la madre de tu padre, vaya, diría que no, no puede ser, Lali, no puede ser. Lali lo había soltado, es mi abuela Eulàlia, era hija de tu abuelo, Jordi. Tras la exclamación inicial, todo habían sido preguntas, un montón de preguntas, qué quieres decir, no lo entiendo, no lo entiendo. Pues es fácil de entender, tu abuelo le regaló el cuadro a mi bisabuela, eran amantes. Silencio otra vez, Jordi tardaba en procesar toda aquella información. Al final Lali le decía, no te preocupes, fotocopiaré los papeles que he encontrado y te los haré llegar, así lo entenderás. Y así también entenderás que la vida es cíclica, que todo se repite, que las tormentas solo existen para darnos tiempo a respirar, a decidir si nos interesa o no seguir adelante. Es lo que piensa ahora Lali, ahora que ya hace unos meses que mandó a Jordi las copias de los papeles, alea jacta est, se dijo cuando los llevó a correos. Porque realmente dejárselos leer era una declaración de principios. Tal vez crea que lo he inventado todo, que lo he escrito yo, pensaba Lali hace un rato mientras paseaba por el pueblo costero, después de pasar por delante de la casa de Víctor Català. Por allí sí que paseaba gente, iban a comprar, se hablaban y se contaban cosas, y se odiarán cordialmente como en todas partes, se decía Lali, pero, en cualquier caso, este pueblo siempre será más grande que la Carena, aquí hay mucha más gente y, según y como, se puede pasar desapercibido. En la Carena es imposible, somos cuatro gatos. Y mal avenidos. Aquí la han mirado con cara de no saber quién es, una foránea que seguro que no es del norte porque tiene los ojos y el pelo oscuros, muy oscuros, y de dónde habrá salido y adónde irá y qué se le ha perdido aquí un miércoles de diciembre. Y solo falta que después me hayan visto en la playa, quitándome los zapatos y los calcetines y metiendo los pies en el agua, Mila, no me dirás que no es divertido. Está fría, muy fría. Está loca por meterse, sí, pero lo necesitaba. Sonaría a tópico, pero sentía que se lo debía a Tònia. Además, así ha pasado un día sin los problemas de allí arriba, ahora que todos la miran mal, también queda claro que no puedes escapar de los odios irracionales, que la fractura es la fractura y que el cuchillo de hoja afilada acaba partiendo como mínimo por dos lo que tendría que ser una unidad. Y ahora todo el tema la ha salpicado también a ella. Aquí, junto al mar, al menos todo tiene otro aire, más amable, más abierto y, sobre todo, aquí nadie la conoce y nadie la hiere. Mercè se había enterado como todo el mundo, después de la escena de aquel domingo en la plaza de la iglesia. Qué pasa, Lali, me han dicho que has encontrado unos papeles de no sé quién y que tu padre se ha peleado por un asunto de la guerra. Era la deducción de Mercè o la deducción de la deducción de alguien que debía de haber sido el primero en informar. Pero Lali aquel domingo no tenía ganas de nada, no estoy de humor, Mercè, ya te lo contaré. Casi le cierra la puerta en las narices, solo le faltaba Mercè, los hierros y las manitas, las manitas y los hierros, otro paralelismo, unos tenemos hierros y otros manitas, pero siempre hay una sombra que nos persigue como un fantasma toda la vida, una sombra que un día nos atravesó el corazón y que no podemos quitarnos de encima. Y su madre se había muerto sin saber de dónde venían los mellizos. Y Robert Segundo. Toda la vida todo el mundo convencido de que eso de Segundo era un nombre propio y, de hecho, lo era, se había convertido en nombre propio a fuerza de uso. Para Tònia existían un Robert Primero y un Robert Segundo. Si incluso había quien llamaba Eulàlia Segundo a la abuela pensando que era su apellido. Y por lo visto ella les decía que no, que era nombre de pila, el nombre de su hermano, lo contaba Pere completamente alterado después de leer toda la historia, tenemos que hablar con los mellizos, tienen que saberlo, decía también, tienen que saber que en casa hubo otros mellizos, imagínate, si ni siquiera la abuela estaba al corriente, debieron de echar tierra sobre el asunto, no debieron de hablar más del tema, entre los remordimientos de unos y el dolor de la otra, qué barbaridad, eso de las amas de cría. De determinadas amas, puntualizaba Lali. Pues qué barbaridad eso de determinadas amas de cría, corregía Pere, y se alejaba arrastrando los pies, parecía el padre de Laura cuando ponía las estacas, había desaparecido el catedrático Pere que caminaba a grandes zancadas cuando iba de un lado a otro de la ciudad, dónde estaba, adónde había ido a parar. Pues a ninguna parte. No había forma de animarlo a moverse, a salir de excursión o de paseo, a fuerza de leer sentado en la butaca delante de la chimenea o en el rincón del jardín se ha ido anquilosando y ahora le duele todo, cuando sube el médico, Pere es siempre el primer paciente. Vaya, señor Pere, exclamaba un día con ironía el médico, después de tantos días, empezaba a añorarlo. No diga tonterías, que me duele la pierna derecha, replicaba Pere de mal humor. El médico, santa paciencia, lo atiende siempre con la mejor de las disposiciones después de sonreír con condescendencia. Lali lo ha visto alguna vez porque su padre tiene miedo y le pide a ella o a Laura que lo acompañen a la visita. Lo que no está claro es si tiene miedo del médico o de la sala de espera de la consulta. Porque ahora, todo lo que implique encontrarse con mucha gente de la Carena, le da miedo. Y en la sala de espera está siempre todo el mundo y el silencio es tan denso que podría cortarse con un cuchillo. Cuánto miedo pasarían durante la guerra. Pero más miedo pasaría Roser durante años, veinte por lo bajo, desde el día en que se le ocurrió decirle a Ciri que sabía que había matado a Pepa. Y, pese a todo, calló durante veinte años porque creía que era mejor para su familia. Y yo por qué me callé, se pregunta Lali. Ya hace días que se lo pregunta, porque otra de las consecuencias de haber leído aquellos papeles ha sido atisbar un agujero en la cueva de su existencia por donde entra un rayo de luz. Oh, no es que no esté bien, no es que no viva bien, pero hay una roca que le impide acabar de salir y, de pronto, ha visto por dónde debe empujarla, por dónde acabará saliendo. Y ha entendido qué tiene que hacer exactamente para conseguirlo. Aunque Jordi no le ha dicho nada durante meses, esta mañana Lali le ha enviado un mensaje de móvil. Hoy voy a l’Escala. No ha podido contenerse. Pero Jordi no ha contestado. Seguramente, después de leer los papeles de Tònia, ha decidido desaparecer definitivamente, debe de haberse asustado. Aquella tormenta de aquel día de los Cingles lanzaba rayos de los que duelen, piensa Lali. Realmente el agua está helada. Lali se mira los pies sumergidos, parecen más grandes y se llenan de arena y de sal. Y, como no tengo toalla, tendré que dejar que se sequen al aire y, con este frío, se me congelarán. Y, en voz alta, pronuncia cinco palabras: —Lali, estás como una cabra. —¡Perdón! Da un salto del susto. Se gira y ve a un viejo tapado hasta las orejas, hasta la nariz. —¿Se encuentra bien? —Sí —responde Lali, sonrojándose—, tenía ganas de mojarme los pies, pero ya está. Ya sé que no es normal meter los pies en el agua en esta época del año, pero me apetecía. Avergonzada, concluye su discurso con una risita. Se siente como si tuviera diez años y acabaran de pillarla cometiendo una travesura. El viejo se excusa en dialecto ampurdanés muy cerrado: —Quite, mujer, haga lo que quiera. Es solo que la he visto desde la ventana y me ha parecido que quizá tuviera algún problema. Como no se movía y tenía los pies dentro del agua y hace tanto frío... —Gracias, estoy bien, gracias. Entonces, el abuelo dice algo extraño: —Espera usted a alguien, ¿verdad? —No, no espero a nadie —responde Lali, desconcertada. —Ah, perdón, me lo ha parecido... El viejo se va después de saludarla con la mano. De dónde ha sacado la idea de que Lali espera a alguien, qué disparate. Seguro que ese hombre no tiene tantos años como aparenta, porque el sol y el viento causan estragos en la piel de quienes trabajan al aire libre y el hombre tenía pinta de haberse dedicado a la pesca toda la vida. También pasa con los abuelos de la Carena, que durante toda la vida se han dedicado al campo, que han salido al romper el alba y se han pasado fuera todo el día. Y también pasa con los pastores, míralos, si parece que rocen los cien años y, a veces, no pasan de los cuarenta. Pero ni unos ni otros se ensucian con esa fractura que parte el pueblo en dos. Son los únicos que viven en libertad, los únicos que deben de llegar a casa y no entender nada de lo que se habla a la hora de cenar, porque ellos son de otro mundo y sus problemas son otros, relacionados con la naturaleza y el comportamiento de los animales. En cambio, cuando formas parte de eso y, encima, cuando estás próximo al corte, la herida duele y siempre parece que los del bando contrario se entretengan echándole sal. Seguramente fue un error entrar de aquella manera en casa Romeguera y exigirle explicaciones a Xevi sobre su conducta, sobre su silencio en un aspecto tan importante, pero los otros tendrían que haber entendido que se trataba de una disputa entre dos personas, no entre dos familias, y mucho menos entre dos facciones del pueblo. Y, cuando Lali piensa en los otros, se refiere también y sobre todo a su padre, a Pere, que fue quien encendió la chispa de la incomprensión general. Y ahora, cuando Lali pasa por la calle, cuando entra a comprar en casa Romeguera o cuando va al bar, nota la fuerza del odio que le roza la piel como papel de lija. No es un odio contra ella en concreto, es un odio contra todo lo que la rodea y, como está en medio, también le afecta. No sé si volver a moverles las estacas hacia su patio, dijo un día Pere. Laura y Lali se miraron. Pere, dijo Laura, no puede ser que digas lo mismo que decía mi padre, no puede ser. Es que al final las estacas se quedaron como las había dejado él, te acuerdas, ¿no? Comía sopa y la sorbía, nunca lo había hecho, nunca había sorbido así, y Lali recuerda cómo les reñía a sus hermanos y a ella cuando lo hacían. Y ahora resulta que Pere lo hacía también y ni se había fijado. A continuación, se limpiaba los labios y decía para concluir, después de lo que me dijo el otro día tu hermano allí, delante de todos, se merece una respuesta, ¿no te parece, Laura? Laura y Lali volvían a mirarse, pero si replicas, Pere, no acabará nunca, nunca. La voz de Laura sonaba cargada de angustia, después, en la cocina, a solas con Lali se echaba a llorar, no deja de ser mi familia, Lali, y tengo que fastidiarlos por culpa del orgullo de un viejo, que es tu padre, porque esta vez los ha provocado él. Todo es culpa mía, decía Lali, no tendría que haber ido a ver a Xevi de aquella manera, pero es que me había engañado y me sentí traicionada. Laura dejaba de llorar y le rodeaba los hombros con el brazo, tú no has hecho nada, solo te has peleado con tu novio, los otros que lo entiendan como gusten. Pero si Xevi se hubiera puesto de nuestra parte las cosas se habrían calmado enseguida, siempre lo habíamos hecho así, hasta ahora, la calma que había era gracias a la fuerza que nos daba nuestra unión, una fuerza que los acallaba. Y ahora ya lo ves. Pero yo no puedo volver con él, Laura, me angustia. No me extraña, dijo Laura, a mí me pasaría lo mismo. Parecía que de momento a Pere le habían sacado de la cabeza la idea de mover las estacas, pero se le veía nervioso y no le bastaba con explicarle sus problemas al médico las dos tardes a la semana que este subía a la Carena. Se notaba que necesitaba hacer algo, y había decidido remover papeles, los papeles del restaurante de Lali. Pero qué papeles, había preguntado ella asustada por el ímpetu de su padre. No te asustes, hija, no tocaré tus papeles, me refiero a los de arriba. Ah, los de arriba, haz lo que quieras. Los papeles de arriba son los de la casa de los primos de su padre, un montón de papeles de la familia por ordenar, que venían con la casa cuando la heredaron y que da pereza catalogar. Es cierto que algún día habrá que hacerlo y Lali había dicho que se encargaría ella, pero ahora no tiene tiempo, solo le faltaría eso, y últimamente todo se ha precipitado. Así que, si a su padre le apetece, que lo haga él, así se distraerá y no pensará en clavar estacas. Con los pies ya secos y, eso sí, doloridos por el frío, Lali vuelve a ponerse los calcetines y las botas y se prepara para marcharse. Entonces oye el aviso de que ha recibido un mensaje en el móvil. Lo lee, dice, no he podido ir a l’Escala pero, si quieres, subiré pronto. Lali sonríe, de oreja a oreja. Cierra los ojos y aspira el aire helado por la nariz. Se le ha pasado el frío de golpe. Después, abre los ojos y responde también por sms, pues claro que quiero. En un instante, se ha hecho verano. Echa a andar. Ya no tiene frío. Cuando sale de la playa, distingue de lejos al viejo pescador y se pregunta cómo ha sabido que esperaba a alguien. Quizá hay un momento en la vida en que siempre se espera algo y una persona que ha vivido tanto lo sabe. Se gira y contempla el mar, oscuro y solitario, refugio de almas como la de Tònia. Camina y empieza a subir, más allá de la iglesia, y vuelve a pasar por delante de la casa de la escritora. Se detiene y nota el viento que le pasa soplando por detrás de las orejas. Hay gente por la calle, pero le da igual, tiene la necesidad de decirlo: —Gracias por todos estos años, Mila. Ahora ya no te necesito, puedes quedarte en tu casa. Con los dedos escondidos dentro de los guantes acaricia el viento, como en un suave adiós, como si dejara suspendida en el aire una rosa blanca. 13 El fuego me ha quemado el alma. Las quemaduras de la piel me preocupan poco, ya me han dicho que los brazos me quedarán marcados y me da igual. Sí es cierto que, durante unos días, solo pensaba en quitarme aquel dolor intenso, un dolor que era como si me restregaran las heridas con papel de lija. Pero las heridas eran grandes o, mejor dicho, eran quemaduras, y me provocaban un escozor desesperante. Después me dormían y no sé qué me daban y ya no las notaba tanto. Pero luego me despertaba otra vez por culpa del dolor y me quejaba y no sé qué me daban que volvía a dormirme. Y así, entre nieblas, estuve quince días como mínimo. E incluso me operaron, porque me dijeron que tenían que quitarme un trozo de piel de otro sitio para ponerlo en los brazos. No entendí nada más, pero cuando me desperté de la operación, enseguida me di cuenta de dónde habían sacado el trozo de piel porque tardé varios días en poder tumbarme boca arriba y sentarme con normalidad. Nunca había entrado en un hospital, y cuando lo hice me quedé allí un mes. La primera vez que me desperté, recuerdo a Carme sentada a mi lado, llorando, cogiéndome la mano y diciéndome, a quién se le ocurre, abuela, a quién se le ocurre ir a pelearse con el fuego, ¿no se daba cuenta de que podía hacerse daño? A quién se le ocurre. Pero al menos salvé el cuadro y unos cuantos papeles, dije con un hilillo de voz. No salvé demasiados, la verdad. En particular los de los últimos años los consumieron las llamas por completo. Y también muchos de años atrás. El primer papel que escribí, el primero de todos, también, y lo lamento porque recuerdo la emoción de cuando necesité escribir por primera vez, de la luz de aceite fluctuando, de Roser escandalizada y con miedo de que nuestro padre me descubriera escribiendo en la cama. Sí han quedado otros de aquella época, pero el primero no, y lo siento. Adónde iba, madre, adónde iba, me dijo Eulàlia cuando apareció en el hospital porque la habían avisado y enseguida se presentó. A por el cuadro y los papeles, respondí. Pero qué papeles, preguntó, completamente desconcertada. Unos míos, Eulàlia, no quiero que los lea nadie, por favor, es lo que le dije a mi hija porque Eulàlia es razonable, entiende las cosas que no entienden ni Robert Segundo ni Carme, Eulàlia es un poco como Tineta pero con estudios, porque mi hija es maestra y enseña a leer a los niños de una escuela de Barcelona. No sufra, madre, yo me ocupo de los papeles, contestó, y me quedé tranquila, y cuando vi que superaría las quemaduras, le pedí que me trajera los papeles y me los trajo. La miré a los ojos y comprendí que no los había leído. En aquel momento todavía no sabía si contenían algo comprometido. Ahora sé que los papeles que han quedado dicen muchas cosas comprometidas. No sé qué debería hacer con ellos porque un día no muy lejano me moriré y los podrá leer todo el mundo. Tengo que pensar en algo. De momento, los tengo aquí conmigo, en mi habitación, Señor, cómo ha cambiado todo, nada es lo que era, por una chispa de una cocina nos quedamos sin la mitad de la casa durante mucho tiempo. Las llamas, como todas las llamas de todos los fuegos del mundo, subían, yo estaba fuera y los otros estaban del lado del hostal y no nos dimos cuenta hasta que se convirtió en una columna inmensa de humo y fuego, terrorífica, que apuntaba al cielo. Y, claro, arriba significaba mi habitación, mis libros, mis papeles y mi cuadro de la Carena. Cuando me di cuenta, me lancé escaleras arriba. Robert Segundo quiso detenerme pero no me atrapó porque corrí más que él, chillaba, madre, como un loco, recuerdo sus gritos a mi espalda, entré en aquel brasero porque no era otra cosa, un brasero, todavía no comprendo cómo sobreviví y cómo acabé solo con las quemaduras en los brazos que me hice al intentar coger las cajas en llamas. Ya había arrancado el cuadro de la pared y, al ver que no podía con las cajas de papeles, saqué de dentro los que no se habían incendiado. No me preocupaba nada más, solo el cuadro y los papeles. Los libros eran antiguos pero encontraría otros y ya había visto otras ediciones de Caterina Albert en las librerías. Con unos cuantos papeles en las manos salí de la habitación como pude, crucé por en medio de las llamas. Una vez abajo, perdí el conocimiento y no me desperté con aquel dolor de brazos hasta que ya estaba en el hospital, en Barcelona. Ha sobrevivido porque estaba empapada, me dijo el doctor. Llovía, es cierto, y yo venía de fuera. Sería por eso. La lluvia, benefactora, también apagó el fuego enseguida, el fuego prendió en la parte antigua de la casa y bastó colaborar con la lluvia en la parte baja con cubos que algunos vecinos, pocos, nos ayudaron a llenar y tirar. Y Tineta, Hereu, Roser y los nietos, eso sí. No me enteré de nada de todo eso, estaba en otro mundo, en un mundo de dolor, batas blancas, agujas y aparatos médicos. Pero me lo contaron después. La cocina pudo salvarse a medias y lo que quedó completamente destruido fue una habitación de huéspedes que solo utilizábamos cuando se llenaba la parte nueva. Y, por descontado, la biblioteca, que antes de que apagaran el fuego, con tanto cartón y papel, ardió enseguida. Cuando regresé a casa estaba todo quemado y volvían a arreglarlo poco a poco. Suerte que había pasado en invierno, cuando no teníamos huéspedes, y además en un día entre semana. La Carena estaba vacía, en el pueblo quedaban cuatro gatos porque los niños mayores que estudiaban pasaban la semana en Serd o Barcelona. Éramos cuatro y, sobre todo, mal avenidos. Claro que, después del asunto de Ciri, la culpable de todos los males pasó a ser Roser y, como se fue a vivir con Hereu, se olvidaron un poco de nosotros, se olvidaron de cuando había mucha gente en el hostal, de cuando daba gusto verlo e iba de boca en boca. Ahora el hostal ya no es lo que era, aunque desde hace unos años volvemos a tener veraneantes y hemos podido rechazar a enfermos demasiado enfermos que, de todos modos, parece que ahora disponen de un medicamento que les va mejor que los aires de la montaña y los cura para siempre. Ahora con el hostal nos llega para vivir e ir tirando. Yo me encargo de los números, hágalo usted, abuela, que tiene mano para esas cosas, me dijo un día Carme, al fin y al cabo Tònia es usted, se refería al cartel del hostal que yo siempre había pensado que debíamos cambiar porque estaba viejo, pero nadie le prestaba atención, Robert Segundo y Carme parece que se van ajando poco a poco y el hecho de no tener hijos acelera esa especie de decadencia que les oscurece la mirada, me doy cuenta de que no saben tratar a los huéspedes, no saben darles conversación ni aguantar los discursos que dan sobre política y sobre cómo cambian los tiempos, y es importante saber seguirles la corriente, los huéspedes vienen a descansar y charlar de esas cosas, les gusta, es su manera de disfrutar de las vacaciones, dicen, y dicen también que las vacaciones son el bien más preciado que tienen. Pero Robert Segundo y Carme solo saben hablar de trabajo y de la familia. Un día de los primeros que pasé en el hospital, abrí los ojos quejándome de dolor como siempre y me encontré, frente a frente, con los ojos de Miquel. Me dio un beso en la frente, te quiero, Tònia, me dijo, y vi cómo se inclinaba sobre mí y noté sus labios en la frente y el olor a chocolate. Hacía diecisiete años que no le veía. Con un sobreesfuerzo, intenté seguirle con la mirada cuando se fue. Estaba llena de tubos, ni siquiera podía hablar. Pero sí recuerdo haber visto que le faltaba una pierna. No volví a verlo y después no supe si había sido una ilusión de aquellos días de nieblas y medicinas intravenosas. Cuando volví a casa le escribí una carta a la dirección de antes. No me contestó. Le escribí otra y tampoco. Entonces me llegó la noticia de que acababa de morir. Me quedé seca. Seca como si me hubieran chupado hasta la última gota de agua. Y yo que pensaba que ya no me quedaba agua después de tanta guerra y de tanto fuego. Entonces me convencí de que Miquel había ido al hospital a despedirse. Durante un día miré fijamente la niebla de la Plana y me di cuenta de que no podía ni llorar, porque cuando estás seca no puedes fabricar lágrimas. Recordaba nuestras tardes en Serd y el día que subimos a los Cingles. El mundo que nos rodeaba creía que no habíamos vuelto a vernos y resulta que, a partir de entonces y durante muchos años, nos vimos a menudo. Y en aquel momento cobré conciencia de que, entre lo de Miquel y el incendio de los papeles, había acabado mi trabajo en este mundo. Pensé que aquí ya no tenía nada más que hacer. Y cerré los ojos y le dije al hombre que siempre me había amado, espérame, ya voy, Miquel. No sé si marcharme, Tònia, me dijo un día Roser. Tenía la tristeza dibujada en los ojos, todo el mundo me da la espalda y también se lo hacen a Hereu y a Tineta y los chicos, y lo siento porque es culpa mía, Roser lloraba tapándose la cara con las manos. Cuando voy al lavadero, en pocos segundos desaparecen todas, no me dicen nada y, en la tienda, cuando entro se hace el silencio, todos se callan. Y el otro día alguien me dijo desde un rincón, asesina, lo dijo flojito pero lo oí. Yo no sabía qué hacer para consolarla, no sabía si aconsejarle que se fuera o que se quedara, quizá podrías ir a Saltamartí con tu hija, si ella quiere. Sí, sí que quiere, pero yo habría preferido quedarme en la Carena, que es mi casa, allí tengo miedo de molestar, tienen una casa pequeña y cuatro niños, no sé si cabríamos todos. Si tu hija te ha pedido que vayas es que quiere que estés con ella, Roser, le dije con una sonrisa, y Saltamartí está aquí mismo, podemos vernos a menudo. Pero ¿y si les dan la espalda a ellos?, preguntó, preocupada. Saltamartí es mucho más grande, la tranquilicé, y es imposible que todo el pueblo les haga el vacío. Además, no eres de allí, a saber qué les ha llegado de toda esta historia, quizá nada. Roser me hizo caso y se marchó poco después de hablar conmigo. Con su marcha, el centro de la diana de todos los odios volvíamos a ser nosotros, ya lo sabía, pero no podía permitir que mi hermana, que había sufrido tanto, sufriera aún más. Y ya veo que me quedaré sin ir a l’Escala. Puede que después de todo l’Escala sea solo un objeto, una especie de punto y final a una aventura, quizá solo existe en mi imaginación y, cuando me muera, acabaré allí. Y el mar, el que nos lamía los pies a mi sobrina y a mí en la playa de Barcelona, vendrá a lamerme el alma. Y Miquel, a mi lado, pintará de color azul el agua. Puede que sea hoy mismo o puede que sea mañana. De momento tengo el cuadro delante, lo miro siempre, todo el mundo ve manchas menos yo, yo veo claramente la Carena. Y no sé por qué tengo la impresión de que el viaje definitivo llegará pronto. Y allí, en l’Escala, seguro que me espera él con un poco de chocolate para ponérmelo en los labios y acercarse después a lamerlo. Todavía no sé dónde meter estos papeles, pero tú, Miquel, espérame, que ya voy. 14 —Sí, vamos, sí, que allí se perdona todo; no es como aquí abajo, donde todo se corrompe. Qué asco. Que allí arriba, Marta, hasta los cadáveres se conservan en la nieve; ¡cómo no van a conservarse las almas! ÀNGEL GUIMERÀ, Terra baixa Aquí debía de ser donde plantaban las patatas. Se han quedado los dos mirando un trozo de llanura. —A quién se le ocurre... —murmura Jordi—. Aquellas mujeres sí que eran valientes... subían y bajaban por esta montaña como el que se cambia de camisa. —Y con este frío —añade Lali asomando la nariz por encima de la bufanda—. Será el hambre, que te empuja a hacer de todo. Yo nunca he pasado hambre... Vámonos, venga... —Eso, ¿adónde? —Por allí... ¿No querías subir a la cima? Además, tengo que enseñarte algo... No es, ni mucho menos, el mejor día para subir a los Cingles. Es un día gélido de principios de febrero de un invierno largo y crudo. Suerte que al menos luce un poco el sol. Jordi señala la nieve de un poco más allá. Lali sonríe: —Este invierno ha nevado mucho... Es un ventisquero, como si estuviéramos en pleno Pirineo, ya ves. Continúan caminando y acaban aplastando algunas manchas blancas. Qué hago aquí con Jordi, se pregunta Lali, es la mayor de las locuras. Cuando los han visto desde la casa de abajo con intención de subir les han advertido, ¿seguro que es buena idea?, estará todo helado. Efectivamente, han encontrado hielo. Y ha resultado duro, muy duro. Pero ahora ya están arriba. Lali no había subido nunca. Y el día que subo, se dice, resulta que es en pleno invierno, tapada hasta las orejas y con un frío espantoso. Lo que no sabe es por qué ha hecho caso a Jordi, por qué no le ha dicho, mira, ya subiremos otro día, por qué no charlamos abajo, en casa, delante de la chimenea, total, puestos a hablar, habríamos hablado lo mismo. A la familia, Lali le ha dicho que salía a pasear un rato. Ni siquiera les ha contado que había quedado con Jordi cerca de la casa de los Cingles. Ni mucho menos les ha contado cómo se quedó ayer cuando recibió su llamada, ¿cómo te va subir mañana? Mañana, exclamó Lali, sorprendida. Sí, mañana, repitió él, tranquilo. Qué iba a decir, pues dijo que sí, que le iba bien, y le dijo a Berta, ocúpate tú sola del restaurante, y dejó apagado el ordenador con el primer capítulo de la nueva novela en reposo, la novela que, ahora que se ha calmado un poco el bum de la primera, se muere de ganas de continuar escribiendo. Había estado esperando que Jordi la telefoneara desde el día de l’Escala. Y había pasado Navidad y había pasado Reyes y habían pasado hasta las rebajas de invierno. Y, de pronto, ayer la llamó. ¿Y el caballete y las pinturas y los pinceles?, ha preguntado Lali al verlo. Abajo, solo se han dado dos besos y se han saludado casi como por compromiso. Ni caballete ni pinturas ni pinceles, ha respondido él, algo tenía que ser distinto, ¿no te parece? Lali no ha contestado, sí, supongo que sí, que parece que todo sea igual y, en realidad, todo es diferente. O al revés, que parece que todo sea diferente y, en realidad, todo es igual. Y han empezado a subir. Han tardado tres cuartos de hora. Ha sido durísimo, sí, al menos para ella, que no está acostumbrada a caminar por la montaña. Y, encima, con el frío en contra y ese viento helado... Ahora, mientras caminan por llano, arriba, no espantan langostas como hicieron un día Miquel y Tònia, quizá porque, al ser invierno, duermen. Hace demasiado frío para cualquier animal, para ellos también. Y pasan nubes que parecen tener prisa por llegar a Barcelona o Valencia o vete tú a saber dónde, más abajo. Lali se pregunta qué harán en la cima de la montaña, de ese portaaviones helado, aparte de mirar lo que Lali quiere que Jordi vea allá abajo. Aparte de mirarlo también ella, porque nunca lo ha visto desde las alturas. Pero aparte de eso, no sabe si realmente Jordi tiene la intención de repetir la escena de hace casi un siglo porque, si es eso, quizá sería mejor repetirla en un sitio caliente, que no es momento para quitarse ropa. Hace un siglo solo podían hacerlo sin ser vistos aquí arriba, pero ahora las cosas han cambiado. —Ven —dice él, y le tiende la mano. Es una mano enguantada, igual que la suya. Se cogen y caminan juntos como si hiciera muchos años que se dieran la mano para hacerlo cada día. Lali nota una especie de corriente eléctrica que va desde el contacto con Jordi hasta la punta del cerebro y le calienta el cuerpo. Esta mañana, después de saludarlo, también le ha dicho, has venido solo. No era una pregunta ni una afirmación, ni nada en ningún tono en concreto, eran tres palabras puestas una detrás de la otra, pronunciadas como por azar. Jordi estaba cerrando el coche, ni siquiera la ha mirado cuando lo ha dicho, todo ha cambiado mucho. Nada más, no ha habido forma de saber a qué se refería exactamente porque ni él ha añadido más ni Lali ha insistido. Tampoco hacía falta, bastaba con aquel, todo ha cambiado mucho. Lali se ha acordado del viejo pescador de l’Escala, que seguro que habría dicho, ¿ves?, estabas esperando a alguien. No es solo en la vida de Jordi Rigual donde todo ha cambiado. La vida de Lali también ha dado un giro radical desde que encontró los papeles de Tònia y desde que encontró otros papeles, los del restaurante. Cuando su padre bajó del piso de arriba temblando, incapaz de pronunciar una frase completa, Lali temió que le hubiera dado algo, que estuviera enfermo. Le acercó una silla para que se sentara. Su padre se sentó. Tenía los papeles en la mano y se los entregó a Lali. Qué es, preguntó ella, intrigada. Lee, lee, lee, no estoy seguro de que, a mi edad, los sentidos no me engañen, lee, hija mía, lee. Y Lali los leyó y entonces estalló la revolución en la Carena porque, si la primera escena en casa Romeguera aquel día de la discusión con Xevi había significado el disparo de salida del espectáculo, la segunda escena en el mismo sitio remató la cuestión, fue el acto final. Sin tener en cuenta, claro está, la escena intermedia de Pere en la plaza de la iglesia. Pero ahora su padre de pronto se había vuelto prudente, no, hija mía, no vayas, no lo hagas, se había vuelto prudente porque había constatado que su hija estaba lo bastante enfadada para hundir la casa del contrario a gritos. Pero si tú nunca te enfadas, hija. Pues claro que me enfado, había saltado Lali. Claro que se enfadaba. Hace años no, no se enfadaba nunca, pero ahora sí. Hace años solo quería gustar, intentarlo, y ahora de repente, con los papeles de Tònia, después de haber leído lo que había pasado con Roser y aquel silencio condenatorio de veinte años del que nadie la había redimido, Lali se había dado cuenta de que, aparte de ella, había otros culpables en el mundo. Cuando volvió de l’Escala solo pensaba en eso, y se armó de paciencia hasta que llegó el sábado y Mercè subió a Serd a pasar el fin de semana. Hola, guapa, pasa, pasa, la invitó Mercè con una gran sonrisa al ver a Lali en el umbral de la puerta. Mercè siempre era amabilísima. Pero Lali no entró, ¿te acuerdas de Lali-la-negra, Mercè?, le espetó. Mercè se quedó pasmada, qué quieres decir, no te entiendo. Sí, eso mismo me decíais de pequeña tú y tus amigas, tú las dirigías. Yo, qué dices. Sí, tú siempre lo has hecho muy bien, eso de dirigir, y no solo para meterte conmigo. Mercè debió de considerar peligroso el tono de Lali porque salió y cerró la puerta a su espalda. Qué quieres decir con eso, le preguntó mirándola a los ojos. Lali se quedó un momento desconcertada, costaba decirlo, pero al final lo soltó, pues que no entiendo cómo podíais hacerlo. Mercè había abierto la boca como para hablar y había vuelto a cerrarla. Finalmente, la había abierto de nuevo para decir, ¿seguro que es para tanto?, lo que pasa es que eras una niña muy solitaria y sensible y, ya se sabe, la gente así siempre recibe, pero solo eran bromas, mira, en mi clase... Empezaba a hablar y a contar cosas de sus niños, pero Lali la cortó, desde tu punto de vista seguro que no era para tanto, desde el mío sí. Por fin Mercè se calló. Cuando volvió a hablar, pasados unos segundos, fue para decir muy suavemente, muy despacio, no era consciente, no me daba cuenta de lo que ocurría, es la primera vez que me lo dices. Es que es la primera vez que me doy cuenta de que la culpa no era mía. Y hay algo que me tiene intrigada, por qué os gustaba tanto que llorase. Mercè no contestó. Ahí acabó la conversación y Lali se marchó, no sin antes añadir, abre bien los ojos en clase, Mercè, porque alguien podría estar muriéndose en silencio. Mientras andaba le pareció oír detrás de ella, perdona. La herida había vuelto a abrirse pero esta vez en el quirófano, con bisturí, para poder curarla definitivamente. Y después llegó el invierno, un invierno que todavía no se ha acabado, un invierno de los más largos que Lali recuerda. Nevó y todos se quedaron encerrados en casa. El frío era intenso y Lali salía poco, solo iba de casa al restaurante y del restaurante a casa. Mercè no se dejaba ver y ella tampoco hizo por verla, no hacía falta, el bisturí de la herida también las había separado para siempre, si es que alguna vez habían estado cerca una de la otra. Lali nunca se ha sentido tan cercana a nadie como a Jordi y mira que lo ha visto pocas veces en la vida, pero por lo visto eso de la cercanía con alguien no depende de verlo o no verlo sino de la dirección en la que sople el viento, de hacia donde nos lleve, de si nos empuja a los dos hacia el mismo sitio. Como ahora, que continúan caminando en la misma dirección cogidos de la mano y, por el momento, en silencio, un silencio que rompe Jordi cuando la mira y le dice, echando vaho por la boca: —¿Cómo consigues tener un pelo tan negro y tan bonito? Lali sonríe por debajo de la bufanda. —Antes era mucho más negro... Con el tiempo, todo se aclara. Ya están cerca de la cumbre, donde vete tú a saber lo que pasará. Tampoco se sabe lo que pasará en el cielo, donde está teniendo lugar una especie de batalla entre las nubes y el sol. En casa no había lucido mucho el sol por Navidad. Era la primera sin su madre y su ausencia se palpaba en el ambiente, era una ausencia espesa, como si pudiera agarrarse y morderse, los tres hermanos y sus respectivas familias pasaban siempre la Navidad con su madre y este ha sido el primer año que la han pasado en la Carena. Pese a los sobrinos, pese a los niños, muy pequeños todavía pero que siempre llenan una casa con risas y carreras, pues pese a todo eso, se notaba intensamente la ausencia de Sílvia. Mañana nevará, dijo Pere. Y Lali callaba pero sabía que, si él lo decía, seguro que nevaba. Venga ya, lo ha dicho el hombre del tiempo, por eso lo sabes, replicó Pau con una sonrisa. Cuando yo era pequeño no había hombre del tiempo, se enfadaba Pere, y todos se reían, pero era una risa externa, Pere también decía cosas para distraerlos, para hacerles gracia, para intentar llenar un poco aquel vacío que había en la vida de los tres hermanos. Todos intentaban dar con algo que distrajera a los demás sin éxito. Al final, Lali había terminado en la cocina porque se le escapaban las lágrimas y no sabía cómo reprimirlas. Y allí se encontró con Marta, que tampoco sabía cómo reprimir las suyas. Pero por increíble que pudiera parecer, habían superado la primera Navidad. Y al día siguiente, por increíble que les pareciera a algunos, nevó. De hecho, empezó a nevar la noche de San Esteban y nevó tanto que lo tapó todo, lo cubrió de tal manera que casi no se veían los coches. Menos mal que no tenían que ir a ningún lado, menos mal que Pau y Marta y sus familias ya se habían marchado. Al levantarse, el día 26 de diciembre, Lali abrió las contraventanas y el sol y la nieve la deslumbraron. Era el día siguiente a haber superado aquella prueba tan dura sin su madre, tres semanas después de haber hablado con Mercè y un mes después de haber ido a l’Escala y de haber recibido aquel mensaje de móvil de Jordi, que le decía que le diría una cosa, y todavía no le había dicho nada. Ahora, Lali empieza a creer que entendió mal. No estaba triste, a estas alturas ya sabe que hay trenes a los que se sube y trenes que escapan sin darte tiempo a cogerlos y que cada uno de los trenes a los que subes te llevan a un lugar inesperado, donde seguro que hay otro tren que te espera. Pero no había visto, no se había dado cuenta de que lo que pasaba era simplemente que el tren llegaba con retraso. El de Jordi se presentó ayer. Y eso que parecía que aquel invierno acabaría con todo. Perdóname, le pidió Mercè un día de enero que fue a visitarla. Lali se fijó en que había adelgazado, escondía la cara chupada bajo una capucha que la hacía parecer muy poca cosa. No me acordaba de todo aquello y no sé por qué, bueno, sí que me acordaba pero solo de lo que me ocurría a mí, de lo que sufría en casa, que por lo visto lo descargaba fuera, lo descargaba en ti. Y no sé cómo arreglarlo. Mercè daba lástima. A mí me pasaba al revés, sufría en el colegio y lo descargaba en casa, dijo Lali, no te preocupes más, solo quería decírtelo, tenía que decírtelo, espero que lo entiendas, ahora ya está. No está, no, dijo Mercè, porque desde que me lo dijiste no he parado de pensar y he reconsiderado mi vida y hago lo que me dijiste, o sea que cuido de los niños con más atención. Haces lo que es debido, la consoló Lali. ¿Crees que podríamos ser amigas?, le preguntó de pronto Mercè. Pues claro, mintió Lali. Los papeles que había encontrado su padre no mentían. —Ya hemos llegado —dice Jordi—. Ahora me dirás lo que me querías enseñar, ¿no? —Sí —contesta Lali acercándose al borde y mirando abajo y a lo lejos. Lo que se ve desde allí arriba no puede describirse con palabras. Lali piensa que, en lugar de cuchillo, aquel día cuando rondaba los treinta años podía haber elegido otra manera de perder el mundo de vista. Habría bastado con un saltito para volar para siempre. —Dios mío, es impresionante —dice—. No me extraña que Miquel y Tònia se quedaran boquiabiertos. —Desde aquí te comes el mundo, sí... Pero ¿qué querías enseñarme? —insiste Jordi. Lali alza la vista y distingue lo que buscaba: —Aquella casa... ¿La ves? Es el hotel. Y ¿ves todas esas tierras? Todo esto... pertenece al hotel... Y es nuestro, decía Pere, mareado, sentado en aquella silla. ¿Cómo que es nuestro?, preguntaba Lali, es de casa Romeguera. No, no, decía su padre, lee, lee. Y Lali leyó los documentos y, una vez leídos, también tuvo que buscar una silla para sentarse y recuperarse. —Y es nuestro —dice ahora Lali—. Nos hemos enterado hace poco. Lo sabemos desde hace quince días. —¿Y cómo no lo habíais sabido hasta ahora? —se sorprende Jordi. —Pues porque todo esto era casa Ciri, donde vivieron Ciri y Roser, ya lo has leído en los papeles de Tònia. Y, siguiendo la lógica sucesoria, tenía que quedárselo el hijo mayor, que fue lo que pasó, y después el hijo y el nieto Ciri montaron el hotel. Que ahora es de los de casa Romeguera. Pero ¿recuerdas que el padre de Tònia casó a su hija con Ciri a cambio de algo que sacó a la familia de la ruina? Pues hemos encontrado otros papeles, unos documentos oficiales según los cuales Ciri donaba todo lo que tenía a cambio de Roser, le bastaba con que, en vida, le permitieran cultivar las tierras y quedarse con los frutos que obtuviera. Creo que el padre de Roser debió de pensar que el hombre estaba loco por su hija y por eso le entregaba cuanto tenía; que la quería mucho y que, por tanto, la cuidaría muy bien. Pero yo diría que Ciri estaba loco por Roser pero porque era un depravado y necesitaba una esclava desesperadamente, lo demás le daba igual. Era heredero de muchas tierras y no les hacía caso. Vio a Roser, se encaprichó de ella y la compró, tal cual. Seguro que el padre de Roser le dijo muchas veces que no le entregaba a su hija, hasta que vio que Ciri le daba cuanto tenía a cambio de la chica. Y a cambio del silencio, claro, porque nadie lo supo nunca, solo ellos dos. Y, por herencia, todo pasó a Hereu, junto con la casa solariega de la familia, que es donde yo tengo el restaurante. No creo que Hereu estuviera al corriente de lo de las tierras y el hotel, Tònia no cuenta cómo murió su padre, pero quizá fue de repente o tal vez perdiera la cabeza y se olvidara del asunto... El caso es que suponemos que nunca se lo contó a Hereu y nadie consultó los documentos, que se quedaron arriba, en un arca, en mi restaurante. Bueno, el resultado final de este lío es que Hereu tuvo dos hijos, primos de mi padre, y ninguno de los dos tuvo descendencia. Por eso ahora el restaurante es nuestro y el hotel y todas estas tierras también. Jordi la mira, incrédulo. —¿Y los de casa Romeguera lo sabían? —Xevi lo sabía, pero no dijo nada... Lali baja la cabeza y recuerda con una sonrisa su segunda escena en casa Romeguera. Cuando se le encendió la lucecita en la cabeza, cuando entendió que en la misteriosa carpeta del siglo XX había una copia de aquel contrato entre Ciri y el padre de Roser, no lo pensó ni dos minutos, no pudo, salió de casa presa de la ira. Los papeles de padre e hija se habían intercambiado, ahora era su padre el que iba detrás gritando, Lali, Lali, adónde vas, no lo hagas. Pero Lali no atendía, había echado a correr hasta casa Romeguera, había preguntado por Xevi y, cuando él había salido, había apretado los puños con fuerza, con mucha fuerza, para no abofetearlo y no gritar. Y no había gritado, no, pero sí que le había espetado rápido y de golpe, hemos encontrado los documentos que dicen que el hotel es nuestro, eres... No supo acabar la frase, no le salía ninguna palabra que definiera lo que pensaba, pero daba igual, se hizo el silencio, Xevi no fue capaz de reaccionar y Lali terminó por marcharse por donde había venido. Mientras caminaba pensó que se había acabado ser la que siempre calmaba los ánimos, la que se reía de las peleas entre las dos facciones del pueblo. Y cuando llegaba al restaurante oyó a su espalda que Xevi la llamaba. Se paró y él se acercó, la había seguido, y resoplando y con voz entrecortada le dijo, solo una cosa, los documentos los encontré yo hará cuatro o cinco años, estaban en el hotel y me los dio mi tío sin mirarlos para que pusiera orden. No he dicho nada en casa, no es culpa de ellos, no saben nada, me pareció mejor así. Parecía angustiado. Lali no contestó y entró en el restaurante. Desde entonces no han vuelto a verse. —Ahora nos espera un largo camino legal. Ahora lo sabe todo el pueblo y todos esperan a ver qué pasa. Y los de casa Romeguera ya están haciendo las maletas para irse del hotel. Pero, ¿sabes?, he hablado con mis hermanos y con mi padre y hemos acordado alquilárselo. Tienen allí su negocio y lo llevan bien, es una buena casa rural... La única diferencia será que tendrán que pagarnos un alquiler. Al fin y al cabo, les guste o no, todos somos de la misma familia. Y tú también. —Sí, yo también —dice Jordi con una sonrisa. Y se le acerca y, cuando la besa, sus ojos brillan tanto que la hipnotiza. Después, los dos contemplan las tierras bajas sin decirse nada. Son conscientes de que tienen que ir bajando, que no pueden demorarse mucho más, pero se quedan unos minutos así, sin notar el frío. Porque, de pronto, ha llegado una bolsa de aire caliente que lleva dentro palabras de otros tiempos, de hace muchos años y de no hace tantos, una bolsa de aire que las suelta junto a los oídos de Lali. Palabras que deberían haberse dicho y no se dijeron, palabras que se perdieron el día que debían ser pronunciadas y que nadie sabía dónde estaban. La fuerza con que llegan ahora, de pronto, hace que le salten las lágrimas. —Tiemblas... Vamos —dice Jordi, y tira de ella suavemente para empezar a andar. No es el frío lo que la hace temblar, sino todas esas palabras y la sensación de haber recuperado la parte buena de lo que un día fue muy doloroso. Y ese dolor por todo lo que no se dijo hace ya un tiempo que está convirtiéndose en letras que fluyen solas y que ella estampa día a día con pasión sobre las hojas de su nueva novela. Antes de echar a andar, mira al vacío por última vez, todos los males del mundo están allá abajo. Y, con un escalofrío, piensa que a ras de tierra, como un gusano, se arrastrará siempre el silencio. Cantonigròs, julio de 2009 Blanca Busquets i Oliu, nacida en Barcelona, vive entre esta ciudad y Cantonigròs. Trabaja como realizadora y guionista en las emisoras de Catalunya Ràdio desde el año 1986, y durante siete años fue redactora en Televisió de Catalunya. Ha estudiado música (piano y canto) y ha hecho algunas incursiones en el mundo del teatro. Escribe desde los doce años y hasta el momento ha publicado: Presó de neu (Proa, 2003); El jersei (Rosa dels Vents, 2006), que se ha traducido al ruso, al alemán y al italiano; Tren a Puigcerdà (Rosa dels Vents, 2007); Vés a saber on és el cel (Rosa dels Vents, 2009), traducida al castellano y publicada el mismo año por Plaza & Janés (A saber dónde está el cielo), y La nevada del cucut (Rosa dels Vents, 2010), con la que ganó el Premi Llibreter 2011 y que ahora publica Plaza & Janés. La autora asegura que la música la acompaña siempre y que la radio la fascina, pero que escribir es su vida. Título original: La nevada del cucut Edición en formato digital: enero de 2012 © 2010, Blanca Busquets Oliu © 2012, Random House Mondadori, S.A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona © 2012, Cruz Rodríguez Juiz, por la traducción Diseño de la cubierta: Ferran López / Random House Mondadori, S.A. Fotografía de la cubierta: © Andi Frank /Gallery Stock ISBN: 978-84-253-4829-7 Random House Mondadori, S.A., uno de los principales líderes en edición y distribución en lengua española, es resultado de una joint venture entre Random House, división editorial de Bertelsmann AG, la mayor empresa internacional de comunicación, comercio electrónico y contenidos interactivos, y Mondadori, editorial líder en libros y revistas en Italia. Forman parte de Random House Mondadori los sellos Beascoa, Debate, Debolsillo, Collins, Caballo de Troya, Electa, Grijalbo, Grijalbo Ilustrados, Lumen, Mondadori, Montena, Plaza & Janés, Rosa dels Vents, Sudamericana y Conecta. 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